Buenos aires y la hegemonía neoliberal
La Ciudad de Buenos Aires, gobernada durante los últimos veinte años por la derecha, constituye un claro ejemplo de lo que el neoliberalismo puede hacer cuando opera a sus anchas. Pero para cambiar el estado de cosas no alcanza solo con presentarse a elecciones.
Con las elecciones generales en Argentina a la vuelta de la esquina, la interna del oficialismo porteño viene ocupando las primeras planas desde hace meses. En parte porque la Ciudad de Buenos Aires es uno de los principales tableros en los que se dirime la disputa que atraviesa a la principal alianza opositora a nivel nacional y en parte porque está todo dado para que quien suceda a Horacio Rodríguez Larreta en la Jefatura de Gobierno sea de ese espacio político.
Cuando eso se concrete, estaremos ante un dato tan evidente como significativo: habremos llegado a las dos décadas ininterrumpidas de gobiernos locales que no solo encarnan un proyecto neoliberal, sino que han sido fundamentales para recrear ese proyecto luego de la crisis de 2001 y proyectarlo nacionalmente.
En la Argentina no son pocos los casos en los que fuerzas políticas de diverso signo y con trayectorias históricas variadas lograron sostenerse en gobiernos distritales durante un lapso comparable o incluso más extenso, sin que hayan surgido oponentes que cuestionen realmente su continuidad. Hay experiencias de ese calibre protagonizadas por el Partido Justicialista (PJ) y la Unión Cívica Radical (UCR) y también por partidos provinciales.
Generalmente, desde las miradas más despectivas, suelen definirse como «regímenes feudales». Sea como sea, y asumiendo las particularidades que encierran, experiencias como la puntana, la neuquina, la rionegrina o la misionera —solo por mencionar algunas— tienen en común la capacidad para trascender cambios de gobierno a nivel país y ser especialistas en transitar crisis políticas, económicas y sociales nacionales e internacionales. En definitiva, ejercen en sus territorios una supremacía política solidificada.
Dar cuenta de esas experiencias es una línea de entrada válida para evitar exagerar las particularidades de la coyuntura histórica porteña y eludir lugares comunes que llevan a un callejón sin salida. Un ejemplo de eso son los discursos que explican el éxito de la derecha local oscilando entre la supuesta naturaleza conservadora de la población y el poder de engaño del marketing político o la capacidad de ocultamiento de los medios de comunicación. Son formulaciones que no solo se quedan en la superficie del fenómeno político en curso, sino que vuelven más lejana la posibilidad de generar una alternativa.
Volviendo al hilo conductor que proponemos, entonces, de lo que se trata es de considerar al escenario de supremacía política que se da en la CABA como un caso entre otros y, simultáneamente, dar cuenta de aquello que lo diferencia del resto. Pensamos que este punto de partida lleva a analizar, como una dimensión fundamental de ese escenario, los procesos que han llevado a legitimar un conjunto de sentidos comunes (valores y aspiraciones) y a que —de un modo creciente— una buena parte de la población los vea encarnados en una fuerza política particular (el PRO y las fuerzas que orbitan a su alrededor). En otras palabras, los mecanismos específicos que están en la base, ya no de una serie de triunfos electorales, sino de la construcción de una hegemonía política. Un objetivo ambicioso, pero sobre el cual vale la pena ensayar algunas aproximaciones, aunque sean parciales.
Un localismo muy PRO
Las supremacías distritales que venimos mencionando tienen la particularidad de haber atravesado —e incluso, algunas de ellas, haberse gestado— en medio de un escenario nacional e internacional caracterizado por crisis recurrentes. En este sentido, la estabilidad en el pago chico contrasta con la alternancia que se ha dado a nivel nacional y la sucesión de episodios traumáticos que tuvieron lugar en el último tiempo (del megaendeudamiento con el FMI a la pandemia y la guerra en Europa).
Para decirlo llanamente, la Argentina de la última década muestra un cuadro que combina signos de un estancamiento económico irresuelto, una ofensiva de los sectores del capital que ha erosionado las condiciones de vida de las mayorías y una suerte de empate regresivo entre las fuerzas sociales en pugna, que se ha traducido en una creciente deslegitimación del sistema político y las instituciones del Estado. Sin embargo, ese paisaje convive con un conjunto de islas en donde la hegemonía política es un hecho.
Una parte de esa paradoja se explica por la construcción de identidades políticas gestadas al calor de algún tipo de localismo. Si algunos se han construido en relación a una larga historia de autonomía respecto de las estructuras nacionales —el Movimiento Popular Neuquino es un ejemplo de eso— y otros a partir de un gesto de prescindencia más o menos explícito en cuanto a la política que emana «desde Buenos Aires», retomando en ambos casos la tradición del federalismo, en la Ciudad de Buenos Aires, al momento de la creación del PRO y de su llegada al Gobierno porteño, la apelación a esa autonomía fue un pilar necesario, pero lógicamente tenía que correr por otro carril.
Este localismo tuvo un componente eminentemente neoliberal desde un comienzo, ya que se apoyó en dos grandes pilares: la política fue asumida y promovida como administración eficiente y los modelos se colocaron en los centros internacionales de poder. De algún modo, el PRO se construyó como un partido de Estado (local), que encarnaba la eficiencia empresarial, en oposición a la crisis del ibarrismo pos Cromañon, y el ascetismo ideológico en oposición —al comienzo silenciosa— a la hegemonía incipiente encarnada en aquel tiempo por el kirchnerismo.
Hay que decir, entonces, que la consolidación del PRO se dio, antes que nada, en tanto expresión localista, algo que parece haber quedado lejos en el tiempo, pero que sigue siendo un componente sustancial en su manera de gobernar la Ciudad.
El modelo es la Ciudad
En paralelo, esa consolidación se nutrió de una progresiva sofisticación respecto del proyecto específicamente de ciudad a ser llevado a cabo y del relato que justifica su avance. En esencia, esa fue la tarea fundamental de los dos gobiernos de Larreta, quien no solo sobrevivió electoralmente al fracaso que significó la presidencia de Macri, sino que salió fortalecido del retroceso sufrido por el partido amarillo en 2019.
Dicho esto, vale agregar que el PRO (y sus aliados) es un gestor hábil y eficaz del programa que el gran capital financiero viene desplegando en las grandes ciudades a escala global. La fuerza motriz de las transformaciones que vienen experimentando las principales ciudades del mundo durante las últimas tres décadas es el avance de grandes corporaciones que ven en el espacio urbano un terreno propicio para generar rentabilidad a través de inversiones inmobiliarias que mueven un volumen cada vez más importante de capital. En comparación con otros momentos históricos caracterizados por las grandes transformaciones urbanas, en la actualidad es notorio que los padecimientos de la población se multiplican, y que esas ciudades se tornan lugares cada vez más excluyentes.
En el discurso que durante estos años ha justificado este proyecto de ciudad hay un elemento que es clave porque articula los niveles de la «economía» y la «política». A diferencia del relato tan instalado por los neoliberales de los años 90 acerca de la necesidad de un «Estado mínimo» —relato que por otra parte fue fundamental para legitimar la privatización de las empresas y servicios públicos—, desde el PRO se trabaja sobre la idea de un «Estado facilitador».
Como dijo Rodríguez Larreta en su último discurso de apertura de sesiones ordinarias de la Legislatura: «el Estado tiene que ser un promotor, tiene que ser el que identifique a los sectores estratégicos con mayor potencial de crecimiento para mejorar sus condiciones y acompañarlo en su desarrollo». Esta idea estará asociada a múltiples significados que retomaremos más adelante, pero hay una que es elemental: el empresariado («el sector privado») es el sujeto social que genera riqueza (y empleo genuino), y el Estado debe ayudar en ese proceso. De ahí en ver en cada torre construida un signo de progreso, sin importar cuánta de su capacidad quedará vacía o cuánto perjudica a la población lindante, hay un solo paso.
A esto habrá que sumar que la Ciudad de Buenos Aires posee un campo cultural y una infraestructura que la diferencia del resto de las grandes ciudades del país, que la vuelven también un espacio válido para otro tipo de actividades que permiten obtener una importante rentabilidad económica. Así, desde este paradigma, la Ciudad se convierte en un producto de exportación, en una marca asociada a la explotación del turismo y toda una serie de actividades, que van de la gastronomía a los servicios educativos. Nuevamente, el papel del Estado local será facilitar y difundir una serie de ofertas (como la artística) y de servicios (como el de seguridad) que conviertan a Buenos Aires en un destino atractivo para el turismo local, regional e internacional.
Lo que resta es un cúmulo de políticas que reproducen en distintos grados y modalidades el esquema que venimos planteando. Lejos de cualquier concepción que remita a al acceso universal de derechos sociales y que ponga al problema de la desigualdad como el factor que explica las trayectorias (sociales) diversas que transitan los habitantes de la Ciudad, terrenos como las políticas de empleo o la educativa ponen a prueba un ideario basado en el mito que explica las trayectorias exitosas en base a características individuales y al tan mentado mérito personal.
La efectividad de ese discurso no un es elemento menor. Como sostiene el sociólogo Lucas Rubinich en su último libro, Contra el homo resignatus, está ligada de una manera no sencilla con el imaginario que forjó la experiencia de un país que durante buena parte del siglo pasado se caracterizó por los altos niveles de movilidad social ascendente, que quedó asociada históricamente a la cultura del trabajo en tanto esfuerzo individual y a valores igualitaristas que aún operan fuertemente en la cultura argentina.
Ese mito del mérito personal se complementa, en el relato de la derecha porteña, con el ideal del Estado facilitador. En ese marco se entiende que la mayoría de las acciones del Gobierno de la Ciudad (GCBA) orientadas a atender el desempleo tengan como palabra clave la «empleabilidad». O sea, que coloquen la responsabilidad en quienes están afuera del mercado laboral y se piensen como instancias para capacitar en la búsqueda de trabajo, en la adquisición de ciertas competencias elementales o, directamente, en la puesta en contacto entre empresas y aspirantes.
De ahí también que la educación se piense en los términos que Larreta utilizó en su último discurso ante la Legislatura: «la educación es el camino hacia la libertad individual y la mejor herramienta para que cualquier persona pueda progresar a base de esfuerzo y dedicación. Necesitamos una educación moderna, enfocada en las habilidades del futuro, con la mejor infraestructura, con docentes preparados, y que tienda puentes hacia el mundo del trabajo».
Decir que estamos ante una fuerza política que oficia de «gestor hábil y eficaz» de la estrategia global que el gran capital despliega en las grandes ciudades del mundo, no significa subestimar ese rol; por el contrario, marca la necesidad de analizarlo en profundidad. Es más, acá intentamos remarcar que el nivel de avance de esa estrategia en la Ciudad de Buenos Aires ha implicado el ejercicio de una conducción política y cultural, que va más allá de una mera gestión de gobierno. Que ha logrado neutralizar la capacidad de daño de los sectores que la cuestionan, que se saca un gran provecho de la debilidad que vienen mostrando el peronismo y las izquierdas en sus diferentes variantes, y que pudo conquistar un nivel de consentimiento más que relevante. Aun cuando el esquema de poder que se viene reproduciendo no resuelve los problemas de las mayorías ni ha logrado superar las desigualdades históricas que constituyen a nuestra ciudad.
Fantasías aspiracionales, discursos segmentados y poder estatal
Hay al menos cuatro niveles que son fundamentales para explicar la supremacía política generada y consolidada por la derecha local encabezada por el PRO.
En primer lugar, el gobierno actúa como un habilitador de negocios, pero lo hace invocando la promesa de que eso, tarde o temprano, derramará al conjunto de la población. Esa promesa desplaza la intervención estatal a una figura impersonal de intermediación que «articula» (con el sector privado), «facilita» (información para insertarse en el mercado), «potencia» (la empleabilidad), «promociona» (el talento), «promueve» (oportunidades), «alienta» (a los emprendedores) «fomenta» (voluntariados vecinales), es decir, toda una retórica incompatible con la relación entre la acción del Estado y la garantía de derechos colectivos. Acción que, por otra parte, debería distinguir entre los eslabones fuertes y débiles de la cadena.
En segundo lugar, esta derecha postula y alimenta un imaginario de ciudad moderna y cosmopolita. Una identidad que se aprecia de un modo paradigmático en su programa BA Global, que define a la Ciudad como un lugar ideal «para visitar, vivir, estudiar y hacer negocios». Por un lado, el GCBA se esfuerza por mostrar una ciudad que está al día con los debates globales, entre los que ubica con centralidad al tema ambiental (viene de ser anfitrión de la Cumbre Mundial de Alcaldes C40 que tuvo como eje principal esa cuestión) y, en menor medida, a la diversidad de género (el GCBA incorpora a su agenda comunicacional las principales fechas de la agenda del movimiento por la diversidad). Por otro lado, a partir de los índices generales de calidad de vida, la cuantiosa oferta cultural y educativa, la conectividad existente y la abundante actividad gastronómica, el GCBA ofrece la Ciudad misma como un producto de exportación.
La Ciudad se coloca, en función de esos aspectos, en una especie de vidriera permanente, que gran parte de la población podrá observar cotidianamente a través de los dispositivos publicitarios del Gobierno local —el spot de la última campaña publicitaria oficial «Brazos Abiertos» es contundente en este aspecto—, aunque solo una parte pequeña de la misma llega a vivenciar. Esto supone además discursos pensados para destinatarios diversos, con énfasis variados, temas distintos (desde la seguridad, la oferta cultural a la «empleabilidad») y dispositivos específicos (desde la publicidad en vía pública a las redes sociales), orientados a los sectores más acomodados a los sectores medios y populares, cuyo eje integrador es una fantasía aspiracional.
Pertenecer a una Ciudad moderna, con un circuito artístico propio de las principales capitales del mundo y que brinda amplias posibilidades para estudiar y trabajar opera para amplios sectores como una compensación simbólica, o sea, como un horizonte de expectativa valorado positivamente y que puede llegar a realizarse en algún momento.
En tercer lugar, consolidó un sentido común acerca de la política como gestión y resolución de problemas concretos (que se presenta como superadora de «las ideologías») pero profundamente ideológico que plantea que el Gobierno de la Ciudad debe dedicarse prioritariamente a áreas acotadas de la vida social como la seguridad, el mantenimiento de los espacios públicos y la circulación.
Esto se refuerza con un discurso erigido al menos sobre dos pilares. En primer lugar, una operación permanente de desresponsabilización que desplaza las responsabilidades hacia arriba y hacia abajo: los problemas tienen un origen en el Gobierno Nacional o en los trabajadores que garantizan ciertas actividades, algo que se percibe con claridad en la estrategia de estigmatización ejercida hacia la docencia o el personal del subte. En segundo lugar, la incorporación de la «participación ciudadana» y la «política de cercanía» al vocabulario de una forma de hacer política en la cual esa participación se reduce al encuentro con los vecinos (en tanto individuos) para conocer sus demandas y a la puesta en práctica de consultas vía dispositivos digitales para recolectar opiniones de iniciativas ya ejecutadas o por ejecutarse (sobre el nombre de una plazoleta o el tipo de juegos a colocar en una plaza), pero que no hacen a la toma de decisiones trascendentales.
Por último, todos estos procedimientos discursivos y acciones comunicacionales se complementan con la construcción de una trama institucional forjada entre el PRO y sus aliados que le da sustento a ese predominio político-cultural y que está dada por la conformación de una extendida burocracia propia y una aceitada manipulación del Poder Judicial.
En este punto, la figura de los servidores públicos que arriban a funciones estatales para volcar allí su experiencia empresarial o su recorrido en ONGs, tan cara al momento fundacional del PRO, contrasta con toda una camada de funcionarios formados casi íntegramente en el Estado porteño en el seno de los gobiernos de Mauricio Macri y Rodríguez Larreta, algo que se convierte en un capital político extra dada la experiencia y expertise allí acumulada.
Asimismo, en tensión con un discurso que destaca el valor republicano de la división de poderes, cuando se trata de otras jurisdicciones, los últimos años han dado cuenta del avance de la influencia que el partido fundado por Macri logró en el Poder Judicial de la Ciudad de Buenos Aires. Tanto la celeridad con la que consiguió el tratamiento de fallos clave, como el que definía la facultad para disponer el dictado de clases durante la pandemia cuando todavía regía una norma nacional que iba en sentido contrario, como las revelaciones recientes respecto de los vínculos estrechos entre el exministro de Justicia y Seguridad, Marcelo D’Alessandro y el Jefe de los Fiscales, Juan Bautista Mahiques, son una muestra cabal de ese estado de cosas.
Todo lo dicho hasta acá deja lugar para dos conclusiones. Por una parte, la derecha local ha construido su hegemonía en función de una serie de virtudes en el plano de la acción política y comunicacional, pero que se desplegaron sobre la base de una ideología neoliberal arraigada, con diferentes intensidades, en el conjunto de la sociedad, que ha forjado subjetividades en un proceso que es de larga data. A su vez, esto supone desafíos de diversa índole —políticos, programáticos, discursivos—, aunque sobre todo implica asumir un punto de partida: para construir una alternativa habrá que consolidar un paradigma de construcción política que vaya más allá del cortoplacismo que impone la agenda electoral, en pos de un proyecto de ciudad no solo distinto, sino antagónico.
- Carolina Collazo es doctora en Ciencias Sociales, docente de la Universidad de Buenos Aires e integrante de Futura, Laboratorio de Ideas.
- Adrián Pulleiro es doctor en Ciencias Sociales, docente de la Universidad de Buenos Aires e integrante de Futura, Laboratorio de Ideas.
Jacobinlat - 19 de mayo de 2023