Retomar el ciclo progresista
El retroceso de las políticas populares que atravesaron América Latina en los comienzos del siglo XXI obliga a replantear la cuestión de los sujetos del cambio social ante los cambios operados en las sociedades por el capitalismo financiero.
Una investigación reciente realizada en un barrio pobre de la ciudad de San Pablo por la Fundación Perseu Abramo, vinculada al Partido de los Trabajadores, provocó un intenso debate tanto en la izquierda como en la derecha brasileña. A grandes rasgos, los investigadores, después de haber oído a decenas de personas que habían dejado de votar al PT, señalaban las adhesiones de los entrevistados al ideario liberal. Para la mayoría, las importantes transformaciones sociales logradas en los gobiernos de Lula y Dilma Rousseff (2003-2016) se debían fundamentalmente al esfuerzo personal de cada uno y no a las políticas de Estado, entidad considerada por gran parte de los participantes como “enemigo”.
Esas conclusiones, entre otras con sesgos similares, aparecen pocos meses después del golpe parlamentario que derribó a la presidenta Rousseff y semanas después de la derrota electoral del PT y de las izquierdas en las elecciones municipales de octubre de 2016.
Está claro que se pueden cuestionar los presupuestos teóricos de la investigación, su metodología, la coyuntura en la que fue hecha, su lectura y, sobre todo, su alcance y significación. Pero ella es sintomática. Estudios anteriores realizados por Data Popular, y algunos análisis sobre el significado de las manifestaciones de junio de 2013, iban en una dirección semejante y anticipaban dudas sobre el impacto político e ideológico que los gobiernos del Partido de los Trabajadores habían producido en la sociedad brasileña, especialmente sobre aquellos segmentos beneficiados por sus políticas.
La cuestión cobraba mayor importancia aún en la medida en que ese fenómeno no se limitaba a Brasil. En otros países de América del Sur, gobiernos progresistas enfrentaban dificultades parecidas en su relación con sectores y movimientos de la sociedad que antes los habían apoyado. Se fortalecía, así, la idea de una crisis de la izquierda en la región, proporcionando argumentos adicionales a las tesis sobre el probable “fin de ciclo” de los gobiernos transformadores que predominaron en América del Sur en los quince primeros años del siglo XXI.
¿Quién genera el cambio social?
Entre celebraciones de la derecha y perplejidades de la izquierda, se abre una discusión esencial para las fuerzas progresistas en el continente, ya que involucra un debate sobre los sujetos de las transformaciones sociales y políticas.
La problemática sobre el papel de los trabajadores en el cambio social tiene una larga historia. Comienza por la descalificación de la vocación revolucionaria de segmentos de las clases trabajadoras en los países imperialistas en el comienzo del siglo XX. La existencia de una “aristocracia obrera”, que en aquella coyuntura explicaría la “pasividad” de los trabajadores, cuando aparentemente estarían dadas las condiciones para una revolución proletaria.
Décadas más tarde, en la emergencia de la tercera revolución industrial, que acarreó importantes transformaciones en el proceso de trabajo capitalista (ver Benjamin Coriat, por ejemplo), y en la conciencia de clase de los trabajadores (Gorz o Marcuse), ganarían relevancia las tesis sobre la pérdida de la centralidad del proletariado en los cambios sociales y políticos.
Con el fin de los “gloriosos años treinta” en Europa y en medio de la crisis del Estado de Bienestar social, tanto los partidos comunistas, sobre todo después de la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, como la socialdemocracia, en su deriva neoliberal, debieron enfrentar una fuerte erosión de sus bases sociales tradicionales, cuando no el desplazamiento de vastos segmentos de trabajadores hacia la derecha, o lo que es peor, hacia la extrema derecha.
Es evidente que las circunstancias históricas europeas y latinoamericanas son distintas. Pero en uno y otro caso está presente una misma y crucial pregunta: ¿cuál es hoy el sujeto de las transformaciones sociales por los cuales las izquierdas siempre lucharon y luchan todavía? Y por supuesto la pregunta que precede: ¿cuál es la naturaleza y asimismo el ritmo de esas transformaciones?
En una América Latina en cuyo pasado, salvo honrosas excepciones, no prosperó suficientemente el pensamiento revolucionario, se abrió un espacio importante para reflexionar sobre estos problemas, sobre todo a partir de los años sesenta.
La Revolución Cubana de 1959 tuvo un profundo impacto sobre los partidos comunistas latinoamericanos, en la mayoría de los casos frágiles y poco influyentes. Sin admitirlo explícitamente, los PC de la región habían transitado desde las políticas tardías del Frente Popular, principalmente en la inmediata post Segunda Guerra Mundial, influenciados por Earl Browder, hacia una orientación supuestamente revolucionaria, amparada en la narrativa construida a partir de la victoria de la Revolución China de 1949. Esta orientación defendía una revolución anti-imperialista, agraria y democrática, sustentada por un bloque de cuatro clases –el campesinado, el proletariado, la pequeña burguesía y la burguesía nacional–. Más tarde, en sintonía con el vuelco dado a partir del XX Congreso del PCUS y con las tesis sobre la “coexistencia pacífica”, ese movimiento explicitaría la necesidad de esa “etapa democrática” que abriría el camino hacia un futuro socialista. El sujeto de ese proceso sería aquel bloque de cuatro clases, hegemonizado en teoría por el proletariado y bajo la conducción de los partidos comunistas.
La narrativa cubana de su revolución, movimiento imprevisto como casi todas las revoluciones, avaló fuertemente ese canon. Ella no se apoyaba en amplias referencias teóricas previas. Se asentaba en los ejemplos y en las lecturas que de ellas hacía Guevara en sus escritos, Fidel en sus discursos, y más tarde Regis Debray en la exégesis del proceso.
Lo que trascendía del ejemplo cubano, en esa narrativa, era la estrategia de una revolución que enfrentaba al mismo tiempo al imperialismo, el latifundio y la burguesía nacional. Ese enfrentamiento sería armado y conducido por un núcleo político-militar cuya acción tendría una fuerza ejemplar para el conjunto de la sociedad. La resistencia inicial de la mayoría del PC cubano (llamado Partido Socialista Popular) al movimiento ponía en evidencia la irrelevancia, por decir lo mínimo, de las anteriormente celebradas vanguardias. No por casualidad, en los dos grandes eventos internacionales en que Cuba buscó articular una nueva corriente revolucionaria mundial –la Tricontinental y la OLAS– compareció una nueva izquierda y las posiciones y los dirigentes de los Partidos Comunistas estuvieron políticamente ausentes, con la excepción de Rodney Arismendi, el hasta cierto punto heterodoxo secretario general del PC uruguayo
Los acontecimientos de Cuba hicieron creer que la revolución había ganado de nuevo actualidad en el continente. Ellos marcaron toda la América Latina. Escindieron partidos comunistas e inclusive organizaciones llamadas “populistas” dando nacimiento a disidencias como las del peronismo revolucionario en Argentina, de los grupos nacionalistas en Brasil, del APRA Rebelde en Perú, de los distintos disidentes de la Acción Democrática (AD) en Venezuela, por citar sólo algunos casos.
El relato de casi todos estos grupos (la “estrategia”, para permanecer en consonancia con la formulación militar) apuntaba básicamente hacia un proceso revolucionario ininterrumpido, sin “etapas”, realizado esencialmente por la fuerza de las armas, dirigido por una vanguardia político-militar que reemplazaba en la práctica, no en la teoría, a los verdaderos sujetos.
A pesar de haber sido derrotada en toda América Latina (años sesenta y setenta), la estrategia derivada de la Revolución Cubana persistió por largo tiempo, inclusive en el periodo en que la contrarrevolución se impuso en varios países, sobre todo en el Cono Sur del continente.
Los impasses del nacional-desarrollismo y los golpes militares que siguieron en muchos países, sobre todo en el Cono Sur, fueron vistos por algunos como la expresión de una crisis final del capitalismo en la región. “Socialismo o fascismo”, se proclamó muchas veces para expresar la nueva disyuntiva que supuestamente empezaba a vivir el continente. Se trataba, sin embargo, de un doble equívoco.
La contrarrevolución que se instaló en la región fundaba el capitalismo en muchos países, preanunciando la ola neoliberal que, originariamente implantada en el Chile de Pinochet, se expandiría poco a poco en otros países. Esa refundación capitalista venía acompañada de una reconfiguración de la estructura social en muchos países. Las clases trabajadoras tradicionales habían sido desarticuladas, al mismo tiempo que sus partidos, sindicatos y movimientos eran sometidos a una fuerte represión. Si el Chile posterior a la importante experiencia del gobierno de Salvador Allende fue el ejemplo clásico de esa nueva situación, la excepción sería Brasil, donde militares nacionalistas trataban de combinar un fuerte crecimiento económico, socialmente excluyente, con represión, fortaleciendo, contra sus intenciones, a los “sujetos” –en especial la clase obrera industrial– que tendrían un papel importante en la transición a la democracia.
Pero no era el socialismo lo que estaba en juego. Las transiciones ponían en el orden del día reivindicaciones de democracia política, económica y social en el marco del capitalismo.
La mayoría de las transiciones de los años ’80-’90 no fueron capaces, sin embargo, de construir instituciones democráticas sólidas, menos aún de enfrentar los graves problemas sociales que los ajustes conservadores profundizaban. La consecuencia sería una fuerte reacción popular que impulsó la onda progresista de los primeros años del siglo XXI.
Potencialidades del populismo
Transcurrida una década y media del inicio de este ciclo y ante las vicisitudes que las fuerzas de izquierda tuvieron que enfrentar en la mayoría de los países de la región donde se establecieron gobiernos progresistas, se formulan cada vez más preguntas sobre las razones de las dificultades actuales y sobre el papel de los trabajadores en el proceso.
Es en este punto donde emergen con cierta frecuencia análisis sobre la fragmentación de las clases trabajadoras, consecuencia de las transformaciones estructurales del capitalismo periférico, como explicación definitiva de la fragilización de la base social de los gobiernos progresistas. Todo sucede como si las izquierdas, y los gobiernos que ellas integran o apoyan, tuvieran que hacer una revisión radical de sus tesis, especialmente sobre los actores de las transformaciones, pero también sobre la naturaleza misma de esas transformaciones. Es evidente que las izquierdas se confrontan hoy con grandes cambios, resultantes de las transformaciones del capitalismo global, pero también de factores endógenos, entre ellos los efectos que su propia acción gubernamental provocó. En esa revisión teórico-política surge, a veces, la tentación conservadora de descalificar a las clases trabajadoras como posibles agentes de transformación. Más que eso, se cuestionan las propias transformaciones. Esa tentación no es nueva.
En el pasado, y aún hoy, las políticas revolucionarias tuvieron dificultades para convivir teórica y prácticamente con las clases trabajadoras que no presentaban la “pureza” sociológica de los manuales. Ellas aparecían como exageradamente “heterogéneas” o integradas por segmentos de “lumpen proletariado” y por otras capas “marginales”.
Por otro lado, un supuesto “acomodamiento” de la clase obrera proporcionaba argumentos a quienes privilegiaban a los más excluidos de nuestras sociedades: los “condenados de la tierra”.
Estos argumentos –de la derecha, pero también de la izquierda– crearían las bases para la crítica al “populismo”, fenómeno político presentado muchas veces como una especie de falsa conciencia de un proletariado de reciente extracción rural, fascinado por líderes carismáticos y por la movilidad social a cualquier precio, o aun más, emparentado con el fascismo, como en los análisis de Gino Germani.
Sin embargo, la naturaleza y la evolución de nuestro capitalismo periférico pueden explicar de otra manera el surgimiento y el papel que históricamente desempeñaron esos segmentos plebeyos de nuestras sociedades, como hicieron Miguel Murmis, Juan Carlos Portantiero y otros que focalizaron sobre el fenómeno de los “cabecitas negras”, o sobre los “batalhadores” o la “rale” (chusma) brasileños. En todos los casos –y son muchos– se verifica en esos contingentes una extraordinaria disposición de movilidad social ascendente, que se puede realizar de forma individualista y conservadora o por medio de procesos colectivos y solidarios. Por lo tanto, en lugar de una hoy improbable revolución permanente, o de una recaída social-liberal, se abre el espacio para la invención de un proceso permanente de reformas, con las cuales el propio capitalismo realmente existente tenga dificultades para convivir y, por esa razón, pueda ser desestabilizado, dando lugar a transformaciones importantes.
Capitalismo e ilegalidad
La respuesta neoliberal a la crisis del capitalismo, especialmente después de 2008, en la medida en que fortalece su dimensión financiera y concentradora, es cada vez más agresiva. Las resistencias que encuentra en la sociedad provocan la utilización creciente de soluciones autoritarias, propias de un Estado de excepción y que hieren la institucionalidad misma que las clases dominantes dicen haber creado y defender.
“La legalidad nos mata”, había dicho ya el conservador Odilon Barrot, al sentirse amenazado por el ascenso del proletariado en la Francia del siglo XIX. La atracción por el Estado de excepción por parte de las burguesías fortalece la dimensión democrática de la lucha de los trabajadores. La defensa de la soberanía popular –esencia de la democracia– es cada vez más importante. De la misma forma, la renuncia de un efectivo proyecto nacional de desarrollo por parte de las actuales clases dominantes entrega centralmente a los trabajadores la defensa de la soberanía nacional. Por no haber entendido esa problemática, fuerzas liberales y progresistas sufrieron recientemente importantes derrotas electorales frente a propuestas de extrema derecha, como ocurrió en el Reino Unido y en los Estados Unidos. Lo grave es que esas propuestas regresivas hayan contado con la adhesión de amplios segmentos populares.
Si es cierto que los hombres hacen la historia sobre la base de condiciones económicas, sociales, políticas y culturales previamente dadas, no es menos cierto que la historia es construcción colectiva. Si así no fuera, estaría consagrado un marxismo vulgar, según el cual la política y la acción que lo acompañan no pasarían de ser un teatro de sombras que reflejaría un drama cuya existencia real estaría en las estructuras del capitalismo, como si esas estructuras no fuesen determinadas también por la lucha de clases.
Teniendo claro que la revolución de los años sesenta no estaba más en el orden del día, los gobiernos y partidos progresistas siguieron el camino de reformas inclusivas. Pero no fueron capaces, en la mayoría de los casos, de impulsar un reformismo fuerte, para retomar una expresión cara a la izquierda italiana, capaz de dar permanencia, continuidad y sustentabilidad política a las importantes transformaciones en curso.
El mal no está en hacer reformas y dejar de “hacer la revolución” o esperar por ella una eternidad, limitándose al ejercicio crítico del capitalismo o de los desvíos de las izquierdas. El problema está en no inscribir un proceso de reformas en una visión de largo plazo de transformación social, política y cultural, capaz de movilizar a una sociedad que no puede ser reducida al papel de espectadora. Es el lazo constante de gobiernos y partidos con la sociedad el que impide una lectura individualista y conservadora de las transformaciones en curso, como ha aparecido en muchas investigaciones.
No vivimos más en aquel mundo donde los trabajadores y sus organizaciones constituían lo que Annie Kriegel llamó “contra-sociedad”, una especie de atmósfera política y cultural distinta y separada del universo burgués. Nunca, como ahora, las ideas dominantes pasaron a ser las ideas de las clases dominantes, en función de los instrumentos totalizantes (o tal vez totalitarios) que las burguesías empezaron a tener a nivel global. Todo ello hace de la lucha por la hegemonía política y cultural una batalla extremadamente compleja y permanente, pero sin duda absolutamente necesaria.
El hecho de que en los días que corren las clases trabajadoras latinoamericanas no visualicen su emancipación como resultado necesario e inmediato de una ruptura con el orden económico vigente no implica que ellas se hayan transformado en aliadas de un proyecto que se revela globalmente cada vez más concentrador de riqueza y autoritario a escala mundial. El capitalismo financiero, más de lo que fue en el pasado, no se limita a la explotación y desvalorización creciente del mundo del trabajo. Se revela igualmente racista, misógino y oscurantista. Se amplía, así, el espectro de contradicciones y, también, de enfrentamientos con ese proyecto que, cada día que pasa, retira la esperanza del horizonte de la mayoría de los pueblos del mundo.
Se trata de conocer mejor ese proyecto en acelerado cambio, no sólo por imperativo ético e intelectual, sino también por necesidad política. Pero reunir esas dos dimensiones –teórica y práctica– es una iniciativa que tiene como punto central la aproximación, cada vez mayor, de los intelectuales con aquellos que viven esas nuevas situaciones y en cuyas manos está la responsabilidad de retomar, criticar y profundizar el ciclo progresista que marcó a América Latina en este inicio de siglo y que tantas esperanzas suscitó aquí y fuera del continente.
Los sujetos de las transformaciones no existen tan sólo en la teoría, no se deducen de las “estructuras”. Ellos se construyen en su accionar, en la lucha de clases. Ese es el desafío al que se enfrenta el progresismo latinoamericano.
Le Monde Diplomatique Nº 217 - Junio de 2017