Aparición con vida en Ayotzinapa

Emiliano Guido
Qué cosecha un país cuando siembra cuerpos?”, graffitean y gritan los estudiantes mexicanos cuando se movilizan para reclamar la aparición con vida de los 43 estudiantes de magisterio desaparecidos hace casi dos meses en el poblado de Iguala, estado de Guerrero, territorio ubicado sobre el Pacífico sur del país.

Esa pregunta estremecedora retumba en todo México, enciende las protestas de los gremios políticos docentes, desadormece a las franjas sociales menos participativas, inquieta a la comunidad internacional y hasta logra un pronunciamiento solidario del Papa Francisco. Mientras tanto, el telegénico presidente Enrique Peña Nieto, porte y sonrisa de galán de Televisa, continúa su gira de negocios por China. En concreto, los 43 “normalistas” no aparecen.

Se supone que están muertos y que no sobrevivieron a la masacre del 26 de septiembre, donde fallecieron otras seis personas, gatillada por el alcalde y el cártel narco local para disciplinar a los sectores rebeldes de un pequeño paraje rural que fue cuna de varios movimientos guerrilleros campesinos. Las autoridades policiales rastrillan basurales y zonas desérticas de Guerrero. Encuentran, por lo tanto, fosas clandestinas apiñadas con cadáveres que no se corresponden con los hombres y mujeres buscados. Esos cuerpos, esos NN podrían ser parte de las decenas de miles de víctimas fatales de la guerra sucia declarada por el gobierno nacional, y mimada por los dólares del Pentágono, hace más de una década contra los cárteles del narcotráfico. O, por qué no, podrían ser mujeres acogotadas o calcinadas por los machotes reyes del feminicidio mexicano. O, quizás, los occisos sin nombre y apellido descubiertos en estas horas sean parte de los numerosos contingentes de inmigrantes que no llegan a la frontera norteamericana porque, antes, un “camello” estafador decidió matarlos luego de haber embolsado su dinero como guía. Mientras tanto, los padres de los normalistas desaparecidos continúan gritando a voz en cuello: “Aparición con vida”, “Con vida se los llevaron, con vida los queremos”. ¿Qué cosecha un país cuando siembra cuerpos? La respuesta estruja el pecho del pueblo mexicano: genocidio de clase y étnico, terrorismo de estado con baja intensidad, un narcoestado, un presidente de cartón, cada opción es más macabra que la anterior.

La protesta por el caso de Ayotzinapa enciende todo México. Cuando caía el sol del último jueves, los vecinos de las principales ciudades aztecas iluminaron sus balcones y ventanas con la pequeña lumbre de una vela para recordar la persistencia del reclamo. En cambio, la más iracunda Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (Ceteg) se movilizó ante el Parlamento regional y prendió fuego el edificio tras arrojar hacia su interior varias bombas molotov. Paralelamente, las agrupaciones estudiantiles de Guerrero piquetearon el ingreso al aeropuerto de la turística ciudad de Acapulco y lograron cancelar varios vuelos internacionales. En las redes sociales como Twitter la etiqueta Ya me cansé agrupa y potencia los mensajes electrónicos de los indignados nacionales. Evidentemente, la sociedad mexicana muestra su desagrado por la desaparición de los 43 estudiantes de magisterio de diferentes maneras. Pero, en todo caso, la respuesta gubernamental no ayuda para calmar los ánimos. Peña Nieto, en principio, minimizó el caso. Cuando el clima social hervía por la falta de respuesta institucional, el hombre que devolvió al PRI al poder decidió recibir a los familiares de los estudiantes en la residencia presidencial de Los Pinos. De esa reunión, realizada el 29 de octubre, surgió una hoja de ruta de diez puntos de compromiso, de los cuales “no se ha resuelto ninguno”, según los padres y madres de los “normalistas”. Además, el cinismo del Poder Ejecutivo encrespó más la situación. La Secretaría de Gobernación, por ejemplo, nomina a los estudiantes desaparecidos de Iguala como “no localizados” en sus comunicados oficiales. Incluso, el Equipo Argentino de Antropología Forense tuvo que desmentir la versión oficial sobre la supuesta localización de los cadáveres en la vera de un río cercano al Magisterio donde estudian los jóvenes desaparecidos.

Juan Villoro es uno de los cronistas y escritores mexicanos más reconocidos en el mundo. Ganador del premio Herralde de novela por su deslumbrante pieza El Testigo, Villoro acaba de publicar un texto en el diario madrileño El País, titulado “Yo se leer, vida y muerte en Guerrero”, muy significativo para poder leer el desconcertante momento que vive México. “La gran paradoja del Estado de Guerrero es que ser maestro también es un oficio de alto riesgo. (Lucio) Cabañas (comandante de una guerrilla campesina regional) nació en un pueblo que refutaba su nombre (El Porvenir) y se dedicó a la enseñanza primaria. Muy pronto descubrió que era imposible educar a niños que no podían comer. Con el tiempo, quienes enseñaban a leer radicalizaron sus métodos de lucha. La cultura de la letra ha sido un desafío en una zona que dirime discrepancias a balazos. En los años sesenta del siglo XX, dos terceras partes de los pobladores de Guerrero eran analfabetas. La Normal de Ayotzinapa surgió para mitigar ese rezago, pero no pudo ser ajena a males mayores: la desigualdad social, el poder de los caciques, la corrupción del gobierno local, la represión como única respuesta al descontento, la impunidad policiaca y la creciente injerencia del narcotráfico”, enfatiza Villoro. Párrafos más adelante, el autor de Arrecife concluye su columna de opinión advirtiendo que: “En Guerrero, la violencia ha sido sistemáticamente alimentada por las masacres cometidas por el ejército y grupos paramilitares. Luis Hernández Navarro, autor de un libro crucial sobre el tema (Hermanos en armas), señala que todos los movimientos insurgentes de la región han surgido después de matanzas (la de Iguala, en 1962, produjo el levantamiento de Genaro Vázquez; la de Atoyac en 1967, el de Lucio Cabañas; la de Aguas Blancas en 1995, el del Ejército Popular Revolucionario). ¿Cuál será el saldo de 2014? El narcotráfico ha ganado fuerza en la región con la presencia rotativa de los cárteles de La Familia, Nueva Generación, los Beltrán Leyva y Guerreros Unidos. Pero no es la principal causa del deterioro. En ese territorio bipolar, el carnaval coexiste con el apocalipsis. El emporio turístico de Acapulco y la riqueza de los caciques contrasta con la pobreza extrema de la mayoría de la población”.

Otra célebre representante de la narrativa local, la escritora Elena Poniatowska, fue la encargada de cerrar una movilización estudiantil congregada en el Zócalo, la Plaza de Mayo azteca, con la lectura de un texto suyo en homenaje a los estudiantes de Iguala. Poniatowska no sabe, por supuesto, si los jóvenes de Guerrero están vivos o muertos. Pero, como es sana costumbre de los organismos de derechos humanos latinoamericanos, Elena decidió recordar momentos bellos, cómicos o contradictorios de la vida de los cuarenta y tres para fortalecer la memoria popular y así enterrar el silencio y el miedo. Entonces, Elena arrancó con un reclamo “a cielo abierto y en voz alta”, y pidió a la multitud que luego de cada texto dedicado a un desaparecido, repitieran “regrésenlo”. Así leyó que Jhosivani camina ocho kilómetros por día para ir y venir a la escuela, que a Saúl le falta el anular izquierdo porque se lo comió un molino cuando hacía la masa y que Cutberto imita a la perfección la voz de Bob Esponja. Poniatowska no pudo terminar su oratoria. Antes, se desmayó. El peso del horror, quizás, la derrumbó. Así está el alma de México, entre encendida y apocada, por la desaparición aún no esclarecida de los cuarenta y tres jóvenes estudiantes de Guerrero.

Miradas al Sur - 15 de noviembre de 2014

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