Un pensamiento que sedujo a Pinochet y Martínez de Hoz
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Para algunos la reciente muerte del nonagenario premio Nobel de Economía, Milton Friedman, es la pérdida de una de las grandes mentes científicas del siglo XX, comparable a unos pocos nombres de su especialidad en esa centuria (John Maynard Keynes, Joseph Schumpeter entre ellos). Y tienen razón.
Pero el recuerdo de Friedman también hará que no pocos digan que su fallecimiento es también prueba de la verdad que encierra el título de una canción de Billy Joel de los 70: "Solo los buenos mueren jóvenes". Estos también están en lo cierto.
Para encontrar la validez del contraste en estos juicios habría que separar dos dimensiones que los panegiristas de Friedman siempre quisieron hacer inseparables, la del economista y la del pensador moral, en este último caso un hombre aferrado a la idea de la libertad individual como valor absoluto.
Pero la yuxtaposición de ambas categorías no permite una valoración adecuada del personaje. Porque Friedman fue mucho más un economista brillante que un moralista sincero y riguroso, y lo fue menos que quien lo inspiró y a quien reconocía como maestro, Adam Smith el escocés fundador de la moderna economía política en el siglo XVIII.
Smith al menos pudo equilibrar su teoría "Sobre la riqueza de las naciones" —en el que reconoció al interés personal como única fuerza realmente creativa en la historia humana—, con un no menos iluminado trabajo, "Teoría de los sentimientos morales", en el que apuntó que la solidaridad con los que menos tienen es la única forma de lograr resultados sociales beneficiosos. Friedman nunca llegó tan lejos; su única, trivial, concesión fue la de proponer bonos públicos para que los pobres pudieran elegir el colegio privado para sus hijos, luego de que toda educación estatal fuese borrada del mapa.
Prueba palmaria de cortedad moral fue su colaboración con el régimen de Augusto Pinochet y ofrecer su pensamiento, hecho de ortodoxia monetarista, a otros engendros como José Alfredo Martínez de Hoz en Argentina. Las dictaduras que hicieron trizas las libertades individuales y colectivas le parecieron, vaya a saber por qué, menos perniciosas que los gobiernos que imponían impuestos o ensayaban controles de precio. Friedman fue quien acuñó la frase "milagro chileno" cuyo impacto no duró mucho bajo el alud de sangre inocente. Pinochet incluso cultivó a un "Chicago boy", el insípido Hernán Buchi, como posible sucesor civil pero resultó un fiasco.
Quizá en esto de la libertad económica versus la libertad política Friedman haya tenido las mismas preferencias que el personaje de la canción de Joel cuando éste admite: "Prefiero reír con los pecadores que llorar con los santos".
Fuente: Clarín