Un Imperio que no es como los demás / Eric Hobsbawm*
La actual situación mundial no tiene precedentes. Los grandes imperios mundiales de otrora, como el español de los siglos XVI y XVII y muy particularmente el Imperio británico de los siglos XIX y XX, en poco se parecen al actual Imperio estadounidense.
La globalización alcanzó un punto inédito en tres planos: la interdependencia, la tecnología y la política. Ante todo, vivimos en un mundo a tal punto interdependiente, que las operaciones corrientes se encadenan y cualquier interrupción tiene consecuencias globales inmediatas. Tomemos como ejemplo la epidemia del Síndrome Agudo Respiratorio Severo (SARS) cuyo origen se sitúa seguramente en China: esa enfermedad tomó proporciones de fenómeno global. Su efecto perturbador sobre la red mundial de transporte, sobre el turismo, sobre todo tipo de conferencias y de instituciones internacionales, sobre los mercados mundiales e incluso sobre toda la economía de ciertos países, se hizo sentir con una rapidez impensable en cualquier época anterior.
Luego, el enorme poder de una tecnología constantemente revolucionada se afirma en el terreno económico y sobre todo en el militar. La tecnología es más decisiva que nunca en cuestiones militares. El poder político a escala global exige hoy el dominio de esa tecnología combinado con un Estado geográficamente muy grande. La extensión no era algo que contara anteriormente. Gran Bretaña, que reinó sobre el imperio más extenso de su tiempo, era apenas un Estado de tamaño mediano, aun para los criterios de los siglos XVIII y XIX. En el siglo XVII, Holanda –Estado de un tamaño comparable al de Suiza– podía convertirse en un actor global. Hoy en día, es inconcebible que un Estado, por más rico y tecnológicamente avanzado que sea, se convierta en una potencia mundial si no es relativamente gigantesco.
Por último, la política presenta actualmente un carácter complejo. Nuestra época es aún la de los Estados-naciones, única área en la que la globalización no funciona. Pero se trata de un Estado de un tipo particular, en el cual –y virtualmente esto se aplica a todos– la población común juega un papel importante. En el pasado, quienes gobernaban tomaban sus decisiones sin preocuparse demasiado de lo que pensara la mayoría de los habitantes. A fines del siglo XIX y principios del XX, los gobiernos podían contar con una movilización de sus pueblos. En cualquier caso, hoy en día deben tener en cuenta más que antaño lo que piensa o lo que está dispuesta a hacer la población.
A diferencia del proyecto imperial estadounidense –y esa es la gran novedad– todas las grandes potencias y todos los imperios sabían que no eran los únicos y nadie procuraba dominar todo el mundo por sí solo. Nadie se consideraba invulnerable, aun cuando es cierto que todos se creían el centro del planeta, como por ejemplo China, o el Imperio romano en su apogeo. En el sistema de relaciones internacionales que gobernó el mundo hasta el final de la Guerra Fría, el máximo peligro podía venir de una dominación regional. No hay que confundir la posibilidad de acceder a todo el planeta –que se materializó en 1492– con su dominación global.
Alcanzar un poder global
El Imperio británico en el siglo XIX fue el único realmente “global”, en el sentido de que operaba en todo el planeta. Desde ese punto de vista, es sin dudas un precedente respecto del Imperio estadounidense. En cambio, los rusos de la era comunista, que también soñaban con tranformar el mundo, sabían perfectamente –incluso cuando estaban en la cumbre de su poderío– que el dominio del mundo estaba fuera de su alcance: contrariamente a lo que sugería la retórica de la Guerra Fría, nunca trataron verdaderamente de conseguirlo.
Pero las actuales ambiciones estadounidenses difieren totalmente de las que tenía Gran Bretaña hace un siglo o más. Estados Unidos es un país físicamente extenso, con una de las poblaciones más numerosas del planeta y una demografía en alza (contrariamente a la Unión Europea) debido a una inmigración virtualmente ilimitada.
Además, existen diferencias de estilo. En su apogeo, el Imperio británico ocupaba y administraba un cuarto de la superficie del globo 1. Estados Unidos nunca practicó verdaderamente el colonialismo, con una breve excepción durante la moda del imperialismo colonial, a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Se apoyó más bien en Estados dependientes o satélites, fundamentalmente en el hemisferio occidental, donde no temía a ningún rival. Contrariamente a Gran Bretaña, Estados Unidos desarrolló en el siglo XX una política de intervención militar en esos Estados.
Como en aquellos tiempos el brazo armado del imperio mundial era la marina, el Imperio británico se apoderó de bases marítimas y de puertos de escala de importancia estratégica en todo el mundo. Esto explica por qué la Union Jack flotaba –y flota aún– desde Gibraltar hasta las Malvinas, pasando por Santa Helena. Los estadounidenses, fuera del Pacífico, sólo necesitaron esas bases después de 1941 y las consiguieron gracias a lo que realmente podía llamarse entonces una “coalición de buena voluntad” (coalition of the willing). Ahora la situación es diferente: sienten la necesidad de controlar directamente un gran número de bases militares, pero a la vez prefieren continuar controlando indirectamente a los países.
Además, existen diferencias importantes en la estructura del Estado, en el plano interno y su ideología. El Imperio británico tenía un objetivo británico y no universal, a pesar de que sus partidarios le encontraban móviles más altruistas. Así, la abolición del tráfico de esclavos sirvió para justificar el poderío naval británico, tanto como los Derechos Humanos sirven a menudo para justificar el poderío militar estadounidense. Al igual que Francia y que la Rusia revolucionaria, Estados Unidos encarna una gran potencia basada en una revolución universalista, y –por lo tanto– animada por la idea de que el resto del mundo debe seguir su ejemplo y que incluso debe ser liberado por ella. No hay nada más peligroso que los imperios que defienden exclusivamente sus intereses imaginándose que así ayudan a toda la humanidad.
Sin embargo, la diferencia esencial consiste en que el Imperio británico, a pesar de haber sido global –y en cierto sentido más aun que el Imperio estadounidense actual, ya que poseía un dominio de los mares como ningún otro país tuvo del cielo– no trataba de adquirir un poder global, ni siquiera un poder militar y político terrestre en regiones como Europa o Estados Unidos. El Imperio servía a los intereses fundamentales de Gran Bretaña, es decir, a sus intereses económicos, tratando de inmiscuirse lo menos posible en los asuntos de los demás. Era siempre conciente de sus límites en términos de tamaño geográfico y de recursos. A partir de 1918, el Imperio tomó profundamente conciencia de su decadencia.
Por otra parte, el Imperio mundial de la primera nación industrializada supo aprovechar el viento de una globalización que la expansión de la economía inglesa tanto hizo por desarrollar (véase el artículo sobre libre cambio, págs. 34-36). Ese Imperio representaba un sistema de comercio internacional que, a medida que se desarrollaba la industria en la metrópolis, dependía esencialmente de la exportación de productos manufacturados hacia los países menos desarrollados. A cambio, le permitía a Londres convertirse en el mayor mercado de materias primas del planeta 2. Cuando dejó de ser el taller del mundo, Gran Bretaña se convirtió en el centro del sistema financiero mundial.
No ocurrió lo mismo con la economía estadounidense. Esta se basaba en la protección de la industria nacional respecto de la competencia externa en su propio mercado, potencialmente gigantesco. Este factor sigue siendo aún hoy uno de los elementos importantes de la política estadounidense. Pero el hecho de que esa economía ya no ocupa en el mundo industrializado actual la posición dominante de antaño constituye precisamente uno de los puntos débiles del Impero estadounidense del siglo XXI 3. Estados Unidos importa del resto del mundo grandes cantidades de bienes manufacturados, lo que despierta de parte de sectores comerciales y del electorado estadounidense una reacción proteccionista. Existe una contradicción entre la ideología de un mundo dominado por el librecambio bajo control estadounidense por una parte, y por otra los intereses políticos de elementos importantes en Estados Unidos, que se ven debilitados por esa ideología.
Coalición de buena voluntad
Una de las maneras de resolver ese problema fue desarrollar el tráfico de armas. Es otra de las diferencias entre el Imperio británico y el estadounidense. Particularmente después de la Segunda Guerra Mundial, la acumulación de armas en tiempo de paz alcanzó en Estados Unidos un nivel inaudito, sin precedentes en la historia moderna, y que puede explicar la dominación ejercida por el “complejo militar-industrial”, denunciado en su tiempo por el presidente Dwight D. Eisenhower. Durante los cuarenta años de Guerra Fría, ambos campos hablaban y actuaban como si en realidad existiera una guerra física, o como si estuviera por estallar. El Imperio británico alcanzó su zenit durante un siglo (de 1815 a 1914) que no tuvo guerras internacionales importantes. Y a pesar de la manifiesta desproporción existente entre el poderío de Estados Unidos y el de la URSS, el impulso dado a la industria armamentista estadounidense se aceleró todavía más, incluso antes de terminar la Guerra Fría, y prosiguió después.
Esa industria transformó a Estados Unidos en potencia hegemónica del mundo occidental. Dicha hegemonía, sin embargo, se ejercía al frente de una alianza. Pero, por supuesto, nadie se hacía ilusiones sobre la importancia relativa de los otros socios: el poder estaba exclusivamente en Washington. De alguna manera, Europa reconocía entonces la lógica del Imperio mundial estadounidense. Y actualmente Washington se indigna de que su Imperio y sus objetivos ya no sean verdaderamente aceptados. Ya no hay más “coalición de buena voluntad”, pues la política actual de Estados Unidos es la más impopular nunca desarrollada por un gobierno de ese país, y probablemente por cualquier otra gran potencia.
En otros tiempos, los estadounidenses manejaban sus relaciones con Europa con la tradicional cortesía reinante en los asuntos internacionales, dado que los europeos se hallarían en primera línea en caso de combate con las fuerzas soviéticas. Ello no debe ocultar que en el fondo se trataba de una alianza apoyada fundamentalmente en Estados Unidos, pues dependía de su tecnología militar. Washington se opuso sistemáticamente a la creación de una fuerza armada europea independiente. El viejo desacuerdo entre estadounidenses y franceses, que data de la época del general De Gaulle, se origina en la negativa de París a aceptar una alianza inamovible y en su voluntad de mantener un potencial independiente para dotarse de un equipamiento militar de alta tecnología. A pesar de las tensiones, la alianza constituía una verdadera “coalición de buena voluntad”. Luego del derrumbe de la URSS, Estados Unidos se convirtió en la única superpotencia que ninguna gran nación quería o podía desafiar. Esa repentina exhibición de fuerza, extraordinaria, brutal y hostil, resulta aún más difícil de entender pues no coincide ni con la política imperial –de larga y probada eficacia– desarrollada durante la Guerra Fría, ni con los intereses económicos estadounidenses. La política que domina desde hace poco tiempo en Washington parece tan insensata para los observadores exteriores que resulta difícil identificar su real objetivo. Para quienes conocen a la perfección, o al menos a medias, el proceso que siguen las decisiones en Estados Unidos, se trata manifiestamente de afirmar una supremacía global a través de la fuerza militar, aunque el fin último de esa estrategia sigue siendo oscuro.
¿Tiene posibilidades de éxito? El mundo de hoy es demasiado complicado para ser dominado por un solo Estado. Sin olvidar que, dejando de lado la superioridad militar, Estados Unidos depende de recursos cada vez más escasos. A pesar de que su economía es fuerte, su proporción en la economía mundial va en disminución y es vulnerable a corto y a largo plazo. Imaginemos que la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) decidiera mañana facturar el barril de petróleo en euros en lugar de dólares...
Es inevitable comprobar que en los últimos dieciocho meses los estadounidenses despilfarraron la mayoría de las cartas ganadoras de que disponían en el terreno político. Aunque todavía les quedan algunas. Sin dudas, sigue vigente la influencia preponderante de su cultura y de la lengua inglesa. Pero la principal ventaja con que cuenta su proyecto imperial es militar. En ese plano, el Imperio estadounidense no tiene rivales y es probable que esa situación perdure en un futuro previsible. Esa ventaja, decisiva en los conflictos localizados, no lo es necesariamente en términos absolutos. Pero en la práctica, ningún país, ni siquiera China, cuenta con el nivel tecnológico de Estados Unidos, aunque cabe reflexionar sobre los límites de una superioridad puramente técnica.
Por supuesto que, teóricamente, los estadounidenses no planean ocupar todo el planeta. Su objetivo es hacer la guerra, instalar gobiernos amigos y retirarse. Pero eso no va a funcionar. En términos puramente militares la guerra en Irak fue un gran éxito. Sin embargo, absorbido por ese objetivo, el gobierno de George W. Bush pasó por alto las necesidades que se imponen cuando se ocupa un país, al que hay que administrar y mantener, como hicieron los británicos en el caso de India, ejemplo del colonialismo clásico. La “democracia modelo” que los estadounidenses desean brindar al mundo entero a través de Irak, en realidad no tiene nada de modelo. Creer que pueden prescindir de otros países como verdaderos aliados, o que no necesitan contar con apoyo dentro de los países que actualmente son capaces de conquistar militarmente (aunque no de administrar), es una vana ilusión.
“Imperialismo de los Derechos Humanos”
La guerra en Irak es un ejemplo de la frivolidad de quienes toman las decisiones en Washington. Irak es un país derrotado, pero que se negó a someterse. Estaba en tal estado de debilidad que era fácil vencerlo. Si bien no hay que olvidar su riqueza petrolífera, el objetivo fundamental de la operación fue realizar una demostración de fuerza a nivel internacional. La política que evocan los extremistas de Washington, es decir, una total reestructuración de Medio Oriente, no tiene sentido. Si piensan hacer caer al régimen saudita, ¿con qué lo reemplazarán? Si verdaderamente quisieran cambiar la situación en la región, es sabido que lo que deberían hacer es presionar a Israel. El padre de George W. Bush lo hizo en 1991, luego de la primera guerra del Golfo, pero no su sucesor en la Casa Blanca. En lugar de ello, la actual administración destruyó uno de los dos gobiernos laicos de Medio Oriente y se dispone a hacer lo propio con el restante.
El anuncio público de esa iniciativa subraya su vacuidad. Lejos de corresponder a la formulación de una estrategia, expresiones como “eje del mal” u “hoja de ruta” son apenas frases hechas, que pretenden contener en sí mismas un cierto poder. Esa neolengua que se abate sobre el mundo desde hace dieciocho meses evidencia la falta de una real política. El propio George W. Bush no hace política. Responsables como Richard Perle o Paul Wolfowitz hablan como Rambo, tanto en público como en privado. Lo único que cuenta es la omnipotencia estadounidense. Traducido, eso significa que Estados Unidos puede invadir cualquier país, a condición que no sea demasiado grande, y que se lo pueda vencer en poco tiempo. No se puede llamar a eso una estrategia, ni imaginar que pueda funcionar.
Las consecuencias pueden ser muy peligrosas para Estados Unidos. En el plano interno, un país que piensa controlar el mundo fundamentalmente por medios militares corre el peligro –hasta ahora seriamente subestimado– de militarización. En el plano internacional, el riesgo sería una desestabilización del mundo.
Prueba de lo dicho es la inestabilidad que reina actualmente en Medio Oriente, mayor que hace diez, o incluso cinco años. La política estadounidense debilita todos los esfuerzos, oficiales u oficiosos, destinados a hallar una solución a la crisis. En Europa logró demoler la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), lo que no es una gran pérdida, al tratar de transformarla en fuerza de policía militar mundial al servicio de Estados Unidos, lo que parece una broma. Washington sabotea deliberadamente a la Unión Europea y también procura, de manera sistemática, liquidar una de las grandes conquistas de la posguerra: el “Estado de bienestar”, democrático y próspero. En cambio, la crisis de credibilidad de las Naciones Unidas me parece menos grave: la organización nunca estuvo en condiciones de desarrollar más que una acción marginal, pues depende totalmente del Consejo de Seguridad y del uso que los estadounidenses hacen de su derecho a veto.
¿Qué hará el mundo frente a Estados Unidos? ¿Tratará de contenerlo? Algunos consideran –naturalmente– que no tienen los medios para ello y preferirán aliarse a Washington. Más peligrosos son aquellos que detestan la ideología propagada por el Pentágono, pero apoyan el proyecto estadounidense con el pretexto de que acabará eliminando ciertas injusticias locales y regionales. Esta especie de “imperialismo de los Derechos Humanos” se nutrió del fracaso de Europa en los Balcanes en la década de 1990. Durante el debate público sobre la guerra contra Irak, sólo una minoría de intelectuales influyentes –como Michael Ignatieff o Bernard Kouchner– llamaron a apoyar la intervención estadounidense, al estimar necesario el uso de la fuerza para poner orden en las desgracias del orbe. Sin dudas, algunos gobiernos son tan peligrosos que su desaparición sería algo positivo para todo el mundo. Pero ello no justifica correr el riesgo que representa para el planeta una potencia mundial que, a la vez que se desinteresa de un mundo que no entiende, es capaz de intervenir por la fuerza armada contra cualquiera que no le caiga bien.
Como telón de fondo se ve crecer la presión sobre los medios de comunicación: en un mundo donde la opinión pública tiene tanta importancia, esos órganos son objeto de enormes manipulaciones 4. Durante la Guerra del Golfo (1990-1991), para evitar que se repitiera lo ocurrido en Vietnam, la “coalición” trató de impedir que los medios se acercaran al campo de batalla. Pero no lo logró: en Bagdad había medios, como la CNN, que cubrieron los acontecimientos de una manera diferente de la que deseaba Washington. Durante la guerra contra Irak, al contrario, se integró a los periodistas en el seno de las tropas para influenciar su visión. Nada de eso realmente funcionó. En el futuro, seguramente se buscarán medios de control más eficaces, posiblemente directos, en último caso tecnológicos. De todas formas, la colusión entre los gobiernos y los dueños de los monopolios de la comunicación aspira a ser aun más eficaz que Fox News 5 en Estados Unidos o que el imperio de Silvio Berlusconi en Italia.
Resulta imposible decir cuánto tiempo durará ese dominio estadounidense. Lo único de lo que estamos seguros es que se tratará de un fenómeno temporario en la historia, como lo fueron todos los imperios. En el curso de una vida hemos visto el fin de todos los imperios coloniales, el del pretendido “Imperio de mil años” de Hitler –que sólo duró doce– y el fin del sueño soviético de la revolución mundial.
El Imperio estadounidense podría hundirse por motivos internos, el más inmediato de los cuales es que el imperialismo –en el sentido de dominación y manejo del mundo– no es algo que interese a la mayoría de los estadounidenses, más preocupados por lo que ocurre en su país. La economía está tan debilitada que tanto el gobierno como el electorado acabarán decidiendo algún día que es más importante concentrarse en ese problema que lanzarse a aventuras en el exterior 6. Más aun teniendo en cuenta que, como ocurre ahora, serán los propios estadounidenses quienes deberán financiar en gran medida esas intervenciones militares, lo que no fue el caso durante la Guerra del Golfo ni en buena parte de la Guerra Fría.
Desde 1997-1998 la economía capitalista mundial está en crisis. Por supuesto que no va a derrumbarse, pero es improbable que Estados Unidos siga desarrollando una política exterior ambiciosa si se le presentan serios problemas internos. La política económica nacional de George W. Bush no responde necesariamente a los intereses locales. Además, su política internacional tampoco es necesariamente racional, ni siquiera desde el punto de vista de los intereses imperiales de Washington y mucho menos desde los del capitalismo estadounidense. De allí las divergencias de opinión que existen en el seno del gobierno.
La necesidad de educar
La cuestión fundamental es saber qué harán ahora los estadounidenses y cómo van a reaccionar los demás países. Cabe preguntarse si algunos, como el Reino Unido, único verdadero miembro de la coalición reinante, seguirán adelante apoyando cualquier plan de Washington. Los gobiernos deben demostrar que existen límites al poder estadounidense. Hasta ahora Turquía fue quien hizo el aporte más positivo en ese sentido, al afirmar simplemente que no estaba dispuesta a adoptar ciertas medidas, aun sabiendo que le hubieran resultado beneficiosas.
Actualmente, el objetivo principal es contener, o al menos educar, o reeducar a Estados Unidos. Hubo un tiempo en que el Imperio estadounidense conocía sus límites, o al menos las ventajas que podían obtenerse comportándose como si existieran límites. Era en gran medida por miedo al otro: la Unión Soviética. Hoy en día ese temor ya no existe, y sólo el interés bien entendido y la educación pueden tomar el relevo.
Notas
1. Eric Hobsbawm, La era del imperio, Grijalbo, Colección Crítica, Buenos Aires, 1998.
2. Ibid.
3. Chalmers Johnson, Blowback. The costs and consequenses of American Empire, Owl Book, Hudson, 2001.
4. “France protests US media ‘plot’ in Le Monde”, International Herald Tribune, París, 16-5-03
5. Eric Alterman, “¿Liberales, los medios de Estados Unidos?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, marzo de 2003.
6. “US unemployment hits an 8 year high”, International Herald Tribune, París, 3-5-03.
[i]*Eric Hobsbawm. Historiador. La amplia y diversa obra de Eric Hobsbawm lo sitúa entre las autores más destacados, leídos y reconocidos de nuestro tiempo. Dedicado al estudio de la historia económica y social y a problemas más generales de la historia, sus trabajos se han convertido en obligada referencia de gran número de investigaciones y debates. Sus originales planteamientos han dado lugar a nuevas líneas de trabajo y fructíferas controversias. Británico, aunque nació en 1917 en Alejandría, cuando Egipto formaba parte del imperio británico.[/i]
Fuente: Número 48, junio de 2003 - Traducción: Carlos Alberto Zito