Un sombrío marco para un golpe fallido
Los eventos del fin de semana en Estambul y Ankara están íntimamente relacionados con la ruptura de las fronteras y la credibilidad del Estado –la suposición que las naciones del Medio Oriente tienen permanentes instituciones y fronteras– infligió grandes heridas en todo Irak, Siria, Egipto y demás países del mundo árabe. La inestabilidad es ahora tan contagiosa como la corrupción en la zona, especialmente entre sus potentados y dictadores, una clase de autócratas de los que Erdogan fue un miembro desde que cambió la constitución para su propio beneficio y reinició su malvado conflicto con los kurdos.
De más está decir que la primera reacción de Washington fue instructiva. Los turcos deben apoyar a su “gobierno elegido democráticamente”. La parte de “democracia” fue más bien difícil de tragar –aunque más doloroso de recordar, sin embargo, fue la misma reacción del gobierno al derrocamiento del gobierno de Mohamed Morsi, “elegido democráticamente” en Egipto en 2013– cuando Washington definitivamente no le pidió a la gente de Egipto que apoyara a Morsi y rápidamente le dio su apoyo al golpe militar, mucho más sangriento que el intento de golpe en Turquía. De haber tenido éxito el ejército turco, seguramente Erdogan habría sido tratado tan despectivamente como el desafortunado Morsi.
Pero, ¿qué se puede esperar cuando las naciones occidentales prefieren la estabilidad a la libertad y la dignidad? Es por eso que están dispuestos a aceptar las tropas de Irán y al leal miliciano iraquí uniéndose en la lucha contre el Estado Islámico (EI), así como los pobres 700 sunnitas que “desaparecieron” después de la reconquista de Faluja y es por eso que la rutina de “Assad se debe ir” fue silenciosamente abandonada. Ahora que Bashar al Assad sobrevivió al período de gobierno del primer ministro, David Cameron –y casi con seguridad durará más tiempo que la presidencia de Obama– el régimen en Damasco mirará con ojos curiosos los acontecimientos en Turquía esta semana.
Las potencias victoriosas en la Primera Guerra Mundial destruyeron el Imperio Otomano, que fue uno de los propósitos del conflicto de 1914-18 después de que la “Sublime Porte” (Puerta Sublime) cometió el error fatal de alinearse con Alemania y las ruinas del imperio fueron luego cortadas en pedazos por los aliados y entregadas a granel a reyes brutales, dictadores y coroneles viciosos. Erdogan y el grueso del ejército que ha decidido mantenerlo en el poder por ahora encajan en esta misma matriz de Estados rotos.
Las señales de alerta estaban allí para que las vieran Erdogan y Occidente, si sólo hubieran recordado la experiencia de Pakistán. Descaradamente utilizado por los norteamericanos para enviar misiles, armas y dinero en efectivo a los “muyahidines” que luchaban contra los rusos, Pakistán –otro “pedacito” cortado a un imperio (la India)– se convirtió en un estado fallido, sus ciudades desgarradas rotas con bombas masivas, su propio ejército corrupto y servicios de inteligencia cooperando con los enemigos de Rusia –incluido el talibán– y luego infiltrado por islamistas que eventualmente amenazan al propio Estado.
Cuando Turquía comenzó a jugar el mismo rol para Estados Unidos en Siria, enviando armas a los insurgentes, su corrupto servicio de inteligencia cooperando con los islamistas, luchando contra el poder del Estado en Siria, también tomó el camino de un Estado fallido, con sus ciudades desgarradas por las bombas masivas y el campo infiltrado por los islamistas. La única diferencia es que Turquía también relanzó una guerra contra los kurdos en el sureste del país, donde partes de Diyabakir están ahora devastadas como las grandes zonas de Homs o Alepo. Erdogan se equivocó al medir los riesgos del camino que eligió para su país. Una cosa es disculparse con Putin y recomponer sus relaciones con Benjamin Netanyahu; pero cuando ya no puede confiar en su ejército, hay asuntos más serios en los que concentrarse.
Más o menos dos mil detenciones son un duro golpe para Erdogan, en realidad mayor que el golpe que planeaba el ejército para él. Deben ser sólo unos pocos de los miles de hombres de los cuerpos de oficiales turcos que creen que el sultán de Estambul está destruyendo su país. No es sólo cuestión de reconocer el grado de horror que pueden haber sentido la OTAN y la UE ante estos eventos. La verdadera cuestión será el grado en que el éxito (momentáneo) de Erdogan lo envalentonará para emprender más juicios, encarcelar a más periodistas, cerrar más periódicos, matar más kurdos y, para el caso, seguir negando el genocidio armenio de 1915.
A los extranjeros les resulta a veces difícil entender el grado de temor y disgusto casi racista con que los turcos observan cualquier forma de militancia kurda. Estados Unidos, Rusia, Europa –Occidente en general– privaron de contenido la palabra terrorista, a tal punto que no logramos comprender por qué los turcos llaman terroristas a los kurdos y los ven como un peligro para la simple existencia del Estado turco. Así es como veían a los armenios en la Primera Guerra Mundial.
Mustafá Kemal Ataturk era tal vez un buen autócrata secular, admirado incluso por Adolfo Hitler, pero su lucha por unificar a Turquía fue causada por las mismas facciones que siempre acosaron a la patria turca, junto con las sospechas oscuras (y racionales) de un complot de las potencias occidentales contra el Estado.
En resumen, este fin de semana ocurrieron sucesos más dramáticos de lo que podría parecer a simple vista. Desde la frontera de la Unión Europea, a través de Turquía, Siria, Irak y vastas partes de la península del Sinaí en Egipto y hasta Libia y –¿nos atreveremos a mencionar esto después de Niza?– Túnez, existe ahora un rastro de anarquía y estados fallidos. Sir Mark Sykes y François Georges-Picot comenzaron el desmembramiento del imperio otomano –con ayuda de Arthur Balfour–, pero éste persiste hasta nuestros días.
En este sombrío marco histórico debemos ver el golpe que-no fue- en Ankara. Hay que esperar otro en los meses o años por venir.
Página/12 - 19 de julio de 2016