Cien años del PC chino

Francisco A. Taiana


El 1º de julio de 2021, el Partido Comunista Chino (PCCh) ha cumplido sus primeros cien años. Este fue un hito importante, cargado de un simbolismo que llega al corazón del proyecto político-nacional conocido como la República Popular China (RPC).

Un error garrafal que suelen cometer algunos analistas extranjeros es desmerecer las categorías con las que el propio gobierno define sus posturas. El ejemplo más claro es el del modelo de “Socialismo con Características Chinas”, rutinariamente desechado por algunos comentaristas como una mera declaración retórica, empleada para justificar la perpetuación del gobierno del PCCh mientras se continúa expandiendo la sociedad de consumo guiada bajo un capitalismo de Estado. Sin embargo, al descalificar las elaboraciones ideológicas del partido como “propaganda gubernamental”, dichas posturas caen en una trampa lógica al ser incapaces de explicar, precisamente, cómo es que el PCCh permanece en el poder.

La respuesta a esta aparente paradoja es bastante sencilla: si el ahora centenario Partido Comunista ha sido capaz de gobernar una República Popular por más de siete décadas, con la misión de construir un Socialismo con Características Chinas, se debe a que estas categorías no constituyen simbolismos vacíos o declaraciones performáticas. Por el contrario, todas ellas tienen como origen dar respuestas a un problema común, aún vigente, y del cual derivan una poderosa legitimidad: el ingreso de China a la modernidad.

Para comprender mejor la problemática hay que remontarse brevemente a la China que dio a luz al PCCh.

La crisis del sistema imperial, desencadenada por la Primera Guerra del Opio en 1839 y que culminaría en el colapso de la Dinastía Qing en 1911, inició una reconfiguración generalizada de todo el espectro político-cultural chino. Hasta finales del siglo XIX, gran parte de su pensamiento político se basaba en lo que ahora se conoce como “culturalismo”, una autopercepción tradicional compuesta de un sistema de creencias compartidas, en el cual no existía un concepto preexistente de nación china como tal, más allá de la identidad constituida a través de un patrimonio cultural común. En consecuencia, dado que la lealtad máxima era hacia la cultura china en sí misma, el desarrollo del Estado se encontraba subordinado a su filosofía tradicional, lo cual hacía impensable la transformación de los valores culturales para satisfacer las demandas de los imperativos políticos.

Sin embargo, el declive y eventual colapso de la China imperial fue deslegitimando el acervo cultural que lo había sostenido. En su lugar, la modernidad industrial occidental, poseedora de una superioridad técnico-científica y organizada dentro de la novedosa institución del Estado-Nación, aparecía tanto como una amenaza como una salvación.

Este escenario propició el surgimiento del nacionalismo chino, un movimiento político amplio cuyo desafío inicial fue pensar al pueblo chino en términos de nación; un prerrequisito ineludible para la elaboración de un proyecto modernizante que lograse salvar al país de su posible destrucción. A esta ya considerable prueba se le sumaba el desafío de convertir al multiétnico imperio chino en un Estado-nación, sin renunciar a los territorios que había incorporado a través de conquistas imperiales y cuya pérdida hubiera significado condenar a China a un estado aún mayor de indefensión.

En última instancia, el nacionalismo chino en estado puro fue incapaz de llenar el vacío político-institucional generado por la caída del último emperador, permitiendo la pérdida de Mongolia, mientras que el país se subsumió en una serie de conflictos internos. A su vez, no pudo prevenir renovados avances imperiales en 1937; esta vez de la mano de la invasión de los ejércitos del Japón imperial, un Estado que a diferencia de China había dado el salto a la modernidad industrial.

No obstante, entre la caída del imperio en 1911 y la guerra con Japón en 1937 se produjo un evento imprevisto que amplió abruptamente los horizontes políticos en China: el triunfo de la Revolución Rusa en 1917. El éxito de los bolcheviques en el otrora Imperio Ruso que pronto se convertiría en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue un inmenso impulso al socialismo a nivel global. En China fue logrando rápidamente cada vez más adherentes que hallaron en las teorías de Karl Marx un marco analítico que les permitió superar muchos de los dilemas con los que los intelectuales chinos venían lidiando por décadas.

En primer lugar, el marxismo era sin dudas hijo de la modernidad industrial y hacía propios conceptos tales como progreso y desarrollo. Y, simultáneamente, un crítico muy duro del imperialismo europeo y la expansión colonial que tanto sufrimiento le habían traído al pueblo chino. Por otro lado, al poner el acento en la lucha de clases como motor de la historia, permitía pensar al pueblo chino por fuera y en contraposición a la tradición cultural de las elites. El socialismo posibilitaba adoptar posturas de ruptura con el pasado de manera mucho más radical de lo que el nacionalismo jamás hubiera admitido.

Además, el socialismo no sólo presentaba una modernidad alternativa, también le permitía a China tomar atajos importantes. A diferencia de lo que planteaban otros modelos políticos, la civilización china ya no tendría que adoptar la modernidad occidental para poder convertirse en la última y más reciente de las potencias industriales. Al contar con su propia revolución socialista, China podría “saltearse” etapas históricas y pasar junto a la Unión Soviética a colocarse nuevamente en la vanguardia del desarrollo humano.

Armados con este marco teórico que parecía ofrecer una modernidad industrial depurada de sus vicios, y una ruptura con el pasado que no costara la propia identidad, un puñado de personas fundaron el Partido Comunista de China el 1º de julio de 1921. Les llevaría 28 años, guerras civiles y una guerra mundial poder concretar el sueño de formar un gobierno socialista en China con la fundación de la República Popular en 1949.

Si bien en sus primeros años de gobierno la RPC siguió de cerca el ejemplo soviético, no tardó en instrumentar sus propias innovaciones, tanto en el período maoísta como a partir de la Política de Reforma y Apertura en 1978. No obstante, la divergencia más importante se dio entre 1989 y 1991: mientras que en rápida sucesión se desintegró el Bloque del Este y la propia Unión Soviética, Beijing, al margen de las protestas de Tiananmen, se mantuvo firmemente en control y se superpuso rápidamente al fin de la Guerra Fría.

El contraste con Moscú no puede ser mayor: mientras que en China la continuidad del gobierno de PCCh le permitió un desarrollo sostenido que 30 años después dejó a ese país en una posición para empezar a disputar el liderazgo mundial, la caída del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) le significó a Moscú la pérdida de más de 5 millones de kilómetros cuadrados, su partición en 15 repúblicas, conflictos armados en ocho de esas 15 repúblicas y pasar de ser una de dos superpotencias globales a tener que luchar por mantenerse entre las diez economías más grandes del mundo.

Si bien las causas de la desintegración de la Unión Soviética y la supervivencia de la RPC son multifacéticas, abarcando desde factores estructurales hasta la contingencia pura, hay un punto clave que se debe remarcar: ambas revoluciones fueron respuestas a problemas fundamentalmente diferentes. La Revolución Rusa y, en consecuencia, el país que engendró, fue un movimiento esencialmente anti-capitalista y la legitimidad del gobierno soviético derivaba de su capacidad de construir un modelo económico no solamente distinto sino también marcadamente superior al capitalismo. Hacia finales de siglo XX, cuando el fracaso de este objetivo se volvió ineludible, la legitimidad del mandato de gobierno se disolvió ante los ojos de la propia dirigencia partidaria.

Muy distinto fue el caso de la Revolución China, un movimiento que desde sus orígenes hasta la actualidad ha sido esencialmente anti-imperialista. Como se mencionó anteriormente, fue el embate de las potencias coloniales lo que destruyó al sistema imperial y obligó a varias generaciones de pensadores a buscar una vía hacia la modernidad industrial que pudiese salvar a China de su posible conquista y destrucción. Y al haberse desarrollado dentro de este marco general, el socialismo chino se legitima en tanto es considerado como el mejor modelo para el desarrollo y fortalecimiento del país.

Gracias a este objetivo inamovible de desarrollo nacional, el socialismo con características chinas ha podido desplegar a lo largo de las décadas una flexibilidad estratégica mucho mayor a su contraparte soviético, sin que ello le signifique grandes costos en capital político. El mejor ejemplo fue la Política de Reforma y Apertura, cuyo impulso al sector privado y su fomento de la sociedad de consumo fueron un paso más en el camino al fortalecimiento, desarrollo y modernización del país; el objetivo principal del socialismo con características chinas.

A su vez, el gobierno de Xi Jinping le ha agregado otro matiz ideológico importante a su partido. Habiendo el PCCh dejado décadas atrás el fervor revolucionario del maoísmo, Xi ha logrado colocar al Socialismo con Características Chinas dentro de la continuidad histórica de la milenaria civilización china. Gracias a esta reconciliación en el plano de lo teórico, la RPC ya no se necesita pensar como una ruptura radical con la herencia confuciana imperial sino que pasa a formar parte orgánica de los ciclos de ascenso, caída y recuperación que han marcado el ritmo de la historia china por decenas de siglos.

Por otro lado, el sostenido deterioro de las relaciones de la RPC con Estados Unidos en los últimos años refuerza la legitimidad del gobierno del partido, al actualizar el fantasma de las potencias extranjeras que buscan subyugar a China; un concepto que resuena profundamente en el conjunto de la población.

Hoy en día, cien años después de su fundación, el partido continúa legitimándose sobre las bases de su misión primordial. No es en vano que, a pesar de ser la segunda economía del mundo y vanguardia en diversos sectores, China continúe viéndose a sí misma como un país en vías de desarrollo. Esto en parte se debe a su aún inmenso potencial de crecimiento, pero también se relaciona al hecho de que el PCCh considera que su objetivo cardinal se encuentra aún inconcluso. Sin embargo, el plazo para cumplir este objetivo ha sido establecido: el año 2049, centenario de la fundación de la República Popular; momento en el cual el partido busca haber completado la modernización integral del país y haber devuelto a China al lugar en el escenario mundial que le fue arrebatado por las potencias extranjeras dos siglos antes.

 

El Cohete a la Luna - 4 de julio de 2021

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