El buen marxista

Federico Vázquez
Un auditorio lleno en el Teatro San Martín. Unas mil personas. En su mayoría, jóvenes. Fines de los noventa. Más precisamente, 1998. Eric Hobsbawm arranca la conferencia contando su sorpresa: le llama la atención ver a tantos chicos interesados en lo que tenga para decir un viejo historiador inglés de visita en Argentina. Rápido de reflejos analíticos, no tarda en encuadrar esa aparente anomalía en un relato histórico: América latina, dice, es unos de los lugares donde todavía la izquierda existe, aún cuando en el resto del mundo -caída del Muro de Berlín mediante- los partidos y movimientos revolucionarios desaparecieron o se transformaron en intentos socialdemócratas cada vez más imperceptibles en su distancia respecto a las fuerzas conservadoras.

Lo dice antes de que arranque la seguidilla de gobiernos progresistas y populares, lo dice cuando eso sólo podía intuirse o comprenderse desde una mirada que se ubica por encima de la coyuntura histórica, aunque esta tuviera todos los signos de una era glaciar que pintaba para eterna. Hacía poco había escrito Historia del Siglo XX, que si admitía que con el fin del bloque socialista se cerraba toda una etapa, mostraba también la imposibilidad empírica de que ese evento significara un triunfo definitivo del orden neoliberal.

Hobsbawm se había convertido en un “clásico” estando en vida. Algo raro para cualquiera, pero todavía más para un historiador. En medio de la caída de los grandes relatos totalizadores, su obra había quedado en la otra vereda: escribió las eras de la historia europea, desde la Revolución Francesa hasta el siglo XX, buscando la explicación a los grandes cambios desde el conflicto, la lucha de intereses y el protagonismo de los colectivos sociales.

Fue un divulgador y un profesional de la historia a la vez, algo que sólo puede estar reñido desde una mirada que suele terminar en posiciones elitistas o conservadores. Sin embargo es una posicción que se suele ver entre nuestros historiadores vernáculos: son admiradores de Hobsbawm pero a la hora del debate se refugian en la defensa corporativa de la profesión, en la que aparentemente solo tienen algo qué decir los que “se han formado y han sido examinados en sus capacidades” (Luis Alberto Romero, La Nación, 30 de noviembre de 2011).

Hobsbawm tampoco creía en que la historia y la política debían estar separadas: fue casi toda su vida adulta miembro del Partido Comunista y no rehusaba a dar opiniones sobre los acontecimientos actuales. De hecho, en los últimos años, publicó algunos libros que eran recopilación de artículos o conferencias donde tocaba temas del presente (por ejemplo, sobre la Guerra de Vietnam o el Mayo Francés, escritos al borde de los acontecimientos) y que, leídos hoy, se habían vuelto, de alguna forma, textos históricos. Y es que la distancia entre política e historia, desde una mirada hobsbawmiana, digamos, es solo un instante. El del momento en que deja de ser apuesta por lo que va a venir y pasa a ser interpretación sobre lo que ocurrió.

Su ultimo libro, Cómo cambiar el mundo. Historias sobre Marx y el marxismo es una despedida con bombos y platillos, en un marco de crisis del capitalismo que habilitó una revancha intelectual de su trinchera vieja ideológica. Lejos del dogmatismo de izquierda, y aún más lejos de una mirada romántica sobre los socialismo del siglo XX, recupera a Marx como herramienta crítica del sistema capitalista. En el capitulo “Marx hoy”, sintetiza esa idea: “No podemos prever las soluciones de los problemas a los que se enfrenta el mundo en el siglo XXI, pero para que haya alguna posibilidad de éxito deben plantearse las preguntas de Marx, aunque no se quieran aceptar las diferentes respuestas de sus discípulos.”

Desde estas tierras, sin embargo, suele marcarse un defecto al gran Eric. No fue un entusiasta de los movimientos nacionales, ni siquiera de la experiencia cubana, a priori más cercana a su cosmovisión. Al final de cuentas, también era un orgulloso inglés, con una mirada inevitablemente eurocéntrica. Aun así, en uno de sus últimos reportajes deja rebotando una reflexión que habría que pensar si es para festejar o para preocuparse. A comienzos de 2011 le decía a un periodista de The Guardian, “en este momento, ideológicamente, me siento más en casa en América Latina porque sigue siendo el lugar en el mundo donde la gente todavía habla y dirige la política con el viejo lenguaje, el lenguaje del siglo XIX y el XX de socialismo, comunismo y marxismo.” Un aparente elogio que desliza, sutilmente, una pregunta tremenda: ¿Somos lo primero de lo nuevo, o lo último de lo viejo? O, para ponerlo en terminología marxista-gramsciana: ¿Este rinconcito del mundo, con sus progresismos y populismos a flor de piel, representa lo que está por nacer o lo que, todavía, no terminó de morir? El viejo Hobsbawm se sale con la suya y nos deja pensando.

Miradas al Sur Suplemento Ni a palos - 10 de octubre de 2012

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