La pandemia del coronavirus y la transformación de la sociedad
¿qué posibilidades se abren cuando el mundo se desacelera?
¿Y si pensamos desde el tiempo?
Esta columna busca aportar en el análisis de las vivencias de la sociedad chilena desde la perspectiva de un estudiante de Ciencias Sociales atrapado en un país moderno que se acelera frenéticamente. Una posible explicación frente a esta cuestión la encontramos en la sociología del tiempo, particularmente desde la perspectiva del sociólogo Hartmut Rosa. La actual pandemia de Covid-19 expone el debilitado mecanismo de estabilización sistémico del capitalismo occidental, dando pie a un momento reflexivo y de enjuiciamiento hacia las estructuras espacio-temporales que lo subyacen. Evidenciando así un momento de desincronización y abriendo con ello, una posibilidad de transformación de estas estructuras.
La modernidad
Ahora bien, ¿de qué trata la modernidad y la modernización? Si recurrimos a grandes teorías de la modernidad, nos encontramos con interpretaciones que la describen como procesos de racionalización (como sostiene Habermas o Weber), o de diferenciación (funcional como argumentan las teorías que van de Durkheim hasta Luhmann), de individualización (como proponen Georg Simmel en su momento y Ulrich Beck en la actualidad), o como domesticación o transformación en mercancía, como aseveran aquellos teóricos que van de Marx a Adorno y Horkheimer, quienes priorizan el auge de la productividad humana y la razón instrumental (Rosa, 2016, pp.16), o de diferenciación funcional a partir del género (como argumentan las teóricas feministas desde Simone de Beauvoir, hasta Silvia Federici).
El desafío de todas estas grandes teorías es generar una interpretación respecto a las sociedades y lo que ocurre en ellas, pero en algunos de estos planteamientos existe una visión que busca encontrar la unidad-factor-elemento-proceso que hace andar el mundo. Desde la sociología del tiempo se persigue, por un lado, la unidad a partir de la cual funciona el mundo moderno, donde podemos observar que hay un factor común a todas las grandes teorías sociales y que a la vez no fue considerado a plenitud en cada una de ellas: el tiempo. Y por otro, el proceso que hace andar este mundo es la “aceleración social”, proceso característico de las sociedades modernas, que, a través de la “estabilización dinámica” opera y moderniza las sociedades. Es decir, a través de este mecanismo de estabilización se ordena la sociedad capitalista.
Para ejemplificar, resulta útil ponernos a pensar en los plazos que tenemos a diario, los cronogramas de trabajo o los estudios. Todos ellos son límites temporales ineludibles que nos presionan y abarcan todas las aristas de nuestras vidas. Durante las noches nos despertamos con temor, sudados, intranquilos, dormimos poco o simplemente no dormimos. Y durante el día no podemos parar porque el descanso implica la posibilidad de “quedarse atrasado”, o perder en la competencia que rige el sistema, es decir, quedar sin nuestro status posicional. Lo anterior es sólo entre quienes compiten, ni hablar de l-s que se enferman, pierden su trabajo o se dedican a trabajos de crianza o de cuidado no remunerado. Un régimen que produce lo que relatamos sobre sus habitantes, sin duda es totalitario y paradójicamente no estoy hablando de Corea del Norte, de la Libia post Gadaffi o de países tutelados por grandes potencias, sino, de la mayoría de los países occidentales que aspiran al desarrollo.
Lo que intento transmitir es que las implicancias de la distribución del tiempo en nuestra vida cotidiana no pueden seguir siendo observadas como una incapacidad de ordenarnos u organizarnos. Por el contrario, intento visibilizar que la aceleración social opera como una fuerza normativa silenciosa y modeladora del espacio-tiempo, interviniendo en nuestra relación con el medio y las personas, en nuestra subjetividad y en la forma en que estamos en el mundo (Rosa, 2016).
En contexto COVID-19
La crisis sanitaria que provoca la pandemia mundial de COVID-19, generada por el nuevo tipo de coronavirus (SARS-CoV-2), ha desencadenado múltiples reflexiones sobre el destino de la humanidad, así como severas críticas a los modelos económicos y sociopolíticos de corte neoliberal por su poca capacidad de respuesta ante la emergencia.
La pandemia global de coronavirus ha impactado fuertemente lo que los economistas llaman la economía real, vale decir, la producción, el mundo del trabajo. ¿Por qué? Por el sencillo hecho de que la única medida eficaz para aplacar la curva de contagios es la cuarentena total. Esta medida obliga a reducir considerablemente la actividad y el flujo, la producción y el consumo. Las pymes cierran o, al menos, ven disminuidos sus ingresos por falta del motor que dinamiza el mundo: las personas. Los negocios quiebran, las deudas se vuelven imposibles de pagar, miles de trabajadores y trabajadoras son o serán despedidos por falta de solvencia en las empresas. En una palabra, el mundo se desacelera y ve amenazados sus mecanismos de equilibrio, pues la humanidad ve amenazada su vitalidad. Más aún, se espera y proyecta una dura crisis económica que azotará la economía mundial en su totalidad. El FMI ya ha declarado recesión mundial y advierte que las consecuencias serán peores que en la crisis subprime de 2008.
En el caso de Chile, si bien aún no llegamos a la -cada vez más cercana- etapa peak de contagios, el colapso del sistema de salud parece inminente y una especie de mal augurio inevitable. Según las proyecciones más pesimistas, podríamos “enfrentarnos a 100.000 enfermos simultáneos. De ellos, 16.000 estarán hospitalizados, 8.000 necesitarán camas críticas, 4.000 de ellos tendrán que ser sometidos a ventilación automática y de ellos, lamentablemente muchos van a fallecer”(Piñera, 18 de Marzo). Y para los más optimistas, podríamos tener 40.000 contagiados al mismo tiempo, de los cuales alrededor de 1.200 requerirían una cama con ventilador mecánico para tener oportunidad de sobrevivir.(CIPER, 2020). Si bien tanto la crisis económica como la crisis sanitaria muestran sus momentos más críticos del último tiempo, la razón por la que escribo esta columna, es por las repercusiones sociales que ha traído consigo la adaptación a una epidemia viral.
La proliferación del coronavirus ha generado un escenario social en que se detiene parcialmente la forma a través de las cuales se dinamiza la sociedad. En otras palabras, estamos experimentando una desaceleración que desincroniza, o desajusta la forma en que vivimos, puesto que nos enfrenta a un momento en que naturalmente se establecen comparaciones entre la forma en que vivíamos antes y la forma en que estamos y posiblemente podríamos vivir. Dicho gráficamente: pasábamos corriendo, nos detuvimos y nos dimos cuenta que, pese a haber corrido tanto, hoy no tenemos asegurado el sueldo, ni el trabajo, ni la vida. ¿Para qué correr tanto entonces? ¿De qué me servía correr?
Pareciera de perogrullo señalar que no son los sistemas los que producen crecimiento económico, sino las personas, pero: ¿Qué pasa cuando la producción se desacelera? ¿Qué se hace cuando se detiene mi normalidad? ¿Se detiene mi mundo, mis relaciones? ¿Me acabo sin esa normalidad? ¿Era buena esa normalidad?
Son muchas las preguntas que se abren a raíz de la cuarentena, puesto que la desaceleración genera gran impacto al confrontar en un período breve de tiempo dos realidades completamente distintas. Se cuestiona y se piensa más (tanto en soluciones, como en más problemas) y todo guía a que hasta ahora funcionamos mecánicamente. Éramos parte de un entramado en que nos veíamos obligados a seguir nuestra rutina y propulsar el modelo sólo para asegurar lo que tenemos, cuestión que hoy no podemos asegurar. Si lo que decimos es cierto, entonces, sin dudas la sociedad se ordena a partir de un principio de frenético punto muerto[1] (Rosa en Montero, 2020); frenético porque debemos hacer cada vez más cosas, más rápido, en menos tiempo. Y muerto porque no es un deseo el que nos impulsa, sino una necesidad de acelerarnos para mantener nuestro status quo. Dicho gráficamente: debemos correr cada vez más rápido, para mantenernos en el mismo lugar. Y quizás aquí es cuando notamos una de las principales diferencias entre la cuarentena de hoy y la normalidad con la que se desarrollaban nuestras vidas antes: la reflexividad.
Por un lado, las medidas individuales que se deben tomar, tales como no tocar superficies que estén fuera de tu espacio de residencia, no saludar de beso a otras personas, ni saludar de mano por el riesgo que implica la acción de tocarse los ojos o la nariz han generado un ambiente de reflexión respecto de las acciones naturales aprehendidas que podrían significar un posible riesgo para la vida de las personas. Y por otro, las medidas decretadas tales como confinamiento, han calado en el sentido común de la mayoría de las personas bajo el entendimiento del cuidado: cuidarse uno, es cuidar al resto y la búsqueda de una solución pasa por la suma de las individualidades a través de su acción y disposición en un objetivo común y colectivo.
Si nos detenemos en esta noción de ética del cuidado que se ha desarrollado, podemos notar repercusiones en la sociabilización de las personas, dado que la consideración respecto de su integridad y las proyecciones -positivas y negativas- que de allí provengan tocan a los demás. Evidenciando así, -en la práctica- algo que se mantenía intencionadamente oculto: la relación de interdependencia solidaria entre seres humanos y la potencialidad de la acción de las personas por su capacidad de adaptación, transformación, coordinación y dinamización alternativa. En ese sentido, una de las características sociales que se puede visibilizar es que contra la acción estratégica (individualista) que se promulga desde la estructura de la sociedad moderna, se erige una suerte de instancia que no se induce estratégicamente y logra definir la forma en que se relacionan las comunidades, y potencialmente, la forma en que se sostienen y la forma en que solucionan sus crisis. Esto es: solidaridad.
Se confronta una nueva interdependencia solidaria de la ciudadanía mayoritaria frente a un modelo configurado desde lo opuesto a ese valor. La desigualdad es expresión de aquello: todo menos solidaridad, razón por la cual es entendible que se desincronicen las expectativas/intenciones/deseos de las personas con las del modelo, generando entre otras cosas, una -ya conocida por nosotros- deslegitimidad institucional canalizada a través del rechazo a las autoridades.
Crisis de organización
Si bien es cierto que el capitalismo occidental ya sufre deslegitimación ideológica de su patrón de poder, las consecuencias del cambio climático, en un primer momento, y la pandemia global, ahora, consagran una crítica radical al modo en que habitamos en el mundo. Es por esto que podemos hablar de una crisis civilizatoria de la modernidad, en que el sistema capitalista occidental, que engloba los subsistemas económicos, de salud y político, entre otros, es blanco de juicios contra su lógica de crecimiento y acumulación indefinida. Más importante aún, a raíz del virus se evidencia que 1) la estabilidad que promete el sistema es relativa y débil y 2) la auto organización de las personas ha sido más eficaz para enfrentar la crisis que las medidas del propio modelo.
Pese a las tentativas o sesgos universalistas que derivan de un virus que afecta a todo el planeta, planteo que lo que se encuentra en crisis no es el capitalismo mundial -como señalan algunos autores-, sino que las formas de organización a partir de las cuales se erigen las sociedades -fundamentalmente- occidentales. Tal como señala Han, Asia ha sido capaz de superponerse a esta pandemia con distintas medidas restrictivas que no han producido un clima de enjuiciamiento hacia su modo de estabilización. Lo anterior permite aventurarnos en dos diagnósticos. Primero, que la tradición oriental está fuertemente vinculada a la autoridad y sus derivados. Segundo, que su modo de estabilización posee características propias que lo distinguen de la dinamización occidental.En ambos casos, lo que se puede aseverar es que las temporalidades de los sistemas y las personas de Asia son distintas a las de Occidente, por lo que un mismo acontecimiento los afecta de distinta manera.
Concluyendo, podemos observar al día de hoy que la pandemia del COVID-19 ha propiciado el incremento y desarrollo de principios y conductas que se articulan desde la oposición al modelo, no obstante, su potencialidad está en cuestión. Depende en gran medida de la evolución de las instancias no-estratégicas hacia acciones estratégicas. Esto es -desde mi punto de vista-, desarrollar prácticamente la auto-organización, pero sobre todo, la superación de la crisis de la forma en que se organizan las sociedades occidentales pasa por generar una propuesta de modelo alternativo que encarne dichos valores y promueva un reordenamiento de los componentes sociales. Así, en la solidaridad, el cuidado y la autonomía, podríamos encontrar un punto de partida hacia ese objetivo.
[1] Esto es, desde Rosa, estabilización dinámica: el mecanismo a partir del cual se ordena la sociedad moderna.
Bibliografía.
- Rosa, H. 2016. Alienación y aceleración. Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía. Traducido por: Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH), Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
- Montero, D. 2020. La modernidad acelerada y sus desafíos. Una conversación con Hartmut Rosa.
- Leandro Sáez, Estudiante de sociología de la Universidad de Chile
Revista Némesis - 17 de abril de 2020