Cientos de miles de muertos después…
Las enseñanzas de aquel estratega militar y filósofo chino sobre la importancia de las mentiras y la propaganda de guerra para conquistar la victoria, serían vitales para el presidente republicano que al iniciarse el siglo XXI lanzaba su planetaria “cruzada contra el terror”.
En la noche del 16 al 17 de febrero de 2001, a menos de un mes de haber asumido el poder, 24 aviones estadounidenses y 4 británicos bombardeaban por primera vez desde 1998 fuera de la zona de exclusión aérea impuesta a Irak tras la primera Guerra del Golfo de 1991. Los ataques destruyeron centros de mando, estaciones de radar y baterías antiaéreas en el extrarradio sur de Bagdad, densamente poblado.
Bush advertía ya entonces: “Vamos a vigilar a Saddam muy de cerca y si descubrimos que está fabricando armas de destrucción masiva, tomaremos las medidas apropiadas”.
Meses después, los atentados del 11-S le darían la excusa para hacer sonar los tambores de guerra. El 21 de noviembre ordenaba a su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, que “actualizara” el plan de ataque a Irak, un dossier siempre a mano en un cajón del escritorio del jefe del Pentágono. La justificación era lo de menos. Se acusó a Saddam de estar aliado de Bin Laden y los talibán –archienemigos de Irak– y el 29 de enero de 2002, durante su discurso del Estado de la Nación, Bush situó a Irak como parte del “Eje del Mal”, junto a Irán y Corea del Norte.
La guerra mediática se intensificaría cada vez más y el 20 de marzo de 2003, Estados Unidos, con el apoyo del laborista Tony Blair y del derechista José María Aznar, comenzaría los devastadores bombardeos contra Bagdad a pesar del rechazo de Alemania, Francia y la ONU. Se iniciaba la operación Conmoción y Espanto.
Bush junior intentaba así acabar la obra que su padre dejó inconclusa en la primera Guerra del Golfo de 1991. Y logró, sí, derrocar a Saddam en pocos días y capturarlo posteriormente, pero estuvo muy lejos de hacer que Irak fuera “un modelo para el Gran Oriente Medio” como prometió.
Años después, Barack Obama, al ordenar el comienzo del repliegue de las tropas de Estados Unidos de Irak, reivindicó la obra de su predecesor republicano y se atrevió incluso a asegurar que se dejaba un país “más estable y democrático”.
En una reunión en Ginebra en 1991 con el titular de Exteriores de Irak, Tarek Aziz, el secretario de Estado de Bush padre, James Baker, le advirtió: “Haremos volver a Irak a la Edad de Piedra”. Diez años después del inicio de la segunda guerra contra Irak, ése pareciera ser el futuro de este país.
Aquel Irak industrializado de los años ’70, uno de los más desarrollados de toda la región y con la Constitución más avanzada del mundo musulmán, es hoy un país con una economía y una infraestructura destrozada, envuelto en una espiral de violencia imparable, con tres millones de sus habitantes desplazados de sus hogares hacia otras regiones del país y 2,5 millones huidos a países vecinos, según la ONU.
El Indice de Percepción de la Corrupción 2012 de la Ong Transparency International dado a conocer días atrás, sitúa a Irak y Afganistán entre los diez países más corruptos del mundo. El gobierno iraquí no es el que hubiera querido Estados Unidos, ni que el islamismo hubiera ganado tanto terreno. De mayoría chií, el gobierno mantiene buenas relaciones con Irán, el gran demonio para Washington desde hace tres décadas.
Sin embargo, Washington sí ha conseguido que el Gobierno de Bagdad deje en manos de multinacionales estadounidenses y británicas la explotación de su petróleo y su gas, así como las multimillonarias obras de reconstrucción.
Numerosas corporaciones reconstruyen –y cobran a precio de oro por ello– lo que los ejércitos de sus países han destruido previamente. Y miles de mercenarios contratados por el Pentágono cobran suculentos sueldos por defender esas obras de los atentados.
El sistema educativo, que en los años ’80 había merecido un premio de la Unesco –Saddam era todavía bueno– ha sufrido una dura regresión. Gran parte de las escuelas y universidades fueron destruidas, muchos de los maestros y profesores asesinados, los recursos humanos y materiales escasean.
La sanidad pública corrió una suerte similar; cientos de centros de salud primaria y hospitales están destruidos, muchos de los médicos asesinados, falta instrumental, medicamentos básicos, recursos. Buena parte de la población carece de agua potable, el suministro de electricidad es discontinuo, el transporte público casi inexistente.
Según datos del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social iraquí, hay 4,5 millones de niños huérfanos, 600.000 de los cuales viven en la calle. Las cifras de muertos y desaparecidos en esta última década oscilan, según las fuentes, entre el medio millón y el millón de personas.
Pero nadie ha respondido ni política ni penalmente por los masivos crímenes cometidos en Irak desde la invasión de 2003. La sistemática tortura a los detenidos por parte de las tropas estadounidenses, británicas y de otros países aliados, los miles de civiles muertos a causa de los daños colaterales provocados por las bombas o los drones de Bush –y ahora de Obama– siguen impunes.
España se ha conmocionado estos días al revelarse un video (http://politica.elpais.com/politica/2013/03/15/actualidad/1363371190_083...) en el que se ve a algunos de los militares que envió Aznar a Irak golpeando brutalmente a inicios de 2004 a detenidos en la base principal que tuvieron en ese país, la de Diwaniya. Sin embargo, era un secreto a voces que los abusos, torturas, cuando no asesinatos, eran parte del protocolo de las fuerzas extranjeras ocupantes.
Estados Unidos, como Reino Unido y otros países aliados se limitaron a condenar –con leves penas de prisión– a un puñado de soldados y suboficiales por casos de torturas y abusos que no pudieron evitar salieran a la luz pública, como el de la prisión de Abu Ghraib. Sin embargo, ninguno de los muchos responsables políticos y militares de esa programada y masiva violación de los derechos humanos en pleno siglo XXI ha tenido que responder por ello.
Y la ONU, la UE, la OTAN, el Parlamento Europeo y demás organismos internacionales, han participado de esta omertá. El Tribunal Penal Internacional de La Haya –no reconocido por Estados Unidos–, único organismo mundial con capacidad para juzgar crímenes de guerra, de lesa humanidad y genocidio, tampoco adoptó ninguna medida al respecto.
A medida que las tropas extranjeras se retiren de Irak, dejando a sus 32 millones de habitantes librados a su suerte tras haber destruido su país, se hablará menos de Irak, como de Afganistán. Ya están entre los principales estados fallidos en la lista Failed States Indez de la Fund for Peace estadounidense. Afganistán ocupa el sexto lugar e Irak el noveno,
Irak, centro de la antigua Mesopotamia, cruce del Tigris y el Eufrates donde nació la escritura, cuna de la civilización, dejará de existir, al igual que Afganistán, para nuestro civilizado mundo.
Miradas al Sur - 24 de marzo de 2013