Balconeando
Convertir los movimientos sociales, y la política, en proveedores de imágenes y legitimación, sin reconocer su fuerza disruptiva, es otro modo de atarse las manos para luego declarar que lo que es posible es solo esto: Una renuncia conservadora; una despolitización general.
Balconeando, contestaba David Viñas, cuando le preguntabas cómo veía la escena política. Acá, balconeando, de espectador, viejita. Así me siento. Así nos sentimos millones, estoy segura. Habrá quienes ya dejaron de balconear, para asistir a espectáculos más interesantes. Pero otros, otras, asomadxs a la ventana o al diario o a la pantalla, tratando de entender discusiones políticas que se despliegan en conciliábulos secretos y se ventilan por twitter; encuentros partidarios de los que se conocen pocos argumentos y muchas fotos para Instagram; negociaciones de temas fundamentales como la deuda que se hacen conocer a cuentagotas y cuando ya es tarde porque todo ha sido consumado. La población asiste muda ante el desfile de una clase política que sustituyó el quehacer por la comunicación de la escena y no puede decodificar los hilos profundos de los conflictos que atraviesan esa supuesta unanimidad. Y la comprensión es sustituida por la acumulación de chismecitos, detalles, tal dijo de quién no sé qué cosa, a él o ella no le gustó tal otra. Comentarios que se vuelven trascendidos, trascendidos que se venden como notas periodísticas, periodistas que solo fungen como operadores, operaciones que se constituyen en el núcleo de los medios de comunicación, censuras por doquier y desventura de quien intenta leer para enterarse.
O sea que ni balconear se puede bien, porque está nubladita la calle y mucho no se entiende. La calle, qué decir de la calle, si la calle es un abismo de desdicha social, por lo menos en este Once. Familias enteras en las veredas, entre cartones resguardan su miseria, en la ciudad más rica del país y en la que su gobierno pagó una pauta millonaria para hacer publinotas en medios hegemónicos sobre su cuidado de los espacios verdes. Sí, pauta para silenciar y devastación popular. Caminar por los restos de una ciudad posapocalíptica, como decía otro amigo que ya no está, el urbanista Juan Molina y Vedia, que con sonrisa tenaz afirmaba que el Apocalipsis ya había transcurrido y solo nos quedaba movernos entre sus ruinas. Algo así, en esta salida de la pandemia, entre multitudes desesperadas por consumir un poco más y existencias desharrapadas y arrojadas a la pura necesidad. En esta ciudad, todo duele. Una y otra cosa. El consumo desmesurado y la desmesura de la indigencia.
La deuda de la tarjeta para consumir y la deuda social. Pero la deuda, la deuda con el fondo monetario, la que pesa como espada sobre cada cuello: ¿Por qué no fue objeto de una conversación pública, de una pedagogía, de una denuncia efectiva? ¿Por qué no sabemos, las que balconeamos, qué pasó en esa negociación y, fundamentalmente, quiénes son responsables de la toma y de la fuga? ¿Por qué el gobierno renunció a explicar y a narrar, a construir estrategias comunicacionales claras, que permitan hoy, discutir de otro modo qué significa el acuerdo? ¿Por qué se le pidió a la ciudadanía que asista muda a una negociación a puertas cerradas y se encaró hacerla como si se tratara de ser amable y ejercer una cortesía paciente? ¿Nunca pensaron en antagonismos, relaciones de fuerzas, conflictos que había que dirimir, que el FMI no es un vecino con el cual tratar de llevarse bien, sino el organismo internacional del disciplinamiento financiero? Che, balconeamos pero no somos zonzos, o no tanto.
Y el secretismo no lo cultivó solo el ministro a cargo ni el presidente que lo nombró, sino también el sector del frente de gobierno que patalea contra el acuerdo, porque se sabe que es más cómodo sentarse a la mesa con pocas sillas, que abrir una conversación pública difícil, querellante, polifónica. Cada vez más, se llama política al festejo de la pequeña identidad. La familia, el grupo de amigues, lxs que nos conocemos de la escuela secundaria. El resto, a balconear. Esa lógica se lleva puesto lo común, el esfuerzo cotidiano de construirlo, y le deja servido, en bandejita de plata, los dulces para que distribuyan los que hacen política como antipolítica -o sea, tratando de terminar de limarle su potencia transformadora. Los Milei, por ponerle un nombre, que capturan el hastío y lo hacen sorteo, que bailotean el pogo del desprecio ante tantas imágenes de privilegiada conciliación. Cosecharán la furia y el desánimo, no prometiéndoles redención a las masas sino una realización del resentimiento. Y ahí nos quiero ver, más que balconeando, escondidas bajo la mesa para cubrirnos del terremoto.
No es con llamados voluntaristas a la unidad ni al festejo conservador del orden posible que se contrarresta esto. Como balconeamos aquí y en el mundo, sabemos que la cosa viene difícil y que el panorama es horrible. Pero también que un gobierno puede asumir como en Chile prometiendo la amnistía a lxs presxs por pelear o pasar dos años con Milagro encarcelada en Jujuy, mientras su carcelero es colocado como hombre de bien por varios portavoces de la coalición gobernante. Atarse las manos en nombre de la ley o taparse la boca para conciliar con el Fondo son decisiones políticas, no decisiones ineluctables. Nada de fatalidad. Relaciones de fuerza. El triunfo de las derechas surge, también, de la consolidación de la impotencia de las políticas populares, de la dificultad para transcurrir como agencia transformadora y a la vez de explicar por qué no puede hacerlo.
Convertir, como se hace en muchos momentos, los movimientos sociales en solo proveedores de imágenes y legitimación, sin reconocer su fuerza disruptiva es otro modo de atarse las manos. Para luego declarar que lo que es posible es solo esto. Solo esto: una renuncia conservadora, una apatía de nuevo tipo, una despolitización general. Como tantas otras personas, en estos días, añoramos la palabra de Horacio González. O lo que se cifra en su nombre: una capacidad de pensar críticamente, de habitar con pasión y desmesura la coyuntura política, de no dejarse correr por posibilismo alguno. Mientras seguimos añorando, balbuceemos, hagamos circular más palabras capaces de romper el orden tautológico de la lengua dominante, donde alcanzaría con decir que un acuerdo es un acuerdo. Si no, tanto conservadurismo hace que hasta balconear sea un embole.
- María Pía López, Socióloga, ensayista, investigadora y docente.
Revista La Tecl@ Eñe - 14 de marzo de 2022