Ébola, una radiografía política
Primero se trae a los pacientes misioneros de África, Miguel Pajares, 75 años, y García Viejo, 69, por una decisión catalogada de “sociopolítica”, o lo que es lo mismo, para sacarle rendimiento político en un momento en el que la sanidad pública se está haciendo pedazos y la sociedad lo sufre. Una buena oportunidad para dar un golpe de efecto: demostrar el altísimo nivel de la sanidad pública española, o lo que es lo mismo, aquí no pasa nada y los que protestan lo hacen por razones espurias.
Primera cuestión: ¿quién tomó la decisión de traer al primer misionero desde Liberia? Todavía no tenían ni los sueros y medicinas que habían pedido a Suiza. ¿Fue en una reunión de facultativos expertos en el tema, o partió de una notoria incompetente en todos y cada uno de los campos que ha trabajado, como es el caso de Ana Mato, licenciada en Políticas y Sociología, cuyos conocimientos en medicina están a la misma altura que los míos?
¿En qué manos estamos? ¿Y si fuera una decisión estrictamente política? Montamos un circo, nos traemos a los curillas con gran revuelo mediático, y demostramos no sólo nuestro interés por su abnegación sino también nuestra capacidad. En el fondo, digámoslo sin paliativos, los trajeron para morir y con absoluto desprecio, por ignorancia e incompetencia, de las consecuencias de tal aventura.
Donde había una responsabilidad solidaria, ahora afrontamos un riesgo de epidemia con implicaciones humanas y económicas de primer orden. No es cuestión de dimitir o no, asunto accesorio, sino de autocrítica política y desaparición de la vida pública, para evitar hacernos por enésima vez la misma pregunta del millón: ¿en qué manos estamos? ¿Quién asumió el riesgo y dio luz verde a la aventura más peligrosa que ha tenido el PP en su reciente etapa gubernamental?
Para desgracia de la vanidad de los talibanes del patriotismo esto va mucho más allá de Catalunya, la consulta y la reforma de la Constitución. Estamos en una situación de emergencia en manos de unos frívolos irresponsables. Quizá sea esta la característica de nuestra época: la frivolidad unida a una inexperiencia que es la madre de los irresponsables, que luego lo resuelven todo alegando que nunca se imaginaron tales consecuencias.
¿Algo positivo? No encuentro nada fuera de la radiografía social. Primero, conforme a los hábitos de la casta, las medallas por la genial y sensible decisión de traerse a los misioneros a España para morir junto a los suyos. Mentira. El circo se acabó cuando llegaron al hospital Carlos III, la niña de los ojos sanitarios del PP y los desmontadores de la sanidad pública en Madrid. ¿De verdad alguien puede imaginar que se los trajeran para morir? Además, de manera fulminante; uno duró cinco días, el otro apenas tres.
Vivimos tiempos mediáticos evocadores de viejas épocas. Sólo lo virtual otorga una ventanilla de verosimilitud. Vuelven los periodistas que exigen la censura de sus adversarios políticos, con los que se ensañan cuando les dan una oportunidad. Hace cien años, al menos existía el riesgo de retar a duelo a los malandrines, ahora sólo queda aguantar y esperar tiempos mejores. En una época como esta sí que cabría una denuncia ante una de las decisiones políticas más temerarias del Gobierno de Rajoy, como es el transporte para la agonía de dos misioneros a los que no había posibilidad alguna de salvar, por falta de medios y de saberes, y que se ha convertido, de momento, en la tragedia de una auxiliar de enfermería, Teresa Romero, su marido, y la más inocente de las víctimas, un perro de nombre Excalibur, ajusticiado por comodidad, quizá porque era el único que no podía denunciarles ante los tribunales.
Pero ahora viene la parte más sórdida, la de cómo hacer que toda la impostura de unos “protocolos”, ¡palabra mágica que lo ampara todo!, improvisados para abordar un virus poco conocido, porque hasta ahora afectaba a los negros y en África, recayera sobre alguien fuera de la casta político-profesional. Hacer recaer la responsabilidad en el eslabón más débil de la cadena hospitalaria. Una auxiliar de enfermería; la que hubo de recoger los restos de la temeridad política.
Teresa Romero, a la que las instituciones del PP madrileño e incluso los médicos dentro de toda sospecha, acusan de cosas tan singulares como falta de rigor y ser el agente que ha provocado lo que ninguno de sus superiores habría previsto. Un contagio. Un médico, saltándose el decaído juramento hipocrático, sugirió que quizá “hubiera habido” el tacto de un dedo sobre la cara de la “auxiliar de enfermería”. Atención siempre a la categoría de clase: auxiliar de enfermería. El escalón más bajo del trato al paciente, el menos protegido, el que se puede comer todos los marrones de los caballeros titulados. ¡Un dedo en la cara!, precedido de un imperfecto de subjuntivo, “quizá hubiera habido”, un tiempo de verbo que quizá ya no se dé en las escuelas pero que exigiría una explicación sobre la ambigüedad perversa que entraña. Garantizo que ese galeno llegará lejos en las instituciones sanitarias; tiene madera de cínico y esa bonhomía del supuesto científico, que parece que no le da importancia pero que la ha señalado no como víctima sino como autoinculpada.
Y qué decir del consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, eminente catedrático de la Complutense, doctor Javier Rodríguez, conocido entre el estudiantado por “Gorca” por razones que la autocensura me impide explicar. Es él quien da un paso más y se pregunta si “la auxiliar” no habrá mentido. La medicina es una de las actividades que generan más corrupción y mentira, superior en ocasiones a las entidades financieras, auténticos profesionales de la falacia. Y es obvio y no cabe escandalizarse, porque mientras unos aseguran estar atentos a su fortuna, cosa importante y trascendental, los otros se ocupan de su vida y de su muerte, asunto inapelable. ¿De qué le vale la fortuna si usted se muere en un box, más abandonado que un periodista decente?
La perversidad de una manipulación de Estado es indescriptible y la gente que no está en esos secretos se queda perpleja. La auxiliar de enfermería, que llevaba días anunciando que dada su peculiaridad de haber tratado a los dos enfermos terminales del ébola, los misioneros, tenía fiebres y que no alcanzaba los límites del protocolo, 38,6. ¡Qué importan los límites! Lo que interesa es cumplir el protocolo, esa barrera que impone el poder para preservarse de sus responsabilidades. Que fue a hacer oposiciones para dejar de ser auxiliar de enfermería y pasar a fija, que siguió su vida cotidiana, que incluso se depiló…
¿Esa basura de gente no puede ser denunciada por la ciudadanía y los medios de comunicación? ¿Alguien dio instrucciones a la auxiliar? ¿Le dijeron lo que había que hacer? Nada de nada. El poder es sordo y ciego cuando se trata de su supervivencia. Que la auxiliar sea crucificada, que el marido pase a la cuarentena del apestado, y que al perro lo maten, porque al fin y a la postre no vota ni tiene familia ni hay que explicarle que va a morir, parecen accidentes. Es verdad que el animal no contagia a nadie, pero como no dice nada puede ser la mejor víctima propiciatoria de la catástrofe. Muerto el perro, se acabó la rabia. Un refrán popular que, como casi todos, es falso y resume una tradición: el más débil paga las responsabilidades del poderoso. Podríamos compararlo con la diferencia entre una auxiliar de enfermería y un doctor diplomado con mando en plaza.
- Gregorio Morán es un columnista habitual en el diario barcelonés La Vanguardia. Amigo deSinPermiso y veterano resistente y luchador político en el clandestino Partido Comunista de España bajo el franquismo, Morán es un periodista de investigación que ha escrito, entre otros de aguda critica cultural, libros imprescindibles para entender el proceso que llevó en España de la dictadura franquista a la monarquía parlamentaria actual.
Sinpermiso - 12 de octubre de 2014