¿Se termina un ciclo?
Roma.- ¿La dimisión del primer ministro de Italia, Matteo Renzi, es realmente un asunto local? No hay duda de que un referendo sobre un cambio constitucional puede ser una cuestión de confianza en él, pues personalizó el asunto a tal punto que se volvió una votación sobre el joven gobernante.
Pero si se analiza socialmente la consulta popular, se ve que el voto por el no vino otra vez de las partes más pobres de Italia. Milán es un estudio de caso. Los votantes del centro se inclinaron por el sí, y los de la periferia, por el no.
¿No es acaso similar a lo que pasó con el brexit y las elecciones de Estados Unidos? Y Renzi cayó en la misma trampa que el ex primer ministro británico David Cameron, al convocar a un referendo sobre un asunto tan complejo y poner en riesgo su propia credibilidad y prestigio para que lo arrase una inesperada ola de resentimiento, como él mismo declaró: “No tenía idea de que me odiaban tanto”.
Eso es importante, pues muestra que aun dirigentes tan brillantes como Renzi, no se dan cuenta de que desde hace años ronda un tsunami de resentimiento, que ha sido ignorado por el sistema, por los medios y por los políticos.
Finalmente, todo el mundo relaciona las próximas elecciones en Holanda, en marzo, en Francia, en mayo, y en Alemania, en agosto, como fechas en las que las olas populistas, nacionalistas y xenófobas crecerán aún más.
Un gran suspiro de alivio se escuchó en toda Europa cuando Norbert Hofer, candidato del Partido de la Libertad de Austria, de extrema derecha, perdió con 47 por ciento de los sufragios frente al candidato del Partido Verde, Alexander Van der Bellen, quien obtuvo 53 por ciento.
El ministro alemán Ulrich Kleber declaró: “(El presidente estadounidense electo Donald) Trump marcó un punto de inflexión. La mayoría liberal presiona”. En la última reunión del eurogrupo, la propuesta de la Comisión Europea de permitir un presupuesto fiscal flexible perdió por la presión alemana.
De hecho, las encuestas actuales muestran que el Partido de la Libertad tiene posibilidades de ganarle a la vieja coalición de demócratas sociales y demócratas cristianos que gobiernan Austria desde el final de la guerra. Y como muestran las encuestas actuales, a mediados de marzo, el xenófobo Partido por la Libertad, del oxigenado Geert Wilders podría quedarse con 21 por ciento de los sufragios, más que el Partido Popular por la Libertad y la Democracia, que obtendría 19 por ciento.
En Francia, para evitar que gane Marine Le Pen; al final todo el mundo estará obligado a votar a François Fillon, quien se ha inclinado tanto a la derecha en varios asuntos que es apenas reconocible.
Finalmente, en Alemania, Ángela Merkel anunció que realizaría una campaña sin ideología, para no acentuar ninguna diferencia con el partido de extrema derecha AfD en las próximas de elecciones de agosto.
Es desconcertante que el sistema político siga pensando las elecciones como condicionadas por factores locales. Claramente, Trump solo podría ser electo en Estados Unidos. Pero debe quedar claro que lo que ocurre es consecuencia de la reacción de los ciudadanos a escala global.
¿Pero cómo podemos esperar que quienes apoyan la globalización neoliberal desde 1989 reconozcan su culpa? Es una señal de estos tiempos que el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos sean los que pidan una vuelta al papel de un Estado regulador y denuncien que las desigualdades sociales y económicas frenan el crecimiento.
La cuestión es si es demasiado tarde. Ahora será extremadamente difícil regular el mundo de las finanzas, en especial porque Trump eliminará las pocas regulaciones que quedan y formará un gabinete de banqueros.
Desde hace más de una generación, el mercado ha sido considerado el único actor legítimo en materia de economía y sociedad. Los valores consagrados en la mayoría de las constituciones, como justicia, solidaridad, participación y cooperación se sustituyeron por competencia, enriquecimiento e individualismo.
En la actualidad, los niños de China, Rusia, Estados Unidos y Europa no están unidos por valores, sino por marcas, Adidas, Coca-Cola, entre otras. Los ciudadanos se volvieron consumidores. En un futuro próximo, los datos sobre la vida, las actividades y los hábitos de consumo de cada individuo y acopiados gracias a Internet, pautarán cada vez más sus vidas.
La robotización de la producción de bienes y servicios pasará del actual 16 por ciento a 40 por ciento en 2040. Basta pensar en cuántos choferes perderán su empleo con la automatización de los automóviles. Y las personas desplazadas en fábricas son lo mejor de los trabajadores, y no los que tienen trabajos precarios que votan por los populismos.
Otro asunto solapado es que todos los partidos populistas están totalmente en contra de los acuerdos y tratados internacionales. Los partidos europeos se oponen a la unidad de Europa. Trump quiere salirse de los acuerdos existentes. Y todos juntos consideran que el Acuerdo de París sobre cambio climático atenta contra los intereses individuales. Todos hablan sobre su identidad nacional, de su pasado glorioso y sobre cómo deshacerse del multilateralismo y el internacionalismo.
De hecho, en la administración Trump, el término “globalista” es peyorativo. Un globalista es el enemigo que quiere vincular a Estados Unidos a otros países y otras perspectivas. Aun así, el Partido de la Independencia del Reino Unido, el Frente Nacional, en Francia, y el Movimiento 5 Estrellas, de Italia, entre otros, salvo algunas reuniones muy mentadas, nunca pudieron crear una plataforma común en materia internacional, a no ser por la abolición de la Unión Europea. Ahora que Trump designó a Stephen Brennan, quien ya anunció que parte de su trabajo es fortalecer los partidos de derecha y populistas de Europa, será interesante ver cómo, y sobre qué base, podrán crear alianzas, aparte de oponerse al matrimonio homosexual y a los nacimientos extrauterinos.
Pero hay un elemento común en los asuntos internacionales. La simpatía por el presidente de Rusia, Vladimir Putin, considerado un defensor de los valores nacionales y el inventor de la “democracia iliberal”, adoptada oficialmente por Viktor Orbán, primer ministro de Hungría, seguido por otros integrantes del Pacto de Visegrad, entre Polonia, República Checa y Eslovaquia, bajo la mirada benevolente del presidente Recep Tayyip Erdogan desde Turquía. Putin también atrae cada vez más a Fillon, en Francia, a Matteo Salvini, en Italia, a Nigel Farage, en Inglaterra, a Wilders, en Holanda, y ahora a Trump, el último toque para su legitimación.
Pero la pregunta es si la respuesta a la globalización neoliberal elegida por sus víctimas es orgánica y adecuada. ¿Podrán hacer lo que el desacreditado sistema, en crisis por la globalización, no pudo hacer? Esa es la cuestión central a considerar.
Al observar el gabinete de Trump, quedan muchas dudas. Es una buena imagen decir que sería como poner al conde Drácula a vigilar un banco de sangre. El posible secretario de Educación aboga por aumentar la educación privada. El de Salud está a favor de desmantelar el sistema de salud pública. Casi todos o una buena parte de ellos son multimillonarios. Los asesores proceden todos de grandes corporaciones. Resulta difícil comprender cómo un grupo de personas ricas y poderosas podrá identificarse con las víctimas de la globalización.
Los discursos de Trump contra Wall Street, injusticia social y existencia precaria, que le hicieron poner mala cara, al igual que a Bernie Sanders, desaparecieron. Las compañías de energía recibieron su mayor impulso en varios años, gracias a que el presidente electo quiere retirarse del Acuerdo de París y ampliar el uso de los combustibles fósiles. Pero al mismo tiempo, cientos de ciudades aprueban normas para contener el cambio climático. Es imposible saber qué significará para el mundo o para el propio Estados Unidos. Pero hay señales de que se legitimará la codicia. Numerosos historiadores sostienen que la codicia y el miedo son dos factores importantes para cualquier cambio. El miedo a los inmigrantes es el principal combustible de la xenofobia. No sorprende, entonces, que el nacionalismo, la xenofobia y el populismo crezcan.
El problema es que el debate creciente sobre las víctimas de la globalización se basa en los síntomas y no en las causas. Si en la época de la Unión Soviética le preguntábamos a un transeúnte “¿Cuál es el paradigma que guía la política económica y social aquí?”, con seguridad la respuesta hubiera sido “comunismo o socialismo”. Desde 1989, una pregunta como esa hubiera dejado en blanco a la persona interrogada, mientras vivíamos en un paradigma igual de acotado y totalmente generalizado: mercado, la mayor eliminación posible del Estado, de lo público y la mayor reducción posible de los costos sociales no productivos. El individualismo y la competencia son factores ganadores, proteger y apoyar la riqueza y reducir lo más posible el personal y los costos.
Hay un cambio generacional diferente. Los jóvenes abandonaron la política, perdieron perspectiva y se volvieron opciones administrativas que pasaron a ser cada vez más corruptos y se refugian en el mundo virtual de Internet. Pero se reúne en grupos de personas que comparten pensamientos similares. Si soy de izquierda, me uno con otro de izquierda. Nunca con un tipo de derecha, como lo haría en la vida real. Y en esos grupos, emergen los más radicales. Tenemos un mundo creciente de jóvenes radicalizados y con gran respeto de sí mismos, que perdieron la capacidad de debatir. Cuando se reúnen, hablan de música, de deportes, de moda, pero nunca de ideas o de ideales para evitar conflictos y disputas. Sin jóvenes que quieran cambiar el mundo en el que viven, el elevador de la historia se estanca. Y si se suman muchas otras tendencias históricas, desaparece la capacidad de corregir errores y desequilibrios.
Es antihistórico bloquear la inmigración cuando los países industrializados tienen tasas de nacimiento negativas, y la productividad y las pensiones están en peligro. Es antihistórico imponer de vuelta aranceles, reducir el comercio y los ingresos y aumentar los costos. Es antihistórico aceptar que el paraíso fiscal se traga 12 por ciento del presupuesto del mundo. Es antihistórico eliminar acuerdos internacionales, la cooperación internacional y volver a los pequeños límites fronterizos. Es antihistórico que los ricos se vuelvan más ricos (en la actualidad 88 personas concentran la misma riqueza de 2.200 millones de personas) y los pobres más pobres. Es antihistórico ignorar el amenazante problema del clima, sobre el cual ya reaccionamos tarde. Es casi como romper un gran vaso, creemos que será ventajoso porque tendremos muchos fragmentos pequeños.
China, India, Japón, Rusia y, ahora, Estados Unidos se vuelven todos nacionalistas. Este último siempre lideró, no sin resistencia, como garante de la estabilidad mundial, atribuyéndose el destino manifiesto de país excepcional. Ahora pretenden tener el destino manifiesto de pensar solo en sí mismos. Trump se dará cuenta de que será el capitis diminutio de Estados Unidos.
Estamos, por ende, en un punto de inflexión histórico. Venimos de 70 años de crecimiento de la cooperación internacional, de la creación de las Naciones Unidas, dedicada a la paz y al desarrollo, y de la Unión Europea, basada sobre la misma filosofía, y un enorme florecimiento de pactos sobre comercio, salud, educación, trabajo, deportes, turismo y lo que sea que convoque a la gente, una tendencia que ahora se revierte. La globalización neoliberal le dio a esas tendencias una dirección específica e incuestionable: el mercado es el único actor y el hombre ya no es el centro de la sociedad.
La tendencia hacia la que vamos es clara, en especial después del 9 de noviembre: hacia un mundo de Trump. ¿Pero será esa la respuesta a los problemas de las grandes masas que cambian su representación política? No, si no discutimos ni adoptamos un paradigma, compartido por una gran mayoría, y volvemos a garantizar otra vez la justicia social, la democracia y la participación. ¿Es tan difícil leer la historia?
América Latina en movimiento - 8 de diciembre de 2016