Una aproximación a las narrativas de la victimización / Pedro Cerruti*
El presente ensayo tiene como punto de partida la necesidad, que han impuesto ciertos acontecimientos de la Argentina contemporánea, de estudiar las reacciones colectivas frente al delito. Sobre todo porque consideramos que ellas no ocupan un lugar externo o marginal en relación con los dispositivos jurídico-penales, normativos e institucionales, que legitiman y ejercen el poder punitivo de una sociedad.
Esto no es algo que haya pasado desapercibido para los estudiosos del Derecho Penal. Para mencionar sólo dos ejemplos, en su Criminología Crítica y Crítica del Derecho Penal, Alessandro Baratta sostenía la importancia del estudio de la “convergencia” de las “reacciones institucionales” y las “no institucionales” en “el control social de la desviación”, destacando entre las segundas “las actitudes que se desarrollan dentro de la opinión pública” en las que “influyen decididamente el sistema de comunicaciones de masas” (2002:14). Por su parte, en nuestro país y más recientemente, Eugenio Zaffaroni ha destacado que las “agencias de comunicación” deben tomarse en cuenta en todo análisis del sistema penal en la medida en que influyen decididamente en los procesos de criminalización tanto primaria como secundaria, es decir tanto “en el acto y el efecto de sancionar una ley penal material, que incrimina o permite la punición de ciertas personas” como “la acción punitiva ejercida sobre personas concretas” (2000: 6,18).
Es desde esta perspectiva que hemos decidido encarar el estudio (1) de la relevancia y legitimidad que ha adquirido en los últimos años la participación de las víctimas de hechos violentos en los debates de la agenda pública, así como del incrementado de su papel como impulsoras de movimientos colectivos de reclamo de aplicación de la ley dirigidos a las instituciones públicas. Algunos de ellos como, el movimiento “Blumberg” y el de “padres de Cromañon”, han tenido en este sentido una particular repercusión mediática e institucional.
Ahora bien, a los fines expositivos del presente ensayo hemos elegido recortar un caso que, más allá de su carácter fragmentario y parcial –y por lo tanto de su escaso valor desde un punto de vista estrictamente metodológico–, puede funcionar como un exemplum que nos permita introducir algunos interrogantes de mayor alcance y ensayar algunas respuestas, así como delinear posibles recorridos de indagación e investigación de fenómenos sociales de estas características
1.
Hagamos una breve reseña del caso en cuestión. La noche del domingo 25 de marzo de 2007, una mujer de nombre Nélida Maciel se comunicó telefónicamente con Radio 10 para relatar un episodio delictivo del cual había sido víctima esa misma tarde. A la mañana siguiente ese relato era noticia en los principales diarios nacionales, así como en medios radiales y televisivos y movilizaba al Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires a iniciar una investigación del hecho a pesar de no haberse realizado denuncias judiciales del mismo. El martes ese relato era nota de tapa del diario Clarín.
Según refirió Nélida a los medios, aquella tarde mientras viajaba hacia su casa por la ruta Panamericana "el tráfico se paró. Íbamos a paso de hombre. Entonces de la nada, de la mano izquierda, aparecieron entre quince y veinte hombres armados y tirando tiros, violentos, golpeando los autos, pidiendo carteras, relojes, lo que tuviéramos”. El relato continúa "a mí me metieron una mano con un arma, me apuntaron en la cabeza. Yo atiné a agacharme y gatillaron, y la bala no salió de milagro. Fue todo en segundos, fue todo rápido. No miré para atrás arranqué siguiendo una camioneta que tenía adelante" (2).
Ahora bien, hasta aquí esto no pasa de ser una más de las noticias policiales a las que nuestros medios de comunicación y sus destinatarios son tan afectos. Lo interesante del caso es la polémica que se instala en torno a él. Como era de esperarse, el relato reproducido por los medios con tal magnitud suscitó la respuesta de funcionarios del gobierno –inclusive del Gobernador de la Provincia– y del sistema judicial, y junto con ello el debate periodístico. Los primeros intentaron minimizar el hecho (cuando no negarlo como lo hizo el Gobernador Felipe Solá en unas desafortunadas declaraciones que luego tuvieron que ser relativizadas por sus voceros), basados en una serie de pruebas dignas de atención (entre ellas la falta de pedidos de auxilio, denuncias o avisos de cualquier tipo pero sobre todo las filmaciones de las cámaras de seguridad que, a pesar de la oscuridad, muestran que el tráfico nunca estuvo detenido y que no se produjo ningún disparo de arma de fuego) en función de las cuales no era descabellado afirmar, como lo hizo el subsecretario de Seguridad, Martín Arias Duval, que "puede ser que haya habido un robo, no lo niego, pero de ninguna manera pasó algo parecido a lo que cuenta esta señora”.
En la emisión matutina del jueves 29 de un conocido y popular programa radial (en el cual Nélida ya había sido entrevistada el día lunes) se reaviva el debate luego de que realizará la denuncia judicial correspondiente. Son convocadas las voces de la víctima, de los funcionarios y se suman las opiniones de reconocidos periodistas especialistas en temas policiales y políticos (Raúl Kollman y Pablo Mendelevich respectivamente), quienes concuerdan con los funcionarios en que si bien no es posible negar que la víctima haya sido asaltada y amenazada, no es posible sostener la magnitud de ese relato. Pero se agrega una voz al debate ya que, como es habitual en ese programa radial, se realiza una encuesta telefónica donde los oyentes pueden votar entre dos opciones: si creen en la versión de Nélida o si acuerdan con los periodistas y los funcionarios. A los pocos minutos el 92% de alrededor de 1200 votantes le dan la razón a la víctima.
2.
¿Cómo se explica el desarrollo y desenlace de este pequeño recorte de la vida cotidiana? ¿De qué manera podemos entender sus repercusiones y sus efectos?
El caso pone en evidencia cómo, a pesar de la imposibilidad de zanjar el debate en torno a su veracidad, un relato no deja de tener efectos. En principio podemos destacar que impulsa y legitima el refuerzo de la vigilancia policial de la zona. Pero esta consecuencia concreta está mediada por un efecto, por decirlo de alguna manera, más directo del relato, y que no es otra cosa que su pura eficacia performativa. Efectivamente, analizado como un enunciado “constatativo” el relato de Nélida es en última instancia indecidible, es decir su estatuto de descripción de un estado de cosas efectivamente ocurrido y por lo tanto susceptible de verificación es francamente problemático. El referente, el objeto o la “cosa” del relato, que es justamente lo que nos permitiría verificarlo, es en sí mismo inaccesible, sólo podemos dar cuenta de él a través de lo que de él se dice. Lo cual nos obliga a enfocar el relato como una práctica narrativa social, es decir, como una actividad a través de la cual alguien relata a otro lo que le ha ocurrido y en ese acto de narrarlo lo crea. Y, parafraseando a Austin, poco tiene que ver la “buena” o la “mala fe” de quien lo emite, ya que más allá de sus intenciones esas “palabras” hacen las “cosas” de las que hablan.
Pensar el relato de esta manera implica reintegrarlo en una compleja trama narrativa en la que interactúa con otros relatos, narradores y destinatarios. Efectivamente, en nuestro caso, la presencia del relato de una experiencia “personal” en un medio masivo de comunicación implica ya una complejización del fenómeno narrativo superponiendo diferentes géneros y soportes, problematizando la distinción entre lo privado y lo público, así como la determinación de la autoría del relato. Efectivamente, ¿quién es el autor del relato?, ¿a quién le pertenece?, ¿a Nélida, quien atravesó por la experiencia y la cuenta, o al medio de comunicación quien en cierto sentido ex-propia ese relato, seleccionándolo, moldeándolo y reproduciéndolo, llevándolo a producir efectos más allá de lo que ella hubiese imaginado?
Pero convendría tener en cuenta que en sí mismo todo relato, incluso los de nuestras experiencias más íntimas, está contextualizado, moldeado por las condiciones sociales que lo preexisten e inevitablemente inserto en una narrativa dominante o maestra con la que colabora (o no) a reproducir y mantener cierto orden social y ciertos modos de relacionarse. Esto quiere decir que todo relato puede leerse a la luz de todas aquellas narrativas y prácticas con las cuales interactúa conformando una matriz. En este sentido, es posible decir, que la narrativa dominante “suministrará una grilla abarcante, incluyendo actores, funciones cardinales y fronteras con otras historias. En los otros niveles, las narrativas grupales, locales e individuales proveerán nuevas inflexiones, ‘llenando los espacios en blanco’ con nuevos detalles, pero sin contradecir los puntos principales vertebrados por la meta narrativa” (Steinmetz, en Gorlier, 2005:227). Sin que esto quiera decir que todo relato se reduce a una mera reproducción, implica por lo menos poner en cuestión, ahora desde otro ángulo, la noción de autoría del relato: ¿Quién habla cuando Nélida describe, y en el fondo experimenta, lo ocurrido del modo en que lo hace? Esto nos lleva indefectiblemente a la necesidad de abordar ese relato a partir del rastreo de las marcas que en él han dejado las ideologías, valores y prácticas establecidas y que él mismo contribuye a reforzar.
3.
Lo que tenemos en nuestras manos es justamente la construcción social de uno de los problemas centrales de la agenda pública: la “inseguridad”. Ya que no es este el objeto central del presente trabajo, simplemente nos interesa destacar el modo en que los problemas sociales se construyen a partir de las denuncias y los reclamos que los individuos realizan sobre ellos. La circularidad de la definición deja en claro que el referente del reclamo o la queja no es el problema del que da cuenta sino una condición supuesta o alegada cuya verificación es ciertamente problemática. Y esa circularidad se duplica si consideramos, como lo hemos hecho, que esas denuncias y reclamos, como todo relato, anidan y por lo tanto en parte reproducen matrices narrativas como la de la “inseguridad” misma.
Y todo esto cobra mayor relevancia porque, en la medida en que se entiende al lenguaje desde esta perspectiva performativa, la actividad narrativa implica modos de relación social que prefiguran cierto tipo de acciones. Lo cual quiere decir que la manera como se construye “descriptivamente” el problema es indisoluble del modo en que se explican sus causas y sus posibles soluciones. Si bien no nos compete aquí el análisis de la construcción social de la inseguridad en sí misma, en el relato que hemos tomado como ejemplo se perfilan algunas de las significaciones habituales: la violencia y la delincuencia como algo externo a la sociedad civilizada, que la ataca desde afuera bajo la forma de una multitud indiferenciada de individuos malvados y violentos, y que requiere para su solución medidas tales como la exclusión (colocar vallas en la autopista) (3), vigilancia (disponer de más policías) o, como veremos, la “justicia por mano propia”.
4.
Detengámonos, pues, en otro aspecto del relato de Nélida que no hemos considerado todavía. Ella se define como “ama de casa”, “vecina de San Martín y madre de cuatro hijos”, y agrega "no entiendo nada de política. No estoy en la militancia. Soy un ama de casa que lava, plancha, atiende a sus hijos, con una vida aburrida”. Pero en su declaración radial dice algo más: “yo eduqué a mis hijos para que sean solidarios, pero ahora me doy cuenta de que me equivoqué, debería haberles enseñado a usar una arma”.
Estos fragmentos nos abren el camino para pensar un aspecto central del estudio de las narrativas: su efecto en la construcción de identidades. Precisamente podemos entender a la identidad como “la sedimentación de prácticas narrativas de índole preformativa” (Gorlier, 2005: 171). La identidad personal es aquello que se despliega en un relato y es un efecto performativo del mismo. Por lo tanto, la identidad es indisoluble de la realización: implica cierta orientación de las acciones y cierta definición del campo de las oportunidades y limitaciones en los que esas acciones se desenvuelven.
Analicemos entonces el efecto que produce ese relato a nivel de una redefinición identitaria de Nélida desde esa ama de casa, solidaria, simple y aburrida a esa defensora de la acción directa y la “justicia por mano propia”. ¿Qué es lo que ha sucedido? Lo que media entre ambas es la victimización.
Desde esta perspectiva, las experiencias de victimización, en tanto constituyen acontecimientos traumáticos, producen un quiebre en la subjetividad y una ruptura en la trama narrativa que sostenía a la identidad. Lo traumático es propiamente hablando innombrable y desde este ángulo podríamos definir a la victimización como el haber sido llevado por la (acción de otro) a una situación en la cual y de la cual no se es capaz de hablar, o más bien donde el uso del lenguaje para dar cuenta de lo acontecido deviene por lo menos problemático, cuando no imposible. El dilema o la paradoja que esta problemática encierra es lo que Jean-Francois Lyotard ha traído a la luz a través de la noción de diferendo (1988) (4). Lo cual nos permite, entre otras cosas, aclarar que al destacar el carácter en última instancia indecidible del relato en cuestión, lejos estamos de negar la victimización ocurrida. Muy por el contrario, buscamos destacar que nombrar lo traumático implica insertarlo en un relato, lo cual conlleva un efecto performativo de reconstrucción de la propia identidad y de la experiencia misma (5).
Y en este punto permítasenos ensayar una distinción entre la palabra “víctima” como designando la condición de aquel que ha sido sometido a una situación traumática, del ser “víctima” como un tipo particular de re -construcción identitaria, no la única posible, de aquel que ha pasado por esa situación y ha sobrevivido (6). Desde este punto de vista, el ser “víctima” es el efecto performativo de un relato inserto en una matriz narrativa particular que podemos denominar victimismo. Así las cosas, las consecuencias a nivel de la subjetividad que las narrativas colectivas de esta índole traen aparejadas suelen ser: el resentimiento y el odio, a nivel del afecto; la personificación e individualización de la culpa en un chivo expiatorio, a nivel de la cognición; y la búsqueda de castigo y venganza, a nivel de la orientación de las acciones. Y esto tanto para las víctimas “reales”, quiero decir quienes han atravesado una experiencia de victimización, como para todos aquellos que se perciben como tales en virtud de la identificación con las primeras y sus relatos o que simplemente construyen sus propios relatos personales encastrándolos en dichas narrativas. Definimos entonces al victimismo como la tendencia a posicionarse como actor social desde la condición de víctima ya sea real o percibida.
5.
Tal vez ahora podamos pensar algunas de las “condiciones apropiadas” que permiten que un relato como el de Nélida sea, en términos de Austin, “afortunado”, es decir, que independientemente de su verdad o falsedad posea eficacia performativa y consiga entre otras cosas un apabullante grado de consenso (7).
Como plantea Lyotard, “la realidad no es aquello que ‘se da’ a este o aquel ‘sujeto’”, sino que es “un estado del referente (aquello de que se habla) que resulta de efectuar procedimientos de establecerla definidos por un protocolo unánimemente aceptado y de la posibilidad que cualquiera tiene de recomenzar esa realización tantas veces como desee” (Lyotard, 1988:16). En términos similares, John Austin define a las “condiciones apropiadas”, entre otras cosas, como la existencia de “un procedimiento convencional aceptado”, que incluya “la emisión de ciertas palabras por ciertas personas en ciertas circunstancias” (Austin, 2003:56). En nuestro caso podemos pensar la dimensión ritualista que a esta altura ha adquirido la presencia de víctimas de violencia en los medios masivos de comunicación relatando las experiencias padecidas, manifestando sus emociones y reclamando “Justicia”.
En el seno de estas prácticas, entramadas en las narrativas victimistas que se han tornado dominantes, la voz de las víctimas adquiere una enorme fuerza ilocucionaria y eficacia perlocucionaria (8), entre otras cosas apuntaladas y legitimadas en el presupuesto carácter inmaculado del “dolor” y la ausencia de todo tipo de intencionalidad espuria (9).
6.
Por otra parte, podemos decir con Lyotard que el victimismo traslada el diferendo al plano del litigio, dentro del cual la víctima ahora devenida querellante debe hablar en un régimen de discurso que la recluye por partida doble en su condición (10). En primer lugar, porque le exige que proporcione las pruebas que permitan establecer la “realidad” del daño al que ha sido sometido. Esto, por un lado, encierra el mismo dilema que da lugar al diferendo y, por otro, conlleva que cualquier interrogación sobre su relato se traduzca como una puesta en cuestión del referente, una negación del daño y del dolor, sea vivida como una re-victimización y traslade al litigio al terreno de un feroz antagonismo. En segundo lugar, porque impone, bajo la promesa de justicia, la búsqueda de una reparación en un género de discurso en el cual la única “retribución” posible se “paga con la misma moneda”. El querellante es en este sentido una víctima cuyo testimonio y cuya reparación es siempre diferida, pues es imposible. Y por eso a pesar de convertirse en querellante, y más aún sin importar el resultado de su querella, continúa siendo víctima.
Por eso, dirá Lyotard que “hacer justicia con el diferendo (11) significa instituir nuevos destinatarios, nuevos destinadores, nuevas significaciones, nuevos referentes para que la sinrazón pueda expresarse y para que el querellante deje de ser una víctima”. Pero ello requiere la posibilidad de establecer la “pausa” necesaria para poder decir algo que no sea una mera reproducción de las narrativas dominantes (12). Efectivamente “hay que buscar mucho para encontrar las nuevas reglas de formación y eslabonamiento de proposiciones capaces de expresar el diferendo (…) si no se quiere que ese diferendo quede inmediatamente ahogado en un litigio”. En definitiva, “el objetivo de una literatura, de una filosofía y tal vez de una política sería señalar diferendos y encontrarles idiomas” (Lyotard, 1988:25-26).
A modo de cierre
Concluyamos simplemente diciendo que el estudio de estas problemáticas de la coyuntura argentina actual ha sido usualmente obturado por una mirada idealista del derecho y/o de las iniciativas populares, así como la tendencia a valorar los hechos de diferente manera según se los califique de antemano como de “derecha” o de “izquierda”. Se nos torna evidente ahora que no es el denominado discurso sobre la “seguridad ciudadana” –del cual participa nuestro relato–, fuertemente apuntalado en la inmediatez, simplicidad, emocionalidad y espectacularidad de los regímenes narrativos massmediáticos, el indicado para posibilitar el proyecto que con Lyotard hemos propuesto. Pero tampoco lo es ninguna narrativa que, más allá de su sesgo político o del sector social que a ella adscriba, estimule discursos vindicativos, litigantes o antagonistas y que en última instancia busque el ejercicio, a su favor y en su derecho, del poder punitivo ya sea a través de la movilización de las instancias institucionales o del “ajusticiamiento” colectivo. Posibilidades, justamente, cuya diferenciación se nos muestra como cada vez más problemática.
Notas
(1) Me refiero al proyecto de investigación para mi tesis doctoral, titulado “Violencia y justicia en la sociedad argentina contemporánea. Análisis de la llamada ‘Cultura de la Víctima’ a partir del estudio de casos paradigmáticos”, actualmente en desarrollo bajo una beca del Conicet.
(2) Hubo solamente otro testimonio del episodio ocurrido, en general coincidente con el de Nélida (salvo algunos detalles como la cantidad menor de asaltantes) realizado en una sola oportunidad vía telefónica a un noticiero de la cadena TN por un hombre que sólo se identificó por su nombre de pila.
(3) Uno de los elementos que se destacó respecto al caso es que en la zona en que ocurrió falta el vallado de la autopista.
(4) Lyotard se refiere a lo imposible del testimonio en estos términos: “o somos víctimas de una sinrazón o no lo somos. Si no lo somos, nos engañamos (o mentimos) al testimoniar que lo somos. Si lo somos, puesto que podemos testimoniar esa sin razón, ella no es una sinrazón, y nos engañamos (o mentimos) al declarar que somos víctimas de una sinrazón”.(1989:17).
(5) En este sentido, Austin (1988) es claro al sostener que el carácter verdadero o falso de la dimensión constatativa de un enunciado y el afortunado o desafortunado del aspecto preformativo de un acto lingüístico se ponen en juego en planos independientes.
(6) Que no es la única posible lo demuestran las obras de Primo Levi (2002, 2005), entre muchas otras. (Cfr. el análisis que de ellas hace G. Agamben, 2002). Salvando las distancias –que son grandes–, allí se recorta la figura del testigo como una salida radicalmente distinta frente al horror.
(7) No es el lugar para reponer el análisis de Austin con respecto a los efectos y consecuencias de los actos lingüísticos. Simplemente digamos que es a través de sus efectos que podemos inferir que el acto performativo se ha realizado satisfactoriamente, o en otras palabras que haya acto performativo implica la producción de ciertos efectos en el auditorio, pero en sí mismo dicho acto no consiste en esos efectos sino en tener el efecto de realizar lo que se enuncia (Cfr. 2003:154 y ss.).
(8) En relación con la cuestión de los actos lingüísticos y sus efectos, vale la pena aclarar con Austin que la fuerza ilocucionaria es la capacidad de “llevar acabo una acto al decir algo, como cosa diferente de realizar el acto de decir algo”, y por lo tanto se refiere a la eficacia performativa del relato. Por su parte, el aspecto perlocucionario alude a que “decir algo producirá ciertas consecuencias o efectos sobre los sentimientos, pensamientos o acciones del auditorio o de quien emite la expresión, o de otras personas” (2003:144-145).
(9) Por lo tanto, más que hablar –como se lo ha hecho– de una “política del dolor” que se la presupone impoluta en contraste con la perversa política “tradicional”, tenemos que considerar realmente una “politización del dolor” (Kaufman, 2005).
(10) Es por ello que Lyotard afirma que de estos “encuentros entre proposiciones de regímenes heterogéneos” nacen diferendos (1989:43).
(11) La edición castellana de editorial Gedisa que aquí se cita traduce “differand” por “diferencia”. Por ser “diferendo” la traducción precisa preferimos corregirla.
(12) Lyotard hace referencia a esta pausa en términos de silencio: “el diferendo (…) es el estado inestable y el instante del lenguaje en que algo que debe poderse expresar en presuposiciones no puede serlo todavía. Ese estado implica el silencio que es una proposición negativa, pero apela también a proposiciones posibles en principio” Lyotard, 1988: 25- 26 (El destacado es nuestro).
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“Estaban atrapados en el tránsito y los asaltaron” (2007, marzo 27). La Nación.
“Tras la desmentida de Solá sobre el múltiple robo en la Panamericana, una mujer ratificó la denuncia”. (2007, marzo 29). Clarín.
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“Ratifican el robo en la Panamericana” (2007, marzo 31). La Nación.
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*El autor nació en 1976 en la Ciudad de Buenos Aries, Argentina. Es Licenciado en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Ex residente y jefe de residentes en Salud Mental del Hospital Dr. Cosme Argerich. Actualmente es becario CONICET y doctorando en Ciencias Sociales de la UBA.Contacto: pedrocerruti@yahoo.com.ar
Revista Question Nº 15 – Agosto 2007