Brasil: Estado de excepción
Parecía un show de talentos en el que cada participante enviaba saludos a quienes lo estaban mirando, saludaba a una hija que cumplía años ese mismo día, a un abuelo cariñoso ya fallecido, a un esposa amada o a un grupo de fieles amigos del barrio. “A mi tía Xexê, que me cuidó de pequeño”, sostuvo uno, casi al borde de las lágrimas. Parecía, más bien, una ceremonia evangélica, en la que cada fiel se encomendaba a Dios, rogándole inspiración y protección. Parecía, en verdad, una macabra ceremonia de linchamiento público, un rito medieval y mediático, un reality show inquisidor, con actores mediocres ejecutando su patético papel, uno tras otro, envueltos en banderas, portando pancartas y con sus trajes adornados con cintas de colores, fantoches de una comparsa desafinada, moviéndose en procesión hacia el altar del escarnio, desde el que desplegaban sus discursos de odio, sus ofensas y amenazas.
Así sorprendió al mundo el Congreso brasileño, la noche en que debía consagrarse al ejercicio de su responsabilidad más compleja: votar el proceso de destitución de la presidenta de la república. Miles de espectadores del trágico espectáculo se habrán preguntado, dentro y fuera de Brasil, cómo podía ser posible que de esas personas dependiera nada menos que la promulgación de las leyes de una de las diez naciones más poderosas del planeta.
Alrededor de 60% de los representantes legislativos brasileños tiene causas judiciales pendientes, gran parte de ellas por corrupción. 36, de los 65 miembros de la Comisión de Impeachment, que elaboró el informe favorable a la destitución de Dilma Rousseff, enfrentan acciones judiciales por los más diversos delitos. Aunque cerca de 200 de los 367 diputados que votaron a favor del impeachment están involucrados en procesos judiciales, no les impidió gritar a viva voz que destituían a la presidenta para acabar con la corrupción y moralizar el país. Sabemos que la verdad no siempre es motivo de culto por parte de los representantes legislativos, especialmente cuando persisten en el ejercicio del delito y aprovechan sus fueros para escapar de la justicia. Sin embargo, cuando el pudor desaparece, cuando el cinismo se apodera sin máscaras de las instituciones públicas, la decadencia de la democracia corre el riesgo de volverse irreparable. Desde un punto de vista progresista, la democracia es una cuestión de forma y de contenido, de procedimientos y de resultados. Para la derecha, es sólo una cuestión de forma. Por eso, cuando la derecha no cuida siquiera las apariencias, cuando la impunidad desprecia hasta los eufemismos y gestos que suelen usarse para volverla imperceptible, la democracia tiende a volverse una farsa, una caricatura de lo que debería ser.
El Congreso brasileño es eso que vimos por televisión el domingo pasado. Una sesión solemne de impeachment transformada en un aquelarre grotesco de personajes siniestros, fue su carta de presentación al mundo, un ventana transparente y cristalina que lo ha mostrado tal cual es.
Que el gobierno de Dilma Rousseff está atravesando una profunda crisis, nadie lo duda. Que la corrupción se ha imbricado capilarmente en el Estado brasileño, como en buena parte de los países latinoamericanos, tampoco. Sin embargo, lo que parece poco creíble es que cualquiera que haya asistido a la sesión extraordinaria del domingo, podrá pensar que alguno de los diputados de la oposición que votó por la destitución de Rousseff está en condiciones de reparar o, por lo menos, de mejorar las frágiles condiciones de gobernabilidad que posee el país.
La causas de un impeachment están claramente tipificadas en la Constitución Nacional. Para que un presidente sea apartado de su cargo, debe existir un delito de responsabilidad que viole los principios éticos y jurídicos que fundamentan la carta magna. Si la presidenta brasileña cometió o no este tipo de falta, es obviamente discutible. Lo que llama la atención es que los motivos del impeachment puesto en votación el domingo, no parecieron importarle a ningún diputado de la oposición: menos del 5% de ellos mencionó, confirmó o hizo referencia a las supuestas irregularidades en la administración de recursos presupuestarios (un tema que, en rigor, nada tiene que ver con la corrupción, sino con la responsabilidad fiscal). El impeachment debe tener una fundamentación jurídica porque lo que está en juego es si el mandatario en cuestión cometió o no un delito. Para los 367 diputados que votaron contra la presidenta brasileña, ella cometió diversas irregularidades, aunque ninguna de las mencionadas fue considerada en los fundamentos jurídicos de una acusación votada el domingo y que, en rigor, no fue otra cosa que una coartada para el golpe en gestación.
A Dilma Rousseff se la acusó en la sesión parlamentaria de comandar un gobierno de mafiosos y corruptos; de no saber gobernar el país; de no respetar la ley de Dios; de estar apoyada por el comunismo (inclusive el de Corea del Norte); de no promover el crecimiento y de perjudicar a las empresas, a los médicos, a las compañías de seguro, a los militares, a la policía, a los vendedores de cosméticos, a los trabajadores rurales y a los empleados públicos. Había que sacarla de inmediato del gobierno, se dijo, para acabar con el Partido de los Trabajadores y con la izquierda, con los bolivarianos y con el socialismo, con los homosexuales y con la república gay, con la delincuencia y con el cambio de sexo de los niños, con las centrales sindicales y los derechos humanos. Gobernaba mal, sostuvieron, y casi todos los que votaron en su contra parecieron afirmar que este era un motivo suficiente para destituirla, violando así la Constitución Nacional, que atribuye ese derecho al pueblo y a un procedimiento indelegable: las elecciones abiertas y obligatorias. Los diputados que votaron a favor del impeachment pusieron en evidencia que los argumentos jurídicos contra la presidenta brasileña eran simplemente una excusa para alienar, secuestrar y negar el ejercicio del derecho que fundamenta toda democracia: la soberanía popular. Si no se puede comprobar que el mandatario ha cometido un delito de responsabilidad, el único camino para llegar al poder son las elecciones. Si esto no ocurre, estamos en presencia de un golpe, lo cometan militares uniformados o diputados disfrazados de payasos.
La sesión de destitución de Dilma Rousseff estuvo presidida por uno de los políticos más corruptos de la historia democrática de Brasil: Eduardo Cunha.
Cunha ingresó a la política como ahijado de Paulo César Farias, el célebre tesorero del ex presidente Fernando Collor de Mello, responsable por un amplio esquema de corrupción conocido como “Esquema PC”, que llevó a la renuncia del mandatario brasileño en el anterior caso de impeachment que registra la historia democrática del país. Meses después de la renuncia de Collor, PC Farías moriría asesinado junto a su novia, en una playa del Nordeste brasileño. Cunha fue nombrado por Collor de Mello presidente de la compañía telefónica de Río de Janeiro, TELERJ. Realizó allí sus primeros pasos en la gestión pública y en la corrupción estatal. Los escándalos lo llevaron a la Secretaría de Vivienda de Río, de donde debió salir acusado de recibir sobornos y sobrefacturar obras públicas. Fue elegido diputado. Uno de sus principales proyectos fue tratar de proclamar el Día del Orgullo Heterosexual. Otro, criminalizar la homosexualidad. Eduardo Cunha participa del Frente Parlamentario Evangélico, conformado por representantes que aman tanto a Dios como al dinero ajeno, más de la mitad de los que participan del grupo también están procesados por corrupción. Cunha ha sido acusado de recibir sobornos en el esquema de contratos de la Petrobras (más de 5 millones de dólares). Recientemente, negó tener cuentas personales en Suiza: “No tengo ningún tipo de cuenta en ningún sitio, a no ser las que he informado en mi declaración fiscal”, sostuvo. La afirmación fue registrada ante las cámaras de televisión de todos los canales. Sin embargo, pocos días después, fueron descubiertas diversas cuentas bancarias en la capital Suiza, a nombre de Cunha y de su esposa, mostrando una intensa movilización de fondos no declarados. Nada ha ocurrido hasta el momento. Cunha ha impedido que se lo investigue y juzgue. Paranoico, suele considerarse perseguido por los comunistas, los homosexuales, los abortistas y los fumadores de marihuana. El mismo día en que supo que el PT no lo defendería en la Comisión de Ética que investiga su participación en un amplio esquema de corrupción y tráfico de influencias, decidió aceptar las denuncias de impeachment contra la presidenta brasileña. Es el presidente de la Cámara de Diputados y, de ser destituida Dilma Rousseff, será el vicepresidente de Brasil. (Ver aquí informe completo)
Durante la sesión del domingo, el diputado Beto Mansur, en su condición de 1º secretario de la Cámara, contabilizaba entusiasmado los votos a favor del impeachment. A su turno, llamó a la presidenta Dilma de “incompetente” y sostuvo que era necesario “recuperar el Brasil”, aunque sin aclarar en qué sentido lo decía. Mansur ya fue condenado por trabajo esclavo y trabajo infantil en sus haciendas. Después de varios años, el proceso terminó archivado. También fue condenado por improbidad administrativa, por licitación fraudulenta y por violación a las leyes laborales. Fue alcalde de la ciudad de Santos, en el Estado de San Pablo, y su ficha criminal parece interminable. Las cuentas públicas durante su gestión fueron rechazadas judicialmente por diversas irregularidades en los contratos y en las licitaciones llevadas a cabo. Beto Mansur ocupa un lugar estratégico en la Cámara de Diputados de Brasil. Es el presidente del Consejo de Ética que deberá juzgar si Eduardo Cunha mintió al afirmar que no tenía cuentas en Suiza. La tarea no debería ser compleja ya que, en efecto, el diputado Cunha mintió. Sin embargo, Beto Mansur lo ha puesto en duda y ha considerado que la primera medida a tomar debería ser cambiar el reglamento interno del Consejo, con el claro objetivo de beneficiar a su amigo y aliado.
No llega a 10% el porcentaje de representantes mujeres en el parlamento brasileño. La participación parlamentaria de las mujeres tendió a disminuir o se mantuvo estancada durante los últimos años, haciendo que el país tenga una de las tasas más bajas de representación de género en los cargos representativos. Brasil está por debajo de Pakistán en representación femenina en el parlamento. No debe por lo tanto sorprender las expresiones misóginas, las pancartas machistas y los insultos sexistas que expresaron los representantes del pueblo brasileño la fatídica noche del domingo en que decidieron destituir a la primera presidenta mujer en la historia del país.
Entre las diputadas, ganó el voto contra Dilma Rousseff. Además, las diputadas de oposición también le ganaron a las oficialistas en antecedentes penales y delictivos. Muchas de las que votaron a favor del impeachment también tienen cuentas pendientes en la justicia. Un caso emblemático, o más bien, patético, es el de la diputada Raquel Muniz, de Minas Gerais, que dedicó buena parte de sus 10 segundos de fama para elogiar al alcalde de la ciudad de Montes Claros, quien, aunque no lo aclaró, es además su marido. La diputada Muniz no pudo festejar muchas horas la victoria del impeachment. Su esposo, a quien había puesto como ejemplo de político competente y comprometido con el futuro de Brasil, fue preso 12 horas después de concluida la sesión del domingo, acusado de corrupción y defalco a los cofres públicos. Raquel Muniz y su marido, Ruy Muniz, comparten además del matrimonio, varias causas judiciales.
Sin embargo, el caso más violento y brutal de la votación a favor de la destitución de Dilma Rousseff, lo protagonizó el diputado Jair Bolsonaro, un militar que ha hecho ostentación de impunidad, ofendiendo a las mujeres diputadas y a la propia presidenta de la república en numerosas ocasiones. Bolsonaro y su hijo Eduardo, también diputado, son dos fascistas que, si se aplicara la ley de condena al racismo, la de discriminación de género o la de apología del delito, deberían estar presos. Sus intervenciones suelen estar dirigidas a justificar y alabar la dictadura militar que asoló a Brasil por 21 años, a defender la tortura, la pena de muerte y a considerar que los derechos humanos son el pretexto de los delincuentes. Bolsonaro padre suele afirmar que “bandido bueno es bandido muerto”. Su hijo lo repite con la misma cara de despótica impunidad.
Cuando votó el diputado de izquierda Jean Wyllys, militante de la comunidad homosexual, Jair Bolsonaro le gritó “puto”, “culo roto” y “maricón”. Wyllys, descontrolado ante las ofensas recibidas, lo escupió y ahora corre el riesgo de ser juzgado por pérdida de “decoro parlamentario”. Bolsonaro votó, naturalmente, contra Dilma, y lo hizo recordando a los militares de la dictadura de 1964 y homenajeando al Carlos Alberto Brilhante Ustra, comandante de la principal unidad represiva de la dictadura brasileña, reconocido como un brutal torturador y asesino. Fue el responsable del encarcelamiento ilegal y de las torturas que sufrió Dilma Rousseff en los años 70.
Brasil vive hoy un estado de excepción. No es el combate a la corrupción, sino su perpetuación, lo que guía la destitución de Dilma. No es la lucha por la reforma democrática de Brasil lo que impulsa y promueve el proceso de impeachment, sino la preservación de las bases oligárquicas, racistas, discriminadoras y sexistas sobre las que se construyó el poder de las élites brasileñas. No es que algo nuevo está naciendo, es que lo viejo, lo de siempre, lo repugnante y lo injusto, persisten y seguirán siendo impuestos para disciplinar y gobernar la vida de los que merecen un futuro mejor.
- Pablo Gentili es Secretario Ejecutivo de CLACSO, profesor de la Universidade do Estado do Rio de Janeiro (UERJ).
Con Nuestra América (AUNA) - 23 de abril de 2016