El dragón que dejó de ser un mito

Ariel Slipak


La pandemia pone en agenda la disputa por la hegemonía global entre Estados Unidos y China, pero también la expansión de una encrucijada asimétrica y dependiente del país oriental con América Latina. El dragón, que hoy se muestra generoso enviando sus médicos a Italia, el día después del COVID-19 seguro intentará “rescatar” la economía argentina y profundizar, así, el flujo de préstamos e inversiones. Cómo retomar esa discusión en una clave de lectura diferente a la actual.

Hasta hace unas semanas el nombre de la lejana ciudad de Wuhan, en la provincia de Hubei, nos resultaba desconocido por completo a pesar de que casi todas las personas en Argentina conviven con productos fabricados en la República Popular de China (RPCh), al punto tal que una parte importante de las bombillas de mate que se comercializan en el país son de origen oriental.

Hoy no solo hablamos con naturalidad sobre Hubei. Sabemos que allí el Partido Comunista de China dispuso la cuarentena de 56 millones de personas. Hemos escuchado sobre los drones que perseguían a las personas que violaban los protocolos en las calles de Shangái. Y estamos al tanto del uso del Big Data y aplicativos de control social que el gobierno usa para efectivizar la cuarentena, como así también del debate sobre la veracidad de los datos sobre el número fallecidos. Mientras nos enteramos de las políticas llevadas adelante por Xi Jinping para controlar la pandemia, empezamos a ver en los medios de comunicación las preocupaciones en el ámbito local: las espectaculares caídas de las bolsas y el desfile por televisión de economistas que explican las consecuencias del estancamiento chino la Argentina.

Pero si vamos un poco más allá de lo que sucedió en los últimos días, la pandemia pone en agenda otros dos temas igual de centrales: la disputa por la hegemonía global entre Estados Unidos y China y la expansión de un vínculo asimétrico y dependiente de América Latina (y Argentina en particular) con el país oriental. Finalizada la lucha contra el COVID-19, ambas discusiones deberán retomarse en una clave de lectura diferente a la actual.

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En medio de las miles de muertes por el COVID-19 en China y Estados Unidos, ambos gobiernos desataron una guerra de declaraciones y de teorías conspirativas sobre el origen del virus. El fuego cruzado incluyó desde mensajes de texto que exponían un supuesto complot oriental para derrumbar las acciones de importantes empresas occidentales y luego poder adquirirlas a precios reducidos, hasta versiones de que Estados Unidos había implantado el virus en China con el propósito de frenar su avance económico y tecnológico. Estas muestras de beligerancia no se limitaron a simples rumores sino que siguieron vías institucionales. Zhao Lijian -vocero de la cancillería de la RPCh- llegó a argumentar que soldados del ejército estadounidense habían diseminado el virus en octubre de 2019 en Wuhan. Y del otro lado, Donald Trump e integrantes de su gabinete insistieron una y otra vez en llamar “virus chino” al COVID-19, promoviendo la xenofobia y la violencia hacia la población de origen chino radicada en EE.UU.

Esta batalla de declaraciones, que tiene sus antecedentes inmediatos en la supuesta “guerra comercial” iniciada por Donald Trump para frenar el avance de las industrias chinas en áreas estratégicas como el 5G y el uso de big data, es tan solo la manifestación de una disputa por la hegemonía global entre las dos grandes potencias que se remonta décadas atrás.

Desde los inicios de las políticas de reforma y apertura liderados por Deng Xiaoping –quien ejerciera el liderazgo político de la RPCh tran la muerte de Mao Tse Tung- a partir de 1978, ambos países mantuvieron una relación tensa y a la vez simbiótica. En ese entonces, las firmas occidentales migraron una enorme cantidad de procesos productivos hacia China, atraídas por el control que el propio partido gobernante tenía (y tiene) sobre los sindicatos y la clase trabajadora. Pero también lo hicieron con la esperanza de salvación del capitalismo en este país, ya que el sistema no solo incorporaba una gran masa de trabajadores sino también potenciales consumidores.

La sobreexplotación de la clase trabajadora en China explicó hacia finales del siglo XX el incremento de la tasa de ganancia de varias empresas occidentales a nivel global, e incluso el abaratamiento de la canasta de consumo en el propio territorio estadounidense. Este esquema es el que en Estados Unidos sostuvo el denominado American Way of life y permitió que sus estratos de ingresos medios y bajos pudieran “pagar la hipoteca”, aun al precio de desmantelar su propio entramado industrial. Cuando este esquema dejó de funcionar hacia el 2008 se produjo un lógico rechazo. De hecho la sino-fobia fue uno de los ejes centrales de la campaña electoral de Donald Trump para alcanzar la presidencia.

Del otro lado del Pácifico, la conversión de China en una factoría global aumentó su población urbana, incrementó la esperanza de vida y la transformó en una gran demandante de recursos primario-extractivos. Ilustra estos cambios productivos que en el año 2000 China producía el 8,6% del acero del planeta, y en 2015 dicho porcentaje se elevó al 49,6%.[1] Al analizar estos cambios económicos, no sorprende que su sistema político haya establecido condicionalidades de transferencia tecnológica y logrado que capitales de su país ganaran protagonismo en actividades y procesos productivos intensivos en el uso de conocimiento y tecnología

Hacia inicios del siglo XXI China se embarcó en la denominada “Go Out Policy”, una política agresiva de emisión de Inversión Extranjera Directa (IED) orientada a la compra de firmas occidentales propietarias de patentes o que controlan procesos productivos claves, y al abastecimiento de recursos primario-extractivos necesarios para garantizar la seguridad alimentaria y energética. Tal ha sido su relevancia que hacia el año 2000 China era el trigésimo tercer emisor global de flujos de IED (explicando tan solo el 0,07% del total) mientras que para 2018 resultó el segundo con un 12,8%. Hoy es la segunda economía del planeta, así como la primera exportadora y la segunda importadora global de manufacturas. Por si fuera poco, también es el principal tenedor de reservas internacionales y el primer prestamista del tesoro de EE.UU

El poderío de la RPCh no se remite solo las aristas productivas, comerciales y financieras. Además de ser miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, mantiene el segundo presupuesto militar del planeta –detrás de Estados Unidos-, y si bien cuenta con un solo portaaviones operativo, tendría una flota de siete para el año 2025.

Gran parte de estas problemáticas se relacionan con que China es el principal consumidor global de energía y posee una matriz basada en carbón. De hecho es el principal emisor de dióxido de carbono (aunque desde ya sus cifras per cápita aún se encuentren muy alejadas de EE.UU. y los países de Europa Occidental)

En el orden interno, China se enfrenta a otro tipo de problemas. Las desigualdades económicas entre el Oeste y el Este se han incrementado, así como las injusticias ecológico-distributivas: mientras el país ostenta la mayor cantidad de personas en los rankings globales de millonarios, se estima que aproximadamente un tercio de la población carece de algún servicio básico y crecen las denominadas “aldeas de cáncer”.

Para responder a los desafíos globales y los problemas internos, el gobierno chino puso en marcha la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda, (BRI, por ser las siglas en inglés de Belt and Road Iniciative), un plan de mega-proyectos de infraestructura que incluye vías ferroviarias, carreteras, puertos, hasta infraestructura de generación y tendido eléctrico. Con este diseño, importa con más facilidad productos primario-extractivos y abarata el costo de exportación de sus manufacturas, al mismo tiempo que se consolida como un financista de infraestructura para el desarrollo, permitiendo incluso que capitales de diferentes países participen de dichos proyectos –y dichas ganancias-.

La BRI es una gran “generadora de consensos” y muestra a China ejerciendo lo que la propia potencia denomina “poder blando”. Esta última imagen se complementa con otra que los principales diarios del mundo resaltaron en los últimos días: la del envío de insumos médicos a Italia en medio de la crisis. El dragón aparece como benevolente, pero también usa las asimetrías de poder para defender los intereses de los capitales propios.

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En el inicio de la expansión del COVID-19, cuando las cuarentenas se remitían solo a China, las preocupaciones en nuestro país eran la renegociación de la deuda extera y la potencial caída en el precio de la soja y otros productos primarios que se exportan al país oriental. Un esquema de razonamiento tal vez peligroso: asumir como parte del interés generalizado de todas las clases sociales de un país el de un solo sector económico. La economía argentina se encuentra en una situación crítica a causa de la pandemia, pero el momento inicial de propagación del virus -cuando se suponía que era un simple estornudo en China-, expuso lo endeble de su matriz productiva.

Vayamos unos años más atrás. Hacia 1990, China era el catorceavo destino de mayor relevancia de las exportaciones argentinas, mientras que a lo largo de toda la década de 2010 se ubicó año tras año segunda o tercera. En todo este tiempo primó un patrón comercial basado en exportaciones concentradas en pocos productos primario-extractivos, a cambio de manufacturas de diferente intensidad tecnológica. Esto incluye tanto los que difícilmente se puedan fabricar en el corto plazo en nuestro país, como aquellos que sí compiten –y desplazan- a los industriales locales.

Esta dinámica terminó por horadar la complementariedad económica regional. Brasil y Argentina se fueron sustituyendo mutuamente como proveedores de Manufacturas de Mediano Contenido Tecnológico (como autopartes), generando un retroceso en la participación de ambas economías en las denominadas cadenas globales de valor y, por sobre todo, una pérdida mutua de empleos en el sector industrial.

Lo interesante del siglo XXI para América Latina es que gobiernos de características tan disímiles como los de Chile, Perú y Colombia; o los de Argentina y Brasil durante los períodos presidenciales de Néstor Kirchner – Cristina Fernández y Luiz Inácio “Lula” da Silva – Dilma Rousseff, respectivamente; hasta Bolivia con Evo Morales y Venezuela con Hugo Chávez, hayan coincidido en que los mayores grados de integración económica con China llevaban sin lugar a dudas a un sendero inevitable de crecimiento con inclusión social. De hecho la administración de Mauricio Macri se esmeró en presentar los vínculos con China como (des)ideologizados y mostrar a la vez al país alineado con EE.UU., pero sosteniendo -bajo una retórica de pragmatismo- la necesidad de dar continuidad a la “asociación estratégica integral” que estableciera Cristina Fernández con Xi Jinping en 2014.

A pesar de las distancias ideológicas de cada uno de esos gobiernos, el rasgo común es que se presenta a China como una suerte de origen de una riqueza que se derrama naturalmente hacia toda la economía. La diferencia parecería ser cuál es el sector local transmisor de dicha riqueza y por ende privilegiado por la política económica, ya que el resto de los actores no serían más que sostenidos por aquel.

En el año 2008, la RPCh publicó un breve “Documento sobre la política de China hacia América Latina y Caribe”, en el que presentó sin eufemismos a la región como una economía complementaria de la oriental, y explicitó el interés en su “riqueza natural”. Luego de la publicación, hacia 2010 comenzó un importante flujo de inversiones y de financiamiento de obras de infraestructura.

Inicialmente el sector estrella fue el de los hidrocarburos, con los desembarcos de Sinopec y la China National Offshore Oil Corporaion (CNOOC) en 2010. En menor medida las inversiones apuntaron al sector metalífero, a servicios de apoyo a estas actividades extractivas y a la compra de activos de firmas vinculadas al agronegocio a lo largo de toda la cadena (desde las semillas transgénicas y agrotóxicos a la comercialización y su logística).

En la primera cumbre del Foro CELAC + China en enero de 2015 Xi Jinping anunció inversiones en la región por más de 250.000 millones de dólares para el próximo decenio. Luego de ello las inversiones se diversificaron y se expandieron a todo tipo de proyectos energéticos: centrales nucleares, mega-represas y parques solares y eólicos, como así también infraestructura ferroviaria y portuaria. Todos los proyectos de infraestructura compartieron una particularidad: cuando abarcaron a más de un país, la RPCh realizó acuerdos bilaterales con cada país, jamás de manera conjunta, para obtener así provecho de las asimetrías a la hora de negociar. Además el desembarco en estas actividades a veces no se presenta como sino a través de préstamos con condicionalidad de contratación de firmas orientales.

El financiamiento del dragón hacia la infraestructura ferroviaria incluyó tanto la remodelación del Ferrocarril Belgrano Cargas como el San Martín Cargas, lo que permitió la unión de áreas extracción de soja y minerales con los puertos. Resulta pertinente pensar si este es el tipo de infraestructura que responde a las necesidades populares o empresariales.

Sin lugar a dudas el sector de la energía ocupa un lugar destacado, que comprende desde las licitaciones de las represas Cóndor Cliff y La Barrancosa (ex Kirchner y Cépernic), en Santa Cruz, al financiamiento por parte del Exim Bank de China del 85% de los Parques Solares Cauchari I, II y III en Jujuy. También debemos mencionar que las firmas provenientes de la RPCh fueron las más beneficiadas en la licitación de los parques eólicos comprendidos en el Programa Renov.Ar. Y que hoy, incluso, se discute el financiamiento y venta de equipos para una cuarta central nuclear con tecnología china. Además de las críticas que reciben las represas en términos ambientales y de eficiencia, los proyectos casi no implican transferencia de tecnología.

La otra presencia creciente de capitales chinos en Argentina se hace sentir en el sector minero. Contempla, entre otras inversiones: la adquisición por parte de la Shandong Gold de acciones y asociación con la canadiense Barrick Gold para sumarse a las explotaciones mineras a cielo abierto de Veladero y Pascua Lama en San Juan; el intento de la Shanghai Potash Engeineering por reactivar el Potasio Río Colorado; y el desembarco de la firma extractiva de litio Ganfeng Lithium asociada a Lithium Americas en Minera Exar para la explotación de litio también en Jujuy en los salares de Cauchari y Olaroz

El economista francés Pierre Salamá explica que ciertas inversiones de China en la periferia del sudeste asiático trasladan hacia aquellos países procesos productivos en los cuales se propende a violar normativas laborales. De manera análoga, nos preguntamos si tipo de flujos de inversión en América Latina no hacen algo similar con los problemas ecológico-distributivos. Lo cierto es que el despliegue de la megaminería o la minería de agua de litio no representa el interés “de la Argentina”, como se suelen traficar en algunos discursos académicos y economicistas.

Luego de la pandemia seguramente China acuda en forma generosa al rescate de una aún más alicaída y endeudada economía argentina y prosiga este flujo de préstamos e inversiones. Mientras el gobierno abrace dicha generosidad para atender la apremiante agenda de corto plazo, estaremos perdiendo de vista la encrucijada geopolítica y geoeconómica en la cual se inscribe dicha asimétrica relación y hasta los efectos socio-ambientales de estas inversiones que pueden lamentarse en un plazo no muy corto.

[1] Fuente: World Steel Association

- Ariel Slipak, Economista por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y doctorando en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS).

 

Revista Anfibia - 7 de abril de 2020

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