Conversaciones honestas sobre comercio
¿Cuál es la responsabilidad de los economistas y los expertos en comercio en el triunfo de Donald Trump?
¿Los economistas son en parte responsables de la abrumadora victoria de Donald Trump en la elección presidencial de Estados Unidos? Aunque no hubieran podido frenar a Trump, los economistas habrían tenido un mayor impacto en el debate público si se hubieran ceñido más a la enseñanza de su disciplina, en lugar de aliarse con los promotores de la globalización.
Cuando mi libro ¿La globalización ha ido demasiado lejos? fue a imprenta hace casi dos décadas, me puse en contacto con un economista muy conocido para pedirle que escribiera un comentario en la contratapa. En el libro yo decía que, en ausencia de una respuesta gubernamental más concertada, un exceso de globalización agravaría las divisiones sociales, exacerbaría los problemas de distribución y minaría los acuerdos sociales domésticos -argumentos que, desde entonces, se han vuelto moneda corriente.
El economista puso reparos. Dijo que, en realidad, no estaba en desacuerdo con ninguno de los análisis, pero que tenía miedo de que mi libro ofreciera «munición para los bárbaros». Los proteccionistas se servirían de los argumentos del libro sobre los aspectos negativos de la globalización para justificar su agenda estrecha y egoísta.
Es una reacción que todavía recibo de mis colegas economistas. Uno de ellos levantó la mano dubitativamente luego de una conversación y preguntó: ¿no te preocupa que se haga abuso de tus argumentos y terminen favoreciendo a los demagogos y populistas que estás denunciando?
Siempre existe el riesgo de que aquellos con quienes disentimos se apropien de nuestros argumentos en el debate público. Pero nunca entendí por qué muchos economistas creen que esto implica tener que torcer nuestro razonamiento sobre el comercio en una dirección determinada. La premisa implícita parece ser que sólo hay bárbaros en uno de los lados del debate comercial. Aparentemente, aquellos que se quejan de las reglas de la Organización Mundial de Comercio o de los acuerdos comerciales son proteccionistas desagradables, mientras que quienes los respaldan siempre están del lado de los ángeles.
En verdad, muchos entusiastas del comercio también están motivados por sus propias agendas estrechas y egoístas. Las compañías farmacéuticas que defienden reglas sobre patentes más estrictas, los bancos que presionan por un acceso sin restricciones a los mercados extranjeros o las multinacionales que solicitan tribunales de arbitraje especiales no tienen una mayor consideración por el interés público que los proteccionistas. De manera que cuando los economistas matizan sus argumentos, en efecto están favoreciendo a un grupo de bárbaros por sobre otro.
Ya hace mucho tiempo que existe una regla tácita de compromiso público para los economistas según la cual deben defender el comercio y no reparar demasiado en la letra chica. Esto ha generado una situación curiosa. Los modelos estándar de comercio con los cuales trabajan los economistas normalmente tienen fuertes efectos distributivos: las pérdidas de ingresos de ciertos grupos de productores o categorías de trabajadores son la otra cara de los «réditos del comercio». Y los economistas hace mucho que saben que las fallas del mercado -incluidos el mal funcionamiento de los mercados laborales, las imperfecciones del mercado de crédito, las externalidades del conocimiento o ambientales y los monopolios- pueden interferir en la obtención de esos réditos.
También saben que los beneficios económicos de los acuerdos comerciales que atraviesan las fronteras para dar forma a regulaciones domésticas -como sucede con el endurecimiento de las reglas sobre patentes o la coordinación de los requerimientos de salud y seguridad- son esencialmente ambiguos.
Sin embargo, se puede contar con que los economistas repitan como loros las maravillas de la ventaja comparativa y del libre comercio cada vez que se hable de acuerdos comerciales. Recurrentemente han minimizado los temores en materia distributiva, aunque hoy resulte evidente que el impacto distributivo de, por ejemplo, el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte o el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio fueron importantes para las comunidades más directamente afectadas en Estados Unidos. Sobreestimaron la magnitud de las ganancias agregadas a partir de los acuerdos comerciales, aunque esas ganancias han sido relativamente pequeñas desde por lo menos los años 1990. Han respaldado la propaganda que retrata los acuerdos comerciales de hoy como «acuerdos de libre comercio», aunque Adam Smith y David Ricardo se revolcarían en sus tumbas si leyeran el Acuerdo Transpacífico.
Esta reticencia a ser honestos respecto del comercio les ha costado a los economistas su credibilidad ante la población. Peor aún, ha alimentado los argumentos de sus oponentes. La incapacidad de los economistas de ofrecer un panorama completo sobre el comercio, con todas las distinciones y advertencias necesarias, ha hecho que resultara más fácil embadurnar al comercio, muchas veces equivocadamente, con todo tipo de efectos adversos.
Por ejemplo, a pesar de todo lo que puede haber contribuido el comercio a la creciente desigualdad, es sólo un factor que contribuye a esa tendencia amplia -y, con toda probabilidad, un factor menor, comparado con la tecnología-. Si los economistas hubieran sido más directos respecto del lado negativo del comercio, podrían haber tenido mayor credibilidad como actores honestos en este debate.
De la misma manera, podríamos haber tenido una discusión pública más informada sobre el dumping social si los economistas hubieran estado dispuestos a admitir que las importaciones provenientes de países donde los derechos laborales no están protegidos efectivamente plantean cuestiones serias sobre la justicia distributiva. Se podría haber hecho una distinción entre aquellos casos donde los salarios bajos en países pobres reflejan una baja productividad y aquellos casos donde se registran violaciones genuinas de los derechos. Y el grueso del comercio que no plantea este tipo de temores podría haber estado mejor aislado de las acusaciones de «comercio injusto».
Del mismo modo, si los economistas hubieran escuchado a sus críticos que advertían sobre la manipulación de la moneda, los desequilibrios comerciales y las pérdidas de empleos, en lugar de apegarse a modelos que ignoraban esos problemas, podrían haber estado en una mejor posición para contrarrestar los argumentos exagerados sobre el impacto adverso de los acuerdos comerciales en el empleo.
En resumen, si los economistas hubieran manifestado públicamente los reparos, incertidumbres y escepticismo de la sala de seminarios, podrían haberse convertido en mejores defensores de la economía mundial. Desafortunadamente, su celo a la hora de defender el comercio de sus enemigos resultó contraproducente. Si los demagogos con sus comentarios absurdos sobre el comercio hoy están siendo escuchados -y, en Estados Unidos y otras partes, están ganando poder- al menos parte de la culpa debería recaer sobre los impulsores académicos del comercio.