El diktado de Alemania
Exhibido por los vencedores como un trofeo ante las cámaras del mundo, el pobre Tsipras tuvo que tragarse su orgullo y tragar también tantos sapos y culebras, a tal punto que el propio semanario alemán Der Spiegel, compadecido, calificó la lista de sacrificios impuestos al pueblo griego de “catálogo de horrores”...
Cuando la humillación del líder de un país alcanza niveles tan espeluznantes, la imagen se queda en la historia para aleccionamiento de las generaciones venideras, incitadas a no aceptar nunca más un trato semejante. Así llegaron hasta nosotros expresiones como “pasar por las horcas caudinas” (1) o el célebre “paseo de Canossa” (2). Lo del 13 de julio fue tan enorme y tan absolutamente irreal que quizás se recuerde también en el futuro de Europa como el dia del “diktado de Alemania”.
Una democracia maniatada
La gran lección de ese escarnio es que, definitivamente, en el marco de la Unión Europea (UE), y más particularmente en el seno de la zona euro, se ha perdido el control ciudadano sobre una serie de decisiones que determinan la vida de la gente. A tal punto, que podemos preguntarnos: ¿de qué sirven las elecciones si en lo esencial, o sea las políticas económicas y sociales, los nuevos gobernantes se ven obligados a hacer lo mismo que los precedentes? En este nuevo despotismo europeo, la democracia se define menos por el voto o por la posibilidad de escoger, que por el imperativo de respetar reglas y tratados (Maastricht, Lisboa, Pacto Fiscal) adoptados hace tiempo, y que resultan para los pueblos verdaderas cárceles jurídicas sin posible evasión.
Al presentar a las muchedumbres a un Tsipras con la soga al cuello y coronado de espinas –“Ecce Homo”–, lo que pretendieron demostrar Merkel, Hollande, Rajoy y los otros es que no hay alternativa a la vía neoliberal en Europa. Abandonen toda esperanza electores de Podemos y de otros frentes de izquierda europeos; están condenados a elegir gobernantes cuya función consistirá en aplicar las reglas y los tratados definidos por Berlín y el Banco Central Europeo.
Lo más perverso es que, como en un juicio estalinista del tipo “Proceso de Praga”, se le ha exigido a quien más criticó al sistema, Alexis Tsipras, que sea quien se humilla ante él, lo elogia y lo suplica.
Los que ignoraban que vivíamos en un sistema despótico, lo han descubierto en esta ocasión. Algunos analistas dicen que estamos en un momento que podríamos calificar de “posdemocrático” o de “pospolítico” porque lo que pasó el 13 de julio en Bruselas demuestra el desgaste del funcionamiento democrático y del funcionamiento político. Demuestra que la política ya no consigue dar las respuestas que los ciudadanos esperan, aunque voten mayoritariamente en favor de ellas.
La ciudadanía observa, desesperanzada, cómo al partido griego Syriza, que ganó las elecciones y ganó un referéndum con un discurso contra la austeridad, se le exige que aplique con mayor brutalidad la política de recortes que los electores rechazaron. Consecuentemente, muchos se preguntan: ¿para qué sirve elegir una alternativa, si la alternativa acaba siendo exactamente una repetición de lo mismo?
Lo que ha querido demostrar Angela Merkel de manera muy clara es que hoy lo que llamamos la alternativa económica, en el sentido de que representa una opción contraria a la política neoliberal de recortes y de austeridad, no existe. Es decir que cuando un equipo político elabora un programa alternativo, lo somete a la ciudadanía para que pueda elegir entre éste y otros programas, y cuando ese programa gana las elecciones y un equipo nuevo alcanza legítimamente, democráticamente, la conducción de un país, ese equipo de gobierno, con su proyecto alternativo anti-neoliberal, descubre que, en realidad, su margen de maniobra es inexistente. En materia de economía, de finanzas y de presupuesto no dispone de ningún tipo de margen de maniobra. Porque, además, están los acuerdos internacionales que “no se pueden tocar”; los mercados financieros que amenazan con sanciones si se toman ciertas decisiones; los lobbies mediáticos que hacen presión; los grupos de influencia oculta como la Trilateral, Bildeberg, etc. No hay espacio.
Todo esto significa sencillamente que el gobierno de un Estado de la zona euro, por mucha legitimidad democrática que posea, aunque haya sido apoyado por el sesenta por ciento de sus ciudadanos, no tiene las manos libres. Las tiene si decide realizar reformas legislativas para modificar aspectos importantes de la vida societal, como por ejemplo el aborto, el matrimonio homosexual, la procreación asistida, los derechos de voto a los extranjeros, la eutanasia, etc. Pero si desea reformar la economía para liberar a su pueblo de la cárcel neoliberal, eso no lo puede hacer. Sus márgenes de maniobra ahí son prácticamente inexistentes. No sólo por la presión de los mercados financieros internacionales, sino también, sencillamente, porque su pertenencia a la zona euro lo obliga a someterse a los imperativos del Tratado de Maastricht, del Tratado de Lisboa, del Pacto Fiscal (que exige que el presupuesto nacional no puede tener un déficit, con respecto al PIB del país, superior a 0,5%), del Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera (que endurece las condiciones impuestas a los países que necesitan un crédito), etc.
En consecuencia, efectivamente, para los Estados que han pedido un rescate se ha creado hoy, en Europa, el estatuto de “nuevo protectorado”. Grecia, por ejemplo, es gobernada de manera “soberana” para todas las cuestiones que tienen que ver con la gestión de la vida societal de sus ciudadanos (los “indígenas”).
Pero lo que tiene que ver con la economía, con las finanzas, con la deuda, con la banca, con el presupuesto y, evidentemente, con la moneda, todo eso está gestionado por una instancia superior: la tecnocracia euro de la Unión Europea. O sea que Atenas ha perdido una parte decisiva de su soberanía. El país ha sido rebajado al grado de protectorado.
Para decirlo de otra manera: lo que está ocurriendo, no sólo en Grecia sino en toda la zona euro, en nombre de la austeridad, en nombre de la crisis, es sencillamente el paso de un Estado de Bienestar hacia un Estado privatizado en el que la doctrina neoliberal se impone con un dogmatismo feroz, puramente ideológico. Estamos ante un modelo económico que les está arrebatando una serie de derechos a los ciudadanos. Derechos adquiridos después de largas y a veces sangrientas luchas.
Cambios irreversibles
Algunos dirigentes conservadores tratan de calmar al pueblo diciendo: “Bueno, éste es un mal período, un mal momento que hay que pasar. Tenemos que apretarnos el cinturón, pero saldremos de este túnel”. La pregunta es: ¿qué significa “salir del túnel”? ¿Nos van a devolver lo que nos han arrebatado?, ¿nos van a restituir las reducciones de salarios que hemos padecido? ¿Van a restablecer las pensiones al nivel en el que estaban? ¿ Vamos de nuevo a tener créditos para la salud pública, para la educación?
La respuesta a cada una de estas preguntas es: “No”. Porque no se trata de una “crisis pasajera”. Lo que ocurre es que hemos pasado de un modelo a otro peor. Y ahora se trata de convencernos de que lo que hemos perdido es irreversible. “Lasciate ogni speranza” (“Abandonar toda esperanza”). Ése fue el mensaje central de Angela Merkel en Bruselas el 13 de julio pasado, mientras exhibía, cual teutónica Salomé, la cabeza de Tsipras en una bandeja...
1. La batalla de las Horcas Caudinas tuvo lugar en el año 321 A.C. entre los ejércitos romano y samnita. Los samnitas de Cayo Poncio, por su posición estratégica, rodearon y capturaron un ejército romano de unos 40.000 hombres. Los soldados fueron desarmados, despojados de sus vestimentas y, únicamente con una túnica, fueron obligados a pasar de uno en uno por debajo de una lanza horizontal dispuesta sobre otras dos clavadas en el suelo, lo que los obligaba a inclinarse como condición para ser liberados. Esta derrota es el origen de las expresiones “pasar por las horcas caudinas” o “pasar bajo el yugo” que se utilizan en varias lenguas occidentales cuando se debe soportar un trance difícil, humillante y deshonroso.
2. El “paseo de Canossa” es el viaje del emperador Enrique IV del Sacro Imperio Romano Germánico desde Espira (Speyer, Alemania) al castillo de Canossa (Italia) para ver al papa Gregorio VII en enero de 1077. El objetivo era solicitarle que le levantara la excomunión. Llegado a Canossa, Enrique IV tuvo que permanecer tres días y tres noches arrodillado en las puertas del castillo, nevando, vestido como un monje, con una túnica de lana y descalzo para poder conseguir el perdón papal. Hoy, la expresión “paseo de Canossa” se usa para indicar una petición humillante.
Le Monde Diplomatique Nº 194 - agosto de 2015