Una década extraordinaria de la economía argentina

Aldo Ferrer*

La última década del Segundo Centenario y primera del sigo XXI, condensa, en un decenio, la trayectoria argentina de doscientos años e inaugura la nueva centuria con el mensaje de las enseñanzas del pasado. No nos privó de nada, incluso la repetición de la violencia y la muerte al final del gobierno de la Alianza y durante la transición política, en el Puente Pueyrredón.

La década se inició con la peor crisis de la historia económica argentina, continuó con el sexenio de más rápido crecimiento desde que existen registros del PBI y culmina en un escenario de interrogantes, de cuya resolución depende que volvamos a las frustraciones del pasado o iniciemos, de una buena vez, un proceso de desarrollo sustentable y equitativo de largo plazo. El período incluye, en su segunda mitad, las consecuencias de la también extraordinaria crisis del orden económico mundial, la más severa desde la debacle de los años ‘30. Pero, sobre todo, registra la evolución de los acontecimientos de fronteras para adentro y nuestras respuestas a los cambios de circunstancias y a los problemas planteados.

EL DESCALABRO

El inicio y la debacle del 2001/02, fue el epílogo del prolongado período de la hegemonía neoliberal, inaugurado con el golpe de Estado de 1976. Era previsible y fue anticipado por varios observadores, entre los cuales me incluyo, que la estrategia de apertura incondicional, subordinación de las políticas públicas a los intereses particulares, desregulación financiera, privatización indiscriminada, en un contexto de fuerte apreciación del peso, culminaría en un desastre. Tuvo así lugar la extranjerización de la propiedad de sectores fundamentales de la infraestructura y las mayores empresas del país y un endeudamiento externo insostenible, que desembocó en el default. Como lo señaló el Grupo Fenix, en su encuentro de septiembre del 2001, la seguridad jurídica y el respeto de los contratos, que son esenciales en el funcionamiento de una economía de mercado, eran insostenibles bajo un régimen fundado en el endeudamiento y la renuncia a la gobernabilidad macroeconómica. Las consecuencias sociales fueron abrumadoras con el aumento vertiginoso del desempleo, la pobreza y la indigencia, la fractura del mercado de trabajo y, consecuentemente, la aparición de problemas de inseguridad desconocidos hasta entonces. El desorden fue gigantesco con 17 monedas circulando, el trueque como alternativa en una economía sin mercado, los bancos inoperantes por el corralito y el corralón, el tipo de cambio disparado en un sistema al borde de la hiperinflación.

A comienzos del 2002, las propuestas para el futuro de la economía argentina, fundadas en los mismos principios que culminaron en la debacle, incluían la licuación de los activos monetarios en pesos, la dolarización, el establecimiento de la banca off shore y, en este contexto, la renuncia definitiva a conducir la política económica y descansar en el salvataje internacional, bajo la conducción del FMI. Triste final al cual la subordinación a la especulación financiera y la renuncia a la soberanía condujo a la democracia recuperada, después de tanto dolor y tanta sangre, en 1983.

LA EXPANSIÓN

Allí comenzó el segundo tramo de la década, cuya evolución estuvo en las antípodas de la visión y las propuestas neoliberales. Ese notable período de setenta meses, entre los segundos semestres del 2002 y 2008, registró tasas de crecimiento superiores al 8% anual, el repunte de las tasas de ahorro e inversión a los máximos históricos de cerca del 30% y 24%, respectivamente, la acumulación de reservas internacionales fundada en el superávit del balance comercial y en la cuenta corriente del balance de pagos, la reducción a la mitad de la tasa de desempleo y un alivio a la pobreza acumulada durante el cuarto de siglo de la hegemonía neoliberal, inaugurado con el programa económico del 2 de abril de 1976. El crecimiento en este tramo obedeció a dos causas principales.
Por una parte, al cambio de circunstancias impuesto por la misma crisis. Esto incluye la pesificación de los activos y pasivos denominados en moneda extranjera y la consecuente recuperación de la autoridad monetaria del Banco Central, el superávit en los pagos internacionales debido a la caída de las importaciones y los buenos precios internacionales de los commodities, el ajuste cambiario que abrió espacios de rentabilidad clausurados durante el prolongado periodo de apreciación del tipo de cambio y la aparición del superávit primario en las finanzas por el repunte de la economía y la supensión temporaria de los servicios de la deuda en default.

Por la otra, al cambio de rumbo de la política económica. Esta abandonó la búsqueda de soluciones a través de la asistencia internacional y se dedicó a consolidar el control de los principales instrumentos de la política macroeconómica: el presupuesto, la moneda, los pagos internacionales y el tipo de cambio. La fortaleza emergente de la situación macroeconómica permitió formular una propuesta propia para resolver el problema de la deuda en default, que culminó exitosamente y, poco después, cancelar la deuda con el FMI.
La convergencia de las nuevas circunstancias y del rumbo de la política económica provocaron, en poco tiempo, un cambio radical del escenario macroeconómico y recuperar la seguridad jurídica demolida por la estrategia neoliberal. La respuesta de la oferta al repunte de la inversión y del consumo y al fortalecimiento de la competitividad de bienes transables, fue inmediata, permitiendo, en el tramo considerado, un aumento acumulado del PBI del 60%. La inflación se mantuvo en niveles manejables pero por encima del límite aconsejable del 10%.
Hacia finales de la década, en el transcurso del 2008 y de allí hasta la actualidad, comenzaron a acumularse una serie de problemas que interrumpieron la expansión del segundo tramo del decenio. En el frente macroeconómico, los incentivos iniciales del ajuste de la paridad y del sustantivo superávit primario en el presupuesto, comenzaron a debilitarse. El Banco Central mantuvo y mantiene una sólida posición de reservas internacionales, la capacidad de regular la situación monetaria y administrar el tipo de cambio. Pero el incentivo que otorga a la toma de decisiones de inversión, un tipo de cambio desarrollista (TCED) previsible, fue debilitándose paulatinamente. A su vez, el aumento del gasto público excedió el del crecimiento de los ingresos tributarios, con la consecuente reducción del superávit primario y el debilitamiento de la imagen de fortaleza de la situación fiscal. En sentido contrario, la nacionalización del régimen de previsión social permitió recuperar el control público de la sustantiva porción del ahorro interno que circula por el sistema jubilatorio. Esto fortaleció las finanzas públicas y, simultáneamente, plantea nuevos desafíos para la gestión de la política económica, la cual debe asegurar la inversión rentable de esos recursos, en la ampliación de la capacidad productiva, para afirmar la capacidad del sistema de satisfacer sus futuros compromisos.
Simultáneamente con estos cambios de la macro y, en parte vinculados a ellos, se acumularon en este tramo problemas de origen externo e interno. Entre los primeros, la monumental crisis financiera internacional inaugurada con la crisis de las hipotecas subprime del mercado norteamericano, propagada a la economía real a través de la contracción del gasto y el empleo en las mayores economías del mundo, con su consecuente impacto sobre el comercio internacional y los movimientos de capitales El contagio externo de la crisis mundial sobre el país se produjo por la baja de los precios internacionales de los commodities exportados y las expectativas negativas de la sociedad y los operadores económicos. Un hecho notable es que el contagio vía el sistema financiero fue insignificante. Desde el estallido de la crisis, la Argentina se financia con recursos propios y no descansa en el crédito internacional, por lo tanto la reducción del fondeo externo a los países emergentes no la afecta. Al mismo tiempo, el sistema bancario (en una economía de bajo nivel de crédito y, por lo tanto de deuda) se mantiene sólido, líquido, y solvente y sin descalce de monedas en sus operaciones activas y pasivas.

El cambio de tendencia en el tercer tramo de la década no se explica principalmente por los factores externos. La causa está, en primer lugar, en los acontecimientos internos, de frontera para adentro. Por un lado, el debilitamiento de la macro, ya señalado. Por el otro, problemas esencialmente políticos como el prolongado conflicto del campo con el Gobierno. Otro factor, éste de carácter accidental, la sequía, agravó el cuadro de situación. A su vez, la polémica sobre el INDEC y la credibilidad de las estadísticas ha enturbiado el análisis de los problemas y el debate político. En este escenario, el debate sobre cuestiones trascendentes, como por ejemplo la reforma del régimen previsional, los medios audiovisuales y la política energética adquiere un alto grado de virulencia que no contribuye a la solución adecuada de los problemas.

Esta acumulación de acontecimientos negativos interrumpió la expansión del segundo tramo de la década y provocó la fuga de capitales. Reaparecieron reacciones preventivas de la sociedad y de los operadores económicos frente a situaciones inciertas e imprevisibles. En los últimos 24 meses, salíeron alrededor de u$s 40 mil millones, equivalentes al 20% del ahorro interno y la totalidad del superávit comercial. A su vez, la baja de la inversión y el consumo, sumado al debilitamiento de las exportaciones por la crisis y la sequía, provocó la reducción del PBI y del empleo. Sin embargo, la economía continúa generando superávit en los pagos internacionales, no aumento de deuda, las finanzas públicas están menos sólidas pero siguen bajo control y la actividad, privada y pública se financia con ahorro interno.

Esta extraordinaria década, que concluye el año próximo, deja importantes mensajes que deben atenderse para consolidar el crecimiento del país y el desarrollo humano.

La primera de las lecciones confirma lo que ya sabíamos desde el retorno a la democracia en 1983. A saber, que por graves que sean los problemas y los conflictos, sólo podemos tramitarlos en el marco de la Constitución. En efecto, en el transcurso de la década, la democracia argentina resistió la renuncia de un presidente, una compleja transición política, la mayor crisis económica de nuestra historia, el contagio del descalabro del sistema financiero internacional, el enfrentamiento del ruralismo con el Gobierno, el cuestionamiento de las estadísticas oficiales, la reforma de los regímenes previsional y de los medios audiovisuales. Con mucho menos que esto, durante la mayor parte del siglo pasado, se desplomaron, varias veces, las instituciones de la República. Ahora no, el régimen resiste y todos los problemas deben abordarse dentro de las reglas de la Constitución. La década ratifica, por lo tanto, un avance extraordinario porque ningún proyecto de país es posible al margen de la ley.

Demuestra, además, otro hecho importante referido a la posibilidad actual de la democracia, de procesar los conflictos sin caos económico. En el pasado, las tensiones, en el momento de la transición de la presidencia de Raúl Alfonsín a la de Carlos Menem, culminaron en un gran desorden y la hiperinflación. Lo mismo sucedió, y mucho peor, al final del gobierno de la Alianza, con el estallido de la extraordinaria crisis del 2001/02. Es decir que, aun bajo gobiernos democráticos, las tensiones extremas culminaban en el caos económico y en un replanteo radical de las reglas del juego. Ahora no. Como hemos visto al analizar el tercer tramo de la década, es decir, la actualidad, todas las dificultades de origen interno y externo y la virulencia del debate no han provocado, por lo menos hasta ahora, el desorden del sistema. El Gobierno permanece, en efecto, en el comando de los ejes fundamentales de la macroeconomía, vale decir, el presupuesto, la moneda y el balance de pagos.
Estas son las enseñanzas generales de toda la década. A su vez, cada uno de sus tramos ofrece valiosas lecciones. El primero, la crisis del 2001/02, demostró la inviabilidad de la estrategia neoliberal, que predominó desde el programa del 2 de abril de 1976 hasta la debacle, es decir, un cuarto de siglo, el peor de la historia económica argentina. Sus principios de la magia del mercado y la perversidad inherente del Estado no se compadecen con el funcionamiento ordenado de las economías nacionales y del sistema mundial ni con el desarrollo de los países emergentes. El colapso de ese modelo en la Argentina se anticipó al ocurrido, en el orden global, con la gran crisis del sistema financiero y sus consecuencias en la economía real. El supuesto neoliberal de que el Estado es impotente para administrar las fuerzas del mercado y la globalización se ha derrumbado frente a la evidencia de que, las políticas públicas son el instrumento de última instancia para la estabilidad del sistema. El primer tramo de la década, ratificada por las consecuencias de la crisis mundial, demuestra que la Argentina se construye desde adentro hacia afuera, no a la inversa, y que el Estado es un protagonista esencial del desarrollo económico y social. Si aprendemos la lección, el neoliberalismo no vuelve más.

El segundo tramo proporciona otra evidencia importante. A saber, la capacidad del país de recuperarse y crecer con sus propios medios, sin pedirle nada a nadie y cancelando deuda. La Argentina cuenta, en efecto, con una gran variedad de recursos en un extenso territorio nacional (el octavo más grande del mundo) y una población de un respetable nivel cultural y capacidad de gestionar el conocimiento. Cuenta, también, con una elevada capacidad de ahorro, cercana al 30% del PBI, equivalentes a más de u$s 100 mil millones anuales. La forma en que se resolvió la crisis del 2001/02, el notable crecimiento del segundo tramo y la capacidad demostrada de gobernar la economía, es revelador de que es preciso vivir con lo nuestro, abiertos e integrados al mundo, en el comando de nuestro propio destino. Constituye otra lección que desautoriza la hipótesis neoliberal de la insuficiencia de recursos propios y la incapacidad del país, de crecer, sin la inyección de recursos desde el exterior.
La interrupción del crecimiento del segundo tramo y la situación actual, en el tercero, también arroja enseñanzas importantes. Frente a la crisis mundial, el hecho ya apuntado de la fortaleza de la economía argentina para resistir el impacto. Pero, al mismo tiempo, el debate sobre los problemas del país, demuestra que siguen abiertos dilemas históricos no resueltos. Es decir, ¿cuál es la estructura productiva compatible con el despliegue del potencial de recursos? y, vinculado a ella, ¿cuál es el estilo de inserción del país en el orden mundial? El debate en curso sobre el conflicto del campo, las relaciones con el FMI y el papel del Estado proporcionan evidencias elocuentes en la materia.
En torno de las retenciones y otros diferendos entre el Gobierno y la Mesa de Enlace, ha vuelto a plantearse que la cadena agro industrial alcanza para generar empleo y bienestar para toda la población. Es decir, el proyecto de Argentina “granero del mundo”. El sector es fundamental pero emplea sólo 1/3 de la fuerza de trabajo. Al mismo tiempo, un sistema productivo especializado en la explotación de los recursos naturales, es incapaz de incorporar plenamente las transformaciones impulsadas por la ciencia y la tecnología. En consecuencia, con el campo no alcanza para conformar una economía próspera de pleno empleo y bienestar.
Este proyecto concibe la economía argentina como un segmento del mercado mundial y no un sistema nacional de relaciones económicas y sociales, vinculado al orden global, pero organizado conforme sus propios objetivos. Implica una inserción del país en la división internacional del trabajo en cuanto abastecedor de alimentos y productos primarios. La evidencia histórica y la actual, la nuestra y la ajena, revela que ese modelo es incompatible con la gestión del conocimiento y el desarrollo económico. Conduce al desequilibrio de los pagos internacionales y a la necesidad del financiamiento externo como fuente principal de la acumulación. De este modo, los criterios de los mercados se instalan, nuevamente, como ejes organizadores de la política económica. En el debate actual está presente la propuesta de país “granero del mundo” y la urgencia de “volver” al FMI y a los mercados financieros. En el mismo escenario, el Estado debe limitarse a mantener el orden público, no interferir en los mercados y, en el mejor de los casos, paliar a través de la asistencia social la pobreza extrema. Aunque la evidencia histórica es concluyente sobre las consecuencias de esta estrategia, visiones tradicionales, arraigadas en prejuicios y/o intereses, continúan insistiendo en que es el único camino realista y viable de desarrollo del país y su inserción en el mundo.
La única estrategia consistente con la gestión del conocimiento y una relación simétrica no subordinada con el orden mundial, es la formación de una estructura productiva integrada y abierta, fundada en el agregado de valor a los recursos naturales y en un sistema industrial, diversificado y complejo, que incorpora las actividades de frontera tecnológica, incluida la producción de bienes de capital. Tal estructura se vincula a la división internacional del trabajo en un modelo de especialización intraindustrial, a nivel de productos y no de ramas. El principal indicador revelador del nivel de una estructura productiva es el contenido tecnológico de sus exportaciones e importaciones. Como sucede en todas las economías desarrolladas y las emergentes más exitosas, ese balance es superavitario en el intercambio con las economías periféricas especializadas en las exportaciones primarias y equilibrado en el comercio con otras economías avanzadas. Cuando se verifican tales condiciones, los países tienen sólidos equilibrios macroeconómicos, solvencia, posiciones superavitarias o niveles manejables de deuda y, en consecuencia, el comando de su propia política económica.
La Argentina nunca logró establecer, a largo plazo, una estrategia para formar una estructura productiva integrada y abierta, tal cual lo hicieron, desde el despegue de su desarrollo, países con gran dotación de tierras fértiles, como Canadá y Australia, en los cuales, desde sus orígenes, el acceso a la propiedad de la tierra fue mucho más amplio que en la Argentina. Esta indefinición sobre la estructura productiva viable en la Argentina contribuyó a la prolongada inestabilidad política del país, a los cambios radicales de estrategia económica y a la repetición de graves desórdenes macroeconómicos, dos de cuyas principales manifestaciones fueron la inflación y el endeudamiento externo excesivo.
El cambio de paradigma de política económica permitió la salida de la crisis del 2001/02 e imprimió un nuevo protagonismo al Estado que incluye la administración de los precios relativos, vía retenciones, subsidios y otros medios. El énfasis de los pronunciamientos del Gobierno en favor de la economía real y la producción inclinó la balanza hacia la formación de una estructura integrada y abierta. Sin embargo, los contenidos de tal estrategia no fueron suficientemente aclarados. El resultado fue el debilitamiento de los factores determinantes de la recuperación, un debate económico que reedita el viejo dilema histórico aún no resuelto y alineamientos políticos que no terminan de configurar la coalición mayoritaria necesaria. Indispensable para sustentar la formación de una estructura productiva integrada y abierta, que es la única capaz de erradicar la pobreza y promover el desarrollo y la equidad. Es preciso, por lo tanto, continuar explorando las enseñanzas de esta extraordinaria década de la economía argentina y sus mensajes.
Hemos visto, en las notas anteriores, la trayectoria de esta extraordinaria década de la economía argentina y cuáles son sus enseñanzas. Observamos cómo, en este decenio, la Argentina revivió sus problemas históricos. La década volvió a registrar el comportamiento pendular de la política económica entre el modelo neoliberal y el proyecto de conformar una estructura económica avanzada. Como en el pasado, su desplazamiento, en uno u otro sentido, reflejó el hecho de que ninguno de los modelos alternativos llegó a conformar, desde la crisis de 1930 hasta la actualidad, las condiciones políticas necesarias para sustentar su permanencia a largo plazo.
La existencia de un proyecto hegemónico de desarrollo económico es esencial para la estabilidad del sistema. Entre la Organización Nacional y la caída de Yrigoyen en 1930 existió un modelo agroexportador, no cuestionado por el resto de la sociedad, fundado en los intereses de los dueños de la tierra y la relación privilegiada con la potencia central de la época, Gran Bretaña. En ese contexto, el sistema político transitó, sin interrupciones desde la presidencia de Mitre hasta 1930, bajo el régimen constitucional, incluida la reforma electoral de 1912. La debacle económica mundial de los años ’30 puso fin al modelo agroexportador y, con él, se desplomaron las instituciones de la República.
Bajo los gobiernos del fraude en la década del ’30 y principios de los ’40, la dictadura de 1976-1983 y constitucional de la década de 1990, se configuraron las condiciones políticas que sustentaron diversas variantes del modelo agroexportador, preindustrial y, en sus dos últimos períodos, de predominio de la especulación financiera. La especulación financiera adquirió un protagonismo decisivo dentro del régimen neoliberal como consecuencia de la globalización financiera y la vulnerabilidad de la densidad nacional.
En sus versiones posteriores a 1976, la virulencia del modelo fue tal que interrumpió los procesos previos de acumulación a través del desmantelamiento industrial y del sistema nacional de ciencia y tecnología. Al mismo tiempo, la extranjerización indiscriminada de los sectores fundamentales de la economía y el endeudamiento sin límite demolió el poder de decisión nacional y redujo al país a la posición de suplicante de la ayuda externa.
En términos estrictamente económicos, el modelo neoliberal es inviable como cauce de puesta en marcha de los procesos de acumulación inherentes al desarrollo, la creación de capacidad de gestión del conocimiento, la inserción viable del país en el orden mundial y los equilibrios macroeconómicos. Tampoco es, en la actualidad, políticamente viable, al menos en los mismos términos. Es inconcebible, ahora, la repetición del fraude o la instalación de un gobierno de facto, como bases de sustentación del modelo. La única alternativa posible, a esta altura poco probable, sería la repetición de la extraordinaria coalición política bajo el gobierno de Menen, de alianza entre un gran partido popular con los intereses neoliberales. En resumen, el neoliberalismo, en la actualidad, podría imponerse en condiciones de incertidumbre política, como sucedió, por ejemplo, bajo el gobierno de la Alianza, pero nunca sostenerse sobre bases estables en el largo plazo. En otros términos, el neoliberalismo puede provocar efímeros “golpes de Estado económico”, pero no asumir el comando de la política económica en el largo plazo. Las mismas consecuencias de su estrategia concluyen por eliminar cualquier posibilidad de sustentabilidad política.
El único modelo compatible con la gestión del conocimiento y la inclusión social es el fundado en una estructura económica avanzada, integrada y abierta. Sólo sobre esas bases es posible la puesta en marcha de procesos de largo plazo de acumulación de tecnología, capital, capacidad de administración de recursos y despliegue del potencial disponible, a niveles crecientes de empleo y productividad. Este modelo es intrínsecamente sustentable en el largo plazo porque genera desarrollo económico y empleo, moviliza la participación de todos o la mayor parte de los actores sociales y distribuye sus frutos con suficiente amplitud. Por las mismas razones, el modelo es intrínsecamente viable también en el plano político porque, en principio, debería contar con el concurso de las mayorías.
En estas materias, la experiencia internacional es concluyente. Sólo han alcanzado altos niveles de desarrollo los países con estructuras integradas y abiertas. En la actualidad, la estrategia de los países emergentes de mayor tasa de crecimiento consiste, precisamente, en gestionar el conocimiento y poner en marcha el proceso de acumulación por tres vías principales, a saber: incorporar las actividades de frontera tecnológica, capacitar los recursos humanos y establecer una relación profunda entre los sistemas nacionales de ciencia y tecnología y la producción de bienes y servicios. En todos los países desarrollados y emergentes, predomina un bloque hegemónico de intereses asociado con la estructura productiva diversificada y compleja. En ninguno predominan los actores vinculados a la explotación de los recursos naturales y las estructuras preindustriales. En tales condiciones, los sistemas políticos son lo suficientemente estables para sostener, a largo plazo, las políticas de transformación.
En el caso argentino, nunca se logró formar una coalición predominante de intereses y grupos sociales asociados con la transición, desde el modelo agroexportador hasta la economía integrada y abierta, ni tampoco, consecuentemente, formaciones políticas mayoritarias y estables que sustentaran la transformación o, al menos, alternativas de poder no incompatibles con tales fines. El peronismo histórico, el radicalismo desarrollista y los gobiernos de Illia y Alfonsín fueron portadores, de diversas maneras, de intenciones nacionales de desarrollo. Incluso, bajo un gobierno de facto, entre la segunda mitad de 1970 y principios del ’71, se formuló e instrumentó una estrategia de argentinización y desarrollo integrado de la economía nacional. Ninguna de esas experiencias logró consolidarse en el tiempo y formar un conjunto hegemónico de visiones e intereses vinculado a la formación de una economía avanzada. En ausencia de las bases necesarias de sustentación política, esas experiencias concluyeron en medidas híbridas o, lisa y llanamente, como en 1976 y 1989, en el implante de la estrategia neoliberal.
En esta perspectiva, se advierte que los problemas del tercer y final tramo de esta década reviven los dilemas históricos. Uno de ellos es la inclusión del “campo” en el proceso de transformación. Como sucedió en otros grandes productores agropecuarios que son, al mismo tiempo, economías industriales avanzadas (los Estados Unidos, Canadá y Australia), es preciso insertar los intereses rurales en la nueva estructura, asumiendo un rol de creadores de riqueza no hegemónico pero protagonistas dentro de un sistema productivo integrado y complejo. El insuficiente y frustrado desarrollo industrial del país y la ausencia de una coalición hegemónica de actores sociales e intereses asociados a la nueva estructura, mantuvo a buena parte de la dirigencia ruralista, replegada en la pretensión de su antigua posición dominante y de su protagonismo en un país “granero del mundo”. De este modo, gran parte del sector apoyó y apoya la estrategia neoliberal, como sucedió en el régimen de facto 1976-1983 y en la década de 1990.
En consecuencia, en la actualidad vuelve a replantearse la viabilidad del sistema agroexportador como estrategia de desarrollo económico, como si fuera posible volver a las condiciones vigentes antes de la crisis de 1930. La propuesta es fortalecida por la capacidad, de gran parte del sector agropecuario, de asimilar las tecnologías de frontera y lograr un aumento notable de los rendimientos y la producción. Contribuye, también, la expansión de la demanda de alimentos y materias primas generada en el acelerado crecimiento de China y otras economías de la Cuenca Asia-Pacífico. Aun así, el “campo”, toda la cadena agroindustrial y sus eslabonamientos con otros sectores, emplea un tercio de la fuerza de trabajo. Con el campo no alcanza.
Otro problema que vuelve del pasado es la dispersión de los actores sociales e intereses que son partícipes necesarios y destinatarios de la transformación de la estructura productiva, en expresiones políticas antagónicas enfrentadas por cuestiones diversas, muchas de las cuales son ajenas a los problemas profundos de la transformación necesaria. Se ingresa así en escenarios de crispación política que agravan la situación económica. Cuestiones de esta naturaleza son el conflicto del campo con el Gobierno, el debate sobre la confiabilidad del INDEC, los alcances y el estilo de intervención del Estado y la virulencia con la cual se tratan reformas importantes, como las del régimen de previsión social y de medios audiovisuales.
Esta acumulación de problemas, agregada al impacto de la crisis mundial, factores accidentales como la sequía y la gripe, junto al debilitamiento de la situación macroeconómica, contribuyó al cambio de las tendencias de la economía entre el segundo tramo de la década y el tercero, es decir, la actualidad. En este escenario, vuelve a surgir la estrategia neoliberal con planteos como acordar con el FMI para “volver a los mercados”, unificar sin retenciones el tipo de cambio y dejarlo flotar hacia su libre paridad de equilibrio, reducir el protagonismo de las políticas públicas y dejar libradas las relaciones económicas externas al libre juego de las fuerzas del mercado. Confrontamos, pues, la alternativa frente a la cual estábamos en plena crisis del 2001/2002. Vale decir, volver a la estrategia neoliberal o actualizar y fortalecer la política de signo nacional que permitió, en el segundo tramo de la década, la notable recuperación de la economía argentina y un posicionamiento no subordinado en el escenario internacional.

*Aldo Ferrer combinó sus actividades universitarias y ensayísticas con la gestión pública desde 1958, cuando fue ministro de Economía y Hacienda en la provincia de Buenos Aires, durante la gobernación del entonces radical intransigente Oscar Alende.
Fue ministro de Obras y Servicios Públicos de la Nación, y luego de Economía y Trabajo, en 1970-1971, tras desempeñarse como primer secretario de (CLACSO) Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.
Volvió a la gestión estatal en 1983-1987, cuando presidió el Banco de la Provincia de Buenos Aires. Su nombre, sin embargo, aparece desde 2001 invariablemente ligado con el Plan Fénix, diseñado por un conjunto de expertos de la UBA. Director Editorial de Buenos Aires Económico.
Colaborador de nuestra Institución y autor de varios artículos de la revista Realidad Económica.

[color=336600]Fuente:El argentino - 22.10.2009[/color]

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