Los chicos entienden lo que escriben y conocen los desafíos que tienen
Es verdad: cada vez que le toca leer a Mateo, cuando finalmente su compañera de banco le pasa la fotocopia sosteniéndola con la pinza de sus dedos que marcan el párrafo que sigue, algo del clima que tanto costó construir se deshace en sus tropezones, justo cuando cruza el umbral de su personalidad; él, que en el aula es el más bochinchero, el líder de cada macana, el más atrevido pero también el más pillo en su sensibilidad compañera, de inteligencia sagaz, a veces cínica y contestataria, pero que es vago y charla y tira papeles y no larga el celular y los jueguitos mientras sigue charlando, él, Mateo, se desarma en una timidez de voz baja, que corcovea sílaba a sílaba, que pasa de largo las comas y vacila en los puntos, ahora, cuando le toca seguir con el cuento a él. Casi lo contrario de su compañera de banco; tan tímida, tan para adentro ella, y que cuando lee, en su retórica casi teatral, hace viajar a sus compañeros a los mundos más disparatados de la literatura. Pero ya dejó su turno y le toca a Mateo. Uno se ríe, pero la mayoría lo escucha con atención y respeto: Mateo lee, Mateo está leyendo, y mientras los demás, con una regla o con el dedo, lo van siguiendo palabra a palabra, capaz hasta lo esperan ya en la estación de la oración siguiente, con su voz, ahora la de Mateo, el cuento sigue, con más dificultades, pero sigue.
Algo parecido le pasa a Micaela, que como Mateo está en el primer año de la escuela secundaria, cuando escribe. Se siente más cómoda cuando tiene que copiar algo del pizarrón. Le dan pudor los dictados, en los que se atrasa irremediablemente (algunos profesores la dejan usar el celular para ir escribiendo y, ahí sí, va a ritmo), y a veces, con vergüenza, se tapa con la muralla de su cartuchera. Lo que más odia es cuando tiene que inventar algo: un cuento, una descripción, un diálogo, todas esas cosas raras que pide la de Lengua. Se enreda pensando en las frases que capaz que se le ocurren y están copadas pero que, cuando las va a escribir y tiene que ordenar y retener las palabras de las que están hechas esas buenas ideas que le salieron de adentro -y ahí la lucha con cada palabra, que si va con esta letra o con la otra, que después las comas y las tildes y los puntos y separar bien cuando se termina el renglón, son tantas cosas-… y ya la frase quedó atrás y justo, justo, con el renglón vacío, se ve que la profesora empieza a recorrer los bancos. La profesora igual es buena, la ayudará a construir esa primera frase, sugerirá alguna palabra de esas que sólo se usan cuando se escribe, la advertirá cuando se esté mandando algún error estrafalario. No sabe cómo, pero las oraciones que siguen, la segunda, la tercera, le salen más fácil. Igual, prefiere que la profesora no se detenga tanto tiempo ahí, porque un poco se siente mirada, aunque por suerte Guille no la está mirando mientras la ayudan; prefiere copiar y chau. Pero ahora que está escribiendo su propio texto, baja la cartuchera para sacar la lapicera de color -todavía le gusta poner las mayúsculas en colores diferentes, con brillos, como hacía en la primaria- y la deja así, porque no quiere perder tiempo, porque va a llegar a entregar antes del timbre, porque un poco, como ya le pasó otras veces, se acuerda, se está divirtiendo.
Jurisdiccionalmente, la organización gigante del sistema educativo bonaerense tiene, increíblemente, un espacio vacío, sintomático: cuando un alumno egresa de una escuela primaria y se inscribe en una secundaria, el Estado por un momento (el período de tiempo de las vacaciones de verano) lo invisibiliza
No por ficticias las escenas de Mateo y Micaela dejan de ser arquetípicas. Pibes y pibas que llegan a la escuela secundaria con varios baches en el conocimiento curricularmente esperado (tienen muchísimos otros conocimientos, pero están más flojos en los que la escuela valida socialmente), y con la lectura y la escritura menos practicadas de lo que se necesitará en este nuevo período; sin embargo, poseen conocimientos de base que, trabajados con esmero, pueden rápidamente ponerlos a tiro con lo que la escuela pide de ellos. Las exigencias de esta etapa son diferentes, más intensas y desafiantes. También lo es el tipo de vínculo con el docente: ¿a quién no se le escapó un ruidoso “seño” a la profesora que se ríe? Las carpetas, las carátulas, la lapicera, la letra, pero sobre todo las lenguas que se hablan, los códigos del recreo, los pantalones, las remeras y las zapatillas adecuadas -tan distantes de las que quiere mamá-, el corte de pelo, todo, todo, todo, se desordena en un revoltijo de nervios cuando el pibe, la piba, entra por primera vez a la secundaria. Dejó de ser el chico grande de sexto, para convertirse en la criatura de doce años que se cruza en el pasillo a los muchachotes de diecisiete, que lo miran ojerosos de una fiesta de egresados mientras lo mandan a izar la bandera. Las aulas intervenidas con mapas, abecedarios, textos o tablas, trabajadas como verdaderos dispositivos pedagógicos, son ahora paredes monótonas, interrumpidas por alguna ventana. La mayor parte de las veces, este cambio también implica pérdidas de amistades, de redes de contacto y afectividad.

Jurisdiccionalmente, la organización gigante del sistema educativo bonaerense tiene, increíblemente, un espacio vacío, sintomático: cuando un alumno egresa de una escuela primaria y se inscribe en una secundaria, el Estado por un momento (el período de tiempo de las vacaciones de verano) lo invisibiliza. La continuidad (y los modos de esa continuidad en un trayecto ligado por la obligatoriedad) queda desenganchada de responsabilidades institucionales, al arbitrio de familias fuertemente diferenciadas respecto de la infinidad de historias y los insumos materiales y culturales para optar por las mejores alternativas. Se trata de otro de los momentos importantes de la segmentación educativa. ¿Qué sucede con esas familias acomplejadas por sus entornos y circunstancias que podrían priorizar otras decisiones?
Todo es nuevo en el ingreso a la secundaria. Y si a estos miedos hay que sumarles las dificultades en un conjunto de prácticas y tránsitos culturales que el nuevo nivel exige para corresponderse al tipo de didáctica que se practica, es probable que la trayectoria escolar empiece trastabillando. En muchos casos, en los que generalmente se superponen la carestía social y la ausencia de resortes y sostenes amorosos o institucionales, la sedimentación de estas dificultades en las correspondencias con la cultura escolar, van modelando trayectorias que, a medida que pasa el tiempo, se vuelven errantes: chicos y chicas que faltan mucho, que no tienen un seguimiento cotidiano de las tareas y el estudio, desmotivados -enmascarados en el enojo- con el tipo de tránsitos culturales que le ofrece la escuela, que acumulan materias a recursar, y que van cambiando de escuela, yendo de una a la otra en el mismo distrito, echando menos raíces, y todo se alarga y se posterga. No son la mayoría; pero sí un fragmento intenso de las comunidades escolares. Los recortes de clase extienden ciertas diferencias, pero basta revisar la imprenta mayúscula sin tildes ni signos de puntuación en cualquier carpeta de secundaria de colegio privado para expandir los motivos que surgen con más facilidad y enredarse con otros, esquivos: las lecturas scrolleadas, las escrituras con pulgares (pulgarcitos, diría Michel Serres), las conversaciones que se graban, todo en tránsito en la cultura de lo escrito. La escuela (la institución y sus actores), en su gramática, es un dispositivo que contaba con otras formas. La obligatoriedad de la escuela secundaria, que se legisló apenas hace dieciocho años, tensó a la escuela con nuevos desafíos y un sinfín de demandas.
En algunas salas de profesores de la escuela secundaria aparece, de un tiempo a esta parte, la preocupación por el “analfabetismo” de los pibes y pibas, especialmente de los que vienen de la primaria, lo cual no tiene asidero
Con estos desafíos a cuestas, el trabajo de los docentes -y especialmente el de las maestras de la escuela primaria- fue sometido a cierto asedio acusatorio. Por ejemplo, la riquísima querella de los métodos alfabetizadores, ejemplar y faro teórico nacional para toda América Latina, se convirtió en una guerra de guerrillas mediática de baja productividad. Campañas como las que instalaron que “los chicos no entienden lo que leen” reforzaron, por fuera de los núcleos de especialistas, lugares comunes que culpabilizan a la escuela de las transformaciones que la exceden cuando se evalúan los desempeños de los niños y adolescentes cuando hablan, escriben o leen en la cultura contemporánea.
Más que culpas, la tarea más conducente pareciera la de asignar y coordinar responsabilidades. Que los chicos no entienden lo que leen o que no saben escribir no son meramente campañas mediáticas o los eslóganes grandilocuentes de las ONGs, con sus intenciones a cuestas. Son también la doxa que se mastica en las preocupaciones genuinas: el profesor de secundaria que larga su veneno contra las maestras de la primaria (“¿cómo no le enseñaron esto?”), quienes pueden subestimar a su vez el trabajo del nivel inicial (“juegan y juegan, pero los nenes no conocen las letras y sus sonidos”) tanto como un docente universitario puede hacerlo con uno del nivel medio (“en su vida los hicieron escribir una monografía”). Las mamás que esperan en la puerta y comentan los resultados de los boletines o, en casos, los propios pibes son quienes machacan con estas ideas de que en la escuela “no se entiende nada” o “cada vez se aprende menos” o “no se sabe leer y escribir”. En el 2022, la Dirección Provincial de Educación Secundaria de la Provincia de Buenos Aires llevó adelante una consulta a docentes, equipos directivos, estudiantes y graduados/as sobre la implementación de los diseños curriculares (que están en proceso de actualización). El informe sostiene entre sus conclusiones que “docentes y directoras/es coinciden en señalar que todos los espacios curriculares deberían profundizar la lectura, escritura, redacción, desarrollo de la argumentación y la formación del pensamiento crítico de cada una de las disciplinas”. Un mosaico de advertencias.
En algunas salas de profesores de la escuela secundaria aparece, de un tiempo a esta parte, la preocupación por el “analfabetismo” de los pibes y pibas, especialmente de los que vienen de la primaria, lo cual no tiene asidero. Es imposible -sin considerar casos particulares de patologías o una asistencia muy discontinua- que un chico o una chica llegue sin un trayecto previo, más o menos robusto, sobre las prácticas de escritura y lectura. Por caso, son excepciones los que no tienen celular, y el uso de cualquier aplicación o juego requiere de habilidades lectoras y escritoras. Pero que se nombre el problema del analfabetismo en los primeros años de la secundaria evidencia, otra vez, una discordancia (lo que el pibe trae consigo no es lo que pide la escuela), especialmente en el pasaje entre niveles; una discordancia que se envalentona y encuentra modos de nombrarse bebiendo de distintas fuentes.
Todo es nuevo en el ingreso a la secundaria. Y si a estos miedos hay que sumarles las dificultades en un conjunto de prácticas y tránsitos culturales que el nuevo nivel exige para corresponderse al tipo de didáctica que se practica, es probable que la trayectoria escolar empiece trastabillando
Para precisar este mapa amplio y difuso de preocupaciones alrededor de las prácticas lectoras y escritoras de los chicos y las chicas al momento de ingresar a la escuela secundaria, la Dirección Provincial de Educación Secundaria de la Provincia de Buenos Aires desarrolló una propuesta de enseñanza y evaluación en el primer año de todas las escuelas bonaerenses. El objetivo fue conocer el punto de partida de los ingresantes al nivel en las prácticas de escritura. Esta propuesta se desarrolló durante “Tramo de Inicio Acompañado”, un período inicial de recibimiento y bienvenida a las y los ingresantes al nivel, previsto por el nuevo Régimen Académico.
Así, la totalidad de las y los estudiantes de los primeros años de secundaria de la Provincia trabajaron con una propuesta de enseñanza centrada en el mito de Penélope y Ulises, uno de los textos “irrenunciables” para ese año escolar que prescribe el Programa FortaLEO -“un piso común de lecturas literarias y producciones escritas y orales irrenunciables y (…) orientaciones respecto de los modos de enseñar estas prácticas”- junto a sus profesores de Prácticas del Lenguaje. Después de una serie de lecturas e intercambios orales y registros sobre lo leído, los chicos y chicas realizaron sus producciones escritas que, finalmente, fueron evaluadas por esos mismos docentes con claves de corrección comunes aportadas por la Dirección Provincial de Educación Secundaria.

La evaluación consideró dos dimensiones centrales, inalienables en la práctica de escribir: el llamado “sistema de escritura” (es decir, observar si la escritura es alfabética -cuántas letras, qué letras, en qué orden-, la segmentación de palabras -el reconocimiento de las sílabas, al final del renglón por ejemplo- y el nivel de pertinencia para la ortografía -uso de mayúsculas, tildación, puntuación-) y el “lenguaje escrito” (es decir, el contenido -si es pertinente-, la organización -cómo se distribuye la información-, la cohesión y la selección léxica -qué vocabulario se pone en juego). Los resultados que acaban de publicarse muestran un escenario que, un poco a contramano de las impresiones que circulan socialmente, podría favorecer a reforzar un mayor optimismo pedagógico, clarificando cuáles son las tareas que más pronto deben llevarse adelante para mejorar las prácticas de lectura y escritura en el inicio de la secundaria.
Alentador: el 94% de los pibes y pibas que ingresan a la escuela secundaria escriben alfabéticamente. Los chicos conocen las letras, cuáles deben usar en cada ocasión y en qué orden. Es cierto también que la mitad tiene apego por las normas ortográficas (cometen pocos errores), pero la otra mitad tiende a pifiar bastante. La escritura alfabética, evidentemente, no es suficiente para escribir un trabajo monográfico, un informe de lectura o responder con precisión un cuestionario de preguntas; pero es la base ineludible para comenzar a hacerlo. No es para festejar; la premisa ineludible de la escuela debe ser que los chicos y chicas cumplan con este primer objetivo durante los primeros años de la escuela primaria. Además, el bochinche de la mayoría no puede tapar las dificultades de ese 6% restante, que no son estadísticos fantasmas, sino chicos y chicas que, como Micaela o Mateo, tienen que recomponer pronto aquello que por una infinidad de motivos no se logró aprender. Ese pibe está en el aula sentado, capaz que son dos o incluso tres, a veces más y a veces ninguno, y hay que acercarse sin aturdir ni clasificar alocadamente, para ofrecer la mano docente, su acompañamiento cuidadoso y exigente.
Surgen índices interesantes cuando se cruzan otros datos. Por ejemplo: a medida que aumentan las inasistencias, las distribuciones de porcentajes varían. Cuando faltaron más de veinte veces, aumenta a un 15% el grupo de alumnos con dificultades más sinuosas para escribir y leer en la escuela. Sabe cualquiera que trabaje en las escuelas bonaerenses, especialmente en las de sus conurbanos, que hay muchos, muchos chicos para los que veinte faltas no son nada. Otro punto para trabajar: la sistematicidad para convocar la presencia de los pibes en la escuela.
Campañas como las que instalaron que “los chicos no entienden lo que leen” reforzaron, por fuera de los núcleos de especialistas, lugares comunes que culpabilizan a la escuela de las transformaciones que la exceden cuando se evalúan los desempeños de los niños y adolescentes cuando hablan, escriben o leen en la cultura contemporánea
En el abundante campo de evaluaciones educativas, esta toma de escritura da un puntapié original para la necesaria producción de estudios cualitativos que se sumerjan en la complejidad de las prácticas de lectura y escritura antes que diagnosticar el “fracaso rotundo” o el “éxito maravilloso”, caracterizaciones vacías que apuntalan el malestar. Ni estamos frente a una generación analfabeta o alienada por las tecnologías, como tampoco estamos libres de desafíos exigentísimos, en tiempos donde las prácticas de hablar, escuchar, pensar, leer o escribir están en proceso de transformación. Los resultados de esta evaluación cualitativa -que permite remediar el silencio frío de las estadísticas- deben, antes bien, disponer un cuadro de polémicas y debates en torno a la actualidad de las prácticas de lectura y escritura significativas para los desafíos del momento.
La primaria y la secundaria, unidas ahora por el trazo de la obligatoriedad, deben comenzar a reponer sentidos comunes, sorteando los circuitos diferenciados que constituyeron hasta ahora. Desde la formación docente -ahí donde una maestra no tiene una formación disciplinar solvente para cada área particular de conocimiento, pero sí cuenta con el saber pedagógico para su abordaje; o donde el profesor de secundaria cuenta con el prestigio académico, pero no con los recursos de base para las tareas formativas iniciales-, hasta las cuadraturas curriculares -qué se espera que un chico sepa para terminar la primaria y qué para iniciar la secundaria en muchos casos no son objetivos alineados-, incluyendo las dinámicas de reagrupamiento espacial, temporal o de participación comunitaria -¡el rol de las familias!-, deben ser ítems de una discusión común que organice los objetivos de la escuela como una totalidad, evitando las segmentaciones y diferencias que, cuando se superponen con las extraescolares, tienden a machacar negativamente el tránsito de los pibes y las pibas por el nuevo nivel. Correr del medio el impresionismo frente a circunstancias escolares que se escapan de lo esperado paradigmáticamente, para esforzarse en el encuentro con una caracterización más ajustada de los chicos tal como llegan y valorando los conocimientos que traen (para desafiarlos, no para aceptarlos acríticamente en un adaptacionismo demagógico que cae en saco vacío) tanto como las nuevas modalidades para practicar el lenguaje (cómo se habla, se escucha, se piensa, se lee y se escribe hoy, cuáles son las tendencias más incisivas en este panorama), permitirá trocar -tarea urgente, colegas- el desánimo por desafíos profesionales que repongan a la docencia con nuevas herramientas para las premisas ineludibles de la institución escolar. Como le pasa a los chicos y las chicas, los docentes también participan de estos tránsitos.
Fuente: Panama - Noviembre 2025

