¿Llegaremos a tiempo?
No todos los economistas pensamos así. Frente a la devaluación interna, hay economistas que pensamos que es posible salir de la crisis con más Europa. Que un pacto social por el crecimiento y las reformas dará mejores resultados que los recortes que se nos imponen. Que España cuenta, todavía hoy, con sectores industriales punteros que hay que promover e internacionalizar. Que la inversión en I+D+i es nuestro pasaporte hacia la economía del conocimiento. Que los fondos estructurales y el Banco Europeo de Inversiones pueden movilizar recursos en sectores productivos clave. Que las reformas fiscales deben ser progresivas para proteger a los más débiles. Que el Banco Central Europeo debe asumir un papel de prestamista de último recurso. Que la racionalización no está reñida con la prestación de servicios públicos de calidad. En definitiva, que la austeridad, esa pobreza inducida, es mera ideología elevada a la categoría de ciencia.
¿Cuál es el problema de fondo en la actual crisis económica? ¿Es un exceso de endeudamiento público? No. Nuestra deuda está por debajo de la de Alemania, de la de Francia, de la media europea y es la mitad de la Inglesa o la de los Estados Unidos. ¿Es la crisis bancaria? Ha sido rescatada y la prima de riesgo sigue subiendo. ¿Es el contagio de Grecia? Han ganado los candidatos de Merkel y la prima de riesgo se dispara. El problema de fondo es la recesión, la subutilización del aparato productivo existente por falta de demanda efectiva. Contamos con instalaciones, tecnología, empresarios y trabajadores formados, y contamos con infraestructuras. También hay necesidades insatisfechas que son demanda potencial. Sin embargo, las empresas cierran o están infrautilizadas, los empresarios no invierten, los consumidores no consumen, los bancos no prestan y la política económica no asume su responsabilidad en la movilización de los recursos productivos.
Este es el problema de fondo que, como toda enfermedad, se manifiesta por síntomas que no deben ser confundidos con la enfermedad misma. Uno de estos síntomas es la crisis bancaria que contamina nuestro déficit público. El análisis de las cifras evidencia que su causa fundamental es la caída de la actividad económica. Los ingresos públicos dependen de la evolución del PIB y su caída provoca, consecuentemente, caída de los ingresos. Adicionalmente, la disminución de la actividad conlleva un aumento de los gastos públicos, particularmente de las prestaciones sociales y del servicio de la deuda pública. El empobrecimiento del país aumenta el riesgo de impagos y , por tanto, las primas sobre los intereses normales de mercado. Es la recesión, agudizada por los recortes, que aumenta la insolvencia de la banca, de las empresas, de las familias y del Estado frente a nuestros acreedores. No podemos seguir ignorando que el negocio de la banca es prestar para dar fluidez a los negocios. Las provisiones por la devaluación de sus activos y las que tendrán que ser añadidas por imperativo de la reforma financiera no serán nunca suficientes si la crisis sigue deteriorando sus balances.
¿Se está acertando en el diagnostico de la crisis? Insistir en la necesidad de reducir aceleradamente el gasto público no soluciona sino que agrava el problema. No colabora a una mayor utilización del aparato productivo, al contrario, añade al descenso de la demanda privada menor demanda pública.
No puede sorprendernos el desplome del valor de los activos bancarios y de las cifras de ingresos públicos durante los primeros meses del presente año. Al parecer se ignora el papel de las expectativas en las decisiones económicas. El simple anuncio de un recorte drástico de la inversión pública supone que miles de empresarios encarguen al jefe de personal la preparación de un ERE e, incluso, el cierre de la empresa.
Volvemos al problema de fondo y a los síntomas: la recuperación de la actividad del aparato productivo es la condición para solucionar la crisis financiera de manera sostenible. La política económica debe centrarse en el reto de movilizar los recursos productivos porque su verdadero objetivo es combatir el paro y la pobreza. Y a la luz de este objetivo, determinadas propuestas se revelan absurdas. Reducir las pensiones, por ejemplo, insinuando que son los pensionistas los responsables de la crisis, no sólo es un atentado contra la justicia, es, también, un error. El gasto de los pensionistas constituye una demanda permanente con efectos anticíclicos que propicia la supervivencia de multitud de sectores. Reducir pensiones es llevar al paro al camarero del bar de la esquina, al del puesto de periódicos y al dependiente de la tienda de ultramarinos.
El tiempo se acaba, efectivamente. Porque insistir en una política que agrava la depresión de la demanda efectiva acabará destruyendo el tejido industrial y la cohesión social, hipotecando por años las posibilidades de recuperación económica.
Tras los cantos de sirena que provienen de algunos economistas con brillantes currículos académicos, no hay ni ciencia ni progreso. Sólo escolástica, modelos sociales y económicos que esconden una silente ideología que, pacientemente, ha ido seleccionando a sus portavoces en las “mejores universidades americanas y en las más acreditadas escuelas de negocios privadas”. Nuestros políticos tendrán, como Ulises, que atarse al mástil para llegar a buen puerto. De otra manera la crisis se prolongará y, con ella, el sufrimiento y la incertidumbre. Sin alternativas a la política que nos ha traído hasta aquí proliferará el desapego en las instituciones, proliferará el fascismo. Sin embargo, las alternativas están sobre la mesa.
El tiempo se acaba. ¿Llegaremos a tiempo?
El Pais - 19 de junio del 2012