Genocidio armenio: llamar a las cosas por su nombre
La noche sangrienta del 24 de abril de 1915 fue el primer paso de una masacre contra ese pueblo que alcanzó al millón y medio de víctimas en los dos años siguientes. Se trató del aniquilamiento sistemático de un grupo nacional y étnico, razón por la cual una mayoría de historiadores y analistas lo describen como un genocidio. El persistente negacionismo de esos horrores por parte de Turquía, heredero de aquel imperio, pero especialmente la ausencia de una acción internacional inmediata, dejó un páramo moral de una enorme gravedad. De haberse reaccionado a tiempo quizá el holocausto del pueblo judío habría sino evitado. La despreciable frase de Adolf Hitler en agosto de 1939 cuando preguntó provocador “¿quién habla hoy del exterminio de los armenios?”, prueba ese desarrollo.
Este trasfondo marca el reciente mensaje del Papa Francisco en el Vaticano. Hablando frente al presidente armenio Serzh Sargsyan, le dio un respaldo político y mediático único a la denuncia que nombró como el primer genocidio del siglo XX. Y elevó la demanda de reparación del pueblo victimizado. Hay valores inmediatos que se juegan en esas definiciones y exceden lo evidente. El pontífice argentino salió a defender a una comunidad cristiana que fue violentada de ese modo cien años atrás. Pero la exhibió como un arquetipo de lo que sucede hoy en Oriente Medio. Enormes poblaciones de esa fe están siendo exterminadas por bandas extremistas de mercenarios que usan al islam como un ariete de batalla. El eje no es sólo la acción de esas organizaciones sangrientas, sino el hecho claro de que estos grupos forman parte de una estrategia superior de intereses que pugnan con esos métodos por el control de la región.
No fue esta la primera vez que el Papa alude en tales términos a los sucesos de Estambul de 1915. Lo hizo antes, también sonoramente, el 3 de junio de 2013 cuando recibió a una delegación de armenios liderados por el patriarca de la diáspora del Cercano Oriente. Pero la reacción de Turquía no pasó entonces de un mohín de protesta. Esta vez, sin embargo, la cólera del presidente Tayyip Erdogan por las palabras del Papa rondó la ruptura de relaciones con el Vaticano, con retiro del embajador y una retórica encendida del mandatario y sus allegados que bordeó el insulto.
Es improbable que esa furia se haya debido sólo al dato simbólico agregado de que la denuncia papal se produce en los umbrales del centenario del inicio de la masacre el próximo viernes, lo que multiplica la atención mundial. El hecho incide, es verdad. Pero lo cierto es que el holocausto armenio se ha convertido en la vidriera de una debilidad objetiva de Turquía. Un camino no deseado y hasta posiblemente inesperado por Erdogan pero que pavimentó con sus errores.
Es claro que para El Vaticano la actitud descomprometida inicialmente de Ankara con el ISIS, no la única pero la peor de las bandas integrista que asuelan el área, no fue constructiva. Turquía y gran parte de las coronas y autocracias árabes que ahora intentan neutralizar ese peligro, contribuyeron o dejaron crecer a estos fundamentalistas en la idea de que servirían como un garrote contra la teocracia persa. Pero terminaron por crear un búmeran. Teherán se fortaleció en lugar de debilitarse con un rol cada vez más evidente en la lucha contra el ISIS en Irak, incluso revoleando una alianza no tan oculta con EE.UU. En Siria, la bestialidad de la amenaza, alejó del peligro de derrocamiento al hombre fuerte de ese país, Bashar al Assad, aliado carnal de Irán y devenido en un mal necesario por sus antiguos enemigos. La estrategia original turca apuntaba a remover al líder de Damasco para reducir el patio trasero iraní y controlar a ese país árabe petrolero por medio de un régimen marioneta. Para ello alentó el crecimiento de la cofradía de los Hermanos Musulmanes, una organización regional casi centenaria, islámica moderada y oportunista, que se coronó como el primer gobierno democrático de Egipto tras la caída de medio siglo de dictaduras militares. Con estas estrategias Erdogan fantaseaba en convertir a su país en la mayor estructura sunnita de la región. Una ambición que debe leerse no en términos religiosos, sino por el valor de un espacio mundial de alto valor estratégico.
Pero el gobierno de Mohamed Mursi no cumplió las expectativas de los egipcios y la misma multitud que se alzó contra las dictaduras marchó en su contra. Cuando cayó en 2013, con apoyo de EE.UU. y beneplácito de Arabia Saudita volvieron los militares travestidos en demócratas. De inmediato, Egipto rompió relaciones con Turquía y canceló todos los convenios con su gigantesco vecino en especial uno clave que permitía el tránsito de mercaderías por su territorio. El aislamiento de Ankara se agravó cuando Qatar, uno de sus últimos asociados, reconfiguró su estrategia y abandonó el barco de los amigos de la cofradía musulmana para no enemistarse con Riad.
Armenia es un histórico aliado de Irán. Ese dato explica que a Turquía no lo impulsa sólo el fervor de negar lo sucedido hace un siglo, sino bloquear cualquier ganancia geopolítica que pueda asignarse su adversario persa. Pero, en estas horas bajas Ankara perdió grandes cuotas de influencia y con ellas su capacidad para limitar el alcance global de la cuestión armenia. Después del Papa, la Unión Europea sumó su condena. Y resta ver, ahora, si Barack Obama nombra con el nombre de genocidio lo ocurrido.
Lejos de aquellas batallas de poder, en su centenario esta tragedia debería merecer una mirada más humana y llena de justicia por el valor del reconocimiento que demandan las víctimas armenias.
En La Muerte y la Doncella Ariel Dorfman describe a una mujer que fue torturada salvajemente durante la dictadura chilena. Cuando llega la democracia, por un hecho casual logra encontrar a su verdugo a quien detecta por la voz, debido a que siempre la tuvieron vendada. Lo secuestra, lo ata a una silla, lo presiona, le exige por días hasta que al fin el hombre nombra lo que hizo. Entonces lo libera. El reconocimiento es el primer paso al castigo, pero hay una escala donde implica mucho más que ese destino. La admisión de la culpa por el victimario es para la víctima una forma de restaurar su orden y la normalidad. Es un derecho existencial que no puede ser arrebatado. De eso se trata la dolorosa lucha que por décadas han venido sosteniendo los armenios para que se diga finalmente con la verdad lo que sucedió hace ya demasiados cien años.
Clarín - 17 de abril de 2015