El inesperado giro en las elecciones estadounidenses

Leandro Morgenfeld

El golpe de timón demócrata para apoyar la candidatura presidencial de Kamala Harris logró emparejar unas elecciones que Donald Trump ya parecía tener ganadas. Final abierto para una votación de fuerte impacto en Nuestra América.

Los analistas coincidían. Después del debate presidencial del 27 de junio, cuando pudo apreciarse el acelerado deterioro cognitivo del presidente Joe Biden, la elección parecía definida. Apenas unos días después, el atentado contra Donald Trump y su posterior nominación oficial, junto a J.D. Vance, en la Convención Republicana, hundieron a los demócratas en todas las encuestas. El magnate neoyorquino se preparaba no sólo para volver a la Casa Blanca, sino para controlar ambas Cámaras del Congreso, además de contar con una Corte Suprema ultraconservadora, modelada durante su mandato. El domingo 28 de julio, sin embargo, Biden cedió al reclamo casi unánime y declinó su candidatura. Fue un hecho histórico: un presidente, que había obtenido 14 millones de votos en las primarias renunciaba a su candidatura a 100 días de las elecciones. El partido, en crisis, se ordenó rápidamente para aclamar como candidata a la presidencia a la vice Kamala Harris —hasta ese momento con una trayectoria opaca—, y la campaña dio un vuelco vertiginoso. Esta semana, la Convención Nacional Demócrata, con encendidos apoyos de Biden, Barack y Michelle Obama, Hillary Clinton, Bernie Sanders, AOC y otros líderes demócratas, la confirmó formalmente como la primera candidata a la presidencia afroasiática. Junto al gobernador Tim Walz, como compañero de fórmula, ahora son los favoritos para ganar el voto popular. Sin embargo, en los estados decisivos la carrera está muy pareja. Con un enrevesado sistema electoral, lo que define es el colegio electoral. Cuatro veces en la historia, incluyendo los casos recientes de Bush y Trump, se alzaron con la presidencia candidatos que obtuvieron muchos menos votos que sus rivales. A 75 días de los comicios, la moneda está en el aire. ¿Qué se define el 5 de noviembre?

El atentado contra Trump, la convención republicana y el vice Vance

El sábado 20 de julio, cuando un balazo rozó la oreja derecha del candidato republicano, durante un acto de campaña, el ex presidente se paró enseguida entre los guardaespaldas, ensangrentado, y levantando el puño gritó varias veces Fight, Fight, Fight! En una instante, la imagen se viralizó y había emergido una épica de campaña, que contrastaba con la senilidad de Biden y con las presiones para que el presidente declinara su candidatura. Trump se podía presentar ahora como víctima de una casta que lo quería sacar del medio, incluso atentando contra su vida. Se mostraba potente y con una narrativa que parecía indestructible. Dos días después anunciaba como su compañero de fórmula a J.D. Vance, un joven senador que le granjearía los votos fundamentales en los oscilantes estados del medio oeste. La Convención Nacional Republicana coronó a Trump como el mandamás indiscutido del partido. Las resistencias y las críticas de históricos dirigentes del partido se evaporaron. Hasta la ex embajadora ante la ONU, Nikki Haley, su última gran contendiente en las primarias de este año, lo bendijo con su apoyo. Las encuestas mostraban una ventaja irremontable en los swing states, los estados oscilantes entre demócratas y republicanos, que son los que definen el poroteo en el colegio electoral. El trumpismo, tantas veces dado por muerto (sobre todo luego de haber perdido en 2020 y haber instigado la toma del Capitolio), revivía como el Ave Fénix. Trump volvería a la Casa Blanca y lograría además la mayoría republicana en ambas cámaras, lo cual le permitiría impulsar iniciativas que no logró durante su mandato anterior. En sintonía, la Corte Suprema más conservadora de la historia, con tres jueces nominados por él entre 2017 y 2021, le quitaba de encima los obstáculos judiciales que fueron uno de los principales temas de debate en el primer semestre del año, en tanto el ex presidente fue el primero en ser condenado en la justicia penal, y a la vez enfrenta decenas de demandas, incluida una por la toma del Capitolio el fatídico 6 de enero de 2021. Pero, lo que parecía una elección de resultado cantado dio un giro inesperado.

Biden y la renuncia histórica

Hace algunos meses, en un artículo, sostenía que la repetición de la contienda electoral de 2020 entre Trump y Biden, dos candidatos octogenarios con amplio rechazo, era un síntoma del envejecimiento imperial. La propia Nikki Haley, a principios de año, cuando participaba de las primarias republicanas, declaró que el primer partido que renovara su candidato —esperaba que fuera el suyo, claro—, vencería en noviembre. Lo cierto es que la bochornosa participación del presidente estadounidense en el debate presidencial —desde Nixon contra JFK en 1960 que no se veía un resultado tan contundente y unánime en un evento de este tipo—, sumada a una serie de furcios que cometió en los días siguientes —confundir a Zelensky con Putin, a su candidata a vice, entre otras gaffes que se viralizaron— provocaron una avalancha de editoriales de influyentes medios de comunicación, pronunciamientos públicos de senadores y representantes, declaraciones de donantes y figuras públicas demócratas rogándole a Biden que haga un renunciamiento histórico. Si bien el presidente resistió durante varias semanas, el último domingo de julio, apenas una semana después del atentado contra Trump y a tres días del final de la convención republicana, en su momento más crítico, anunció su renuncia y enseguida declaró su apoyo a Kamala Harris. Esto cerró las especulaciones que envolvieron a su partido por casi tres semanas y, en cuestión de horas, hubo una avalancha de apoyos públicos a la vicepresidenta, lo cual zanjó las discusiones.  Intentando no repetir la experiencia traumática de la convención demócrata de 1968, en la que se expresaron profundas divisiones, luego del asesinato del precandidato Robert Kennedy, esta vez se selló rápidamente una inesperada unidad partidaria. El temor a un triunfo arrollador de Trump disciplinó a un partido que estaba al borde de un ataque de nervios luego del desplome de las chances de Biden.

Kamala Harris, Tim Walz y la convención demócrata

Contra todos los pronósticos y pese a las internas, entonces, el Partido Demócrata resolvió rápidamente la inédita situación y se alineó con Kamala Harris. Apenas horas después del anuncio de Biden, las donaciones volvieron a dispararse, se inscribieron más voluntarios que nunca y los mitines de campaña volvieron a ser multitudinarios y entusiastas. Se resolvió con celeridad el engorroso proceso de nominación, incluso antes de la convención de Chicago de esta semana. El anuncio del gobernador de Minnesota Tim Waltz como su compañero de fórmula pareció otro acierto. Dado que la candidata principal es mujer, con padre jamaiquino y madre india, el elegido fue un hombre blanco, con un historial pro-inmigrantes que podía establecer un claro contrapunto con la virulenta retórica de Trump. El esperado cambio en la fómula, con el consabido apoyo mediático que lo acompañó, produjo un entusiasmo que hace recordar la campaña de Obama de 2008. No casualmente, frente al Fight, de Trump, los demócratas reafirmaron el Hope obamista. Las encuestas se dieron vuelta. Los demócratas vuelven a tener esperanzas.

La convención de esta semana reflejó cabalmente el clima político optimista que reina entre los demócratas, algo impensable hace un mes. El lunes, el orador principal fue Biden, que dio un breve discurso antes de partir de vacaciones a California, para correrse del foco mediático. El martes hicieron su aparición estelar Barack y Michelle Obama, quien sonaba como favorita ante la caída de Biden, a pesar de que en reiteradas oportunidades ella manifestó que no procuraría un cargo electivo. Ambos se permitieron incluso chistes contra Trump, mostrando quizás una nueva estrategia: en vez de exagerar una indignación moral contra los trumpistas (cuestión que fracasó en la campaña de 2016), ahora parece que optaron por el humor, por reírse de los absurdos del líder ultraderechista. También se nota un cambio en la estrategia respecto de aquella elección. Si el foto de la poco carismática Hillary estaba puesto en que sería la primera presidenta mujer, la que lograra romper el techo de cristal, ahora casi ni se menciona este dato singular. Sí hubo en los discursos de los Obama, en cambio, referencias claras a la condición de afrodescendiente de Kamala. Michelle dijo, irónicamente, que estaba en juego un «empleo de negros», el de presidente, en relación a la reciente declaración racista de Trump. En la convención, Kamala recibió el apoyo del establishment del partido, incluida Hillary Clinton y Nancy Pelosi, pero también del ala izquierdista, destacándose los discursos de Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez (AOC), una de las diputadas más atacadas por Trump y con un futuro político promisorio. Si bien esta corriente no pudo plantear en las primarias una candidatura alternativa, a diferencia de 2016 y 2020, sigue siendo una voz potente en el partido. Y tanto Sanders como AOC van a renovar sus bancas.

Los temas de debate

Entre la multiplicidad de temas que abarca la campaña, se destacan el migratorio, el económico —y en particular la inflación y el salario mínimo estancado—, el aborto, los derechos de las minorías, el cambio climático, la crisis del sistema de salud, y tres temas de política exterior: la creciente disputa con China, el conflicto en Ucrania (y, por ende, el rol de Estados Unidos en la OTAN) y el dramático conflicto en Gaza.

Trump pone el énfasis en la supuesta crisis fronteriza (insiste con culpar a los inmigrantes latinoamericanos por la falta de empleos y problemas de seguridad, mientras el gobernador republicano  de Texas militariza la frontera y amenaza incluso con una secesión), la economía (inflación, tenue recuperación post pandemia, estancamiento del salario mínimo, aumento de la pobreza e indigencia), la trampa en Ucrania (cada vez es más improbable un triunfo de Volodimir Zelenzky, mientras crece la oposición a seguir financiándolo) y el apoyo estadounidense a la ofensiva israelí contra Gaza, que está generándole al gobierno una creciente oposición en su propio partido, en particular entre los jóvenes. Esta semana, fuera del estadio en el que se realiza la Convención demócrata, hubo una movilización pro palestina denunciando el genocidio perpetrado por el ejército israelí.

En términos económico-sociales, Trump plantea una mayor desregulación de la economía, baja de impuestos, quitar resguardos medioambientales y otros beneficios para los más ricos y las corporaciones, con el argumento —que no se comprobó en su primer mandato— de que así se relocalizarían compañías estadounidenses que habían trasladado sus fábricas a Asia o a México. Kamala Harris presentó un programa económico un poco más intervencionista y distribucionista que el de Biden, y enseguida fue acusada de comunista por parte de los republicanos trumpistas («quieren que seamos Venezuela», es el nuevo leitmotiv). Tan corrida está la discusión política, que un reformismo neokeynesiano, mucho más tenue que el que planteó Franklin D. Roosevelt durante la Gran Depresión de hace un siglo, es inmediatamente catalogado como socialista. Vamos rumbo a la hiperinflación de la Argentina o Venezuela, declaró Trump la semana pasado, cuando en realidad, según la última medición oficial, la inflación interanual no llegó al 3%.

En cuanto a la política internacional, Harris, como Biden, representa a la fracción globalista, que promueve el multilateralismo unipolar y despliega una fuerte defensa de la OTAN y otros organismos internacionales, mientras que Trump, el preferido de los sectores americanistas, nacionalistas y aislacionistas, asegura que si él hubiera permanecido en la Casa Blanca los conflictos militares en Ucrania y Medio Oriente no hubieran estallado. La duda es qué posición tendrá si llega a la Casa Blanca. ¿Acaso retirará su apoyo a Zelensky? ¿Forzará a Netanyahu a un alto al fuego? Improbable, dado que lo recibió con honores en su residencia de Florida, hace algunas semanas. Por otra parte, crece la retórica contra Irán (al que se acusa de un complot para matar a Trump y de haber hackeado a funcionarios del partido republicano) y lo mismo ocurre contra Venezuela y Cuba.

Otro tema de debate va a ser la relación de Estados Unidos con China. El avance imparable del gigante oriental, punta de lanza del ascenso de Asia-Pacífico y del reordenamiento geopolítico global, en torno al grupo BRICS y a distintas iniciativas de cooperación, como la Ruta de la Seda, es la nueva obsesión tanto de demócratas como republicanos. Hoy crece la percepción del declive relativo del poderío estadounidense y las discusiones entre los especialistas giran en torno a cómo se va a procesar esa transformación del escenario global. Tanto la estrategia de guerra comercial de Trump como la política neokeynesiana de Biden fracasaron en recuperar la competitividad productiva estadounidense y en frenar el imparable avance chino y asiático. Estados Unidos, salvo el músculo militar y la influencia político-diplomática, tiene poco para ofrecer. Desde el punto de vista comercial, financiero y de inversiones, incluso sus aliados de Occidente cada vez dependen más de China y Asia. Harris parece dispuesta a continuar con la estrategia globalista de confrontar con China y Rusia, mientras que Trump coquetea con una posición algo más aislacionista.

Otro tema sobre el que insistirán los demócratas será el político-ideológico-institucional. Trump, ahora consolidado como la única voz potente en el partido republicano, persistirá con su política de «demolición» de todo lo establecido —fue y es su estrategia para presentarse, sin serlo, como un outsider—. El apoyo de periodistas ultrarreaccionarios como Carlson Tucker o Elon Musk, el hombre más rico del país y dueño de la red X, colabora en esta estrategia de demolición de los medios de comunicación tradicionales. En la narrativa de Trump, él se enfrenta a los lobistas de Washington, al Washington Post, la CNN y el New York Times, a Hollywood, a la cúpula de las Fuerzas Armadas y a las agencias de inteligencia, que quieren barrerlo. Harris, al igual que Biden en 2020, procurará ofrecerse como un muro de contención para sostener las instituciones y para que no se vulneren derechos de las minorías. El tema del aborto va a ser central en la campaña, y más ahora que la candidata es una mujer, que fue procuradora general en California. El vergonzoso giro de la Corte Suprema ultraconservadora, en junio de 2022, anuló el fallo del caso Roe vs. Wade, una resolución que en 1973 había legalizado el derecho al aborto en todo el país. Esto les permitió a los demócratas movilizar a sus bases y mejorar su suerte electoral en las legislativas de 2022. Intentarán repetir la estrategia de hace dos años.

Lo que no suele discutirse en las elecciones

Hay temas que son centrales, pero no suelen ocupar espacio en los debates ni en los grandes medios. Uno de ellos es el sistema electoral, cada vez más plutocrático y menos democrático, con mecanismos  que distorsionan de muchas maneras la voluntad popular. El bipartidismo cerrado anula la posibilidad de alternativas. La participación política está muy mediatizada. Se vota cada dos años, pero garantizando la alternancia prácticamente exclusiva entre solo dos partidos, que tienen diferencias, pero ninguno cuestiona de fondo el statu quo. En las elecciones de presidente, gobernadores, alcaldes, senadores y representantes puede elegirse entre un demócrata o un republicano, pero esos partidos suelen bloquear o boicotear las alternativas reales. La presencia de legisladores de terceras fuerzas políticas es casi inexistente. Hace una década, por ejemplo, Bernie Sanders era el único de los 100 senadores registrado como independiente. Y, para dar batalla a nivel nacional, debió hacerlo al interior del Partido Demócrata, cuyo establishment lo boicoteó en las primarias de 2016 contra Hillary Clinton y en las de 2020 contra Biden. En estas elecciones, Robert Kennedy Jr. se apartó del partido demócrata para postularse como independiente, pero fue perdiendo fuerza en las encuestas —no llega al 4% su intención de voto en agosto—, y esta semana está por dar un paso al costado, tras lo cual es probable que anuncie su apoyo a Trump, con la expectativa de formar parte de su futuro gabinete.

George W. Bush desreguló los aportes electorales privados, en particular de las corporaciones y grupos de presión. En 2010 la Corte Suprema falló a favor de la desregulación de los lobistas. En 2016, por ejemplo, se registraron 2.368 SuperPACs (Comités de Acción Política) ante la Comisión Federal Electoral, grupos de lobistas que invirtieron más de 1.000 millones de dólares en esas campañas presidenciales. Si se suman los gastos de los aspirantes a las Cámaras de Representantes y de Senadores, las cifras se disparan. La carrera para controlar el Capitolio insumió 4.267 millones, de dólares. El gasto total estimado alcanzó la astronómica cifra de 7.000 millones de dólares hace ocho años. Y sigue creciendo desde entonces. Según la Comisión de las Elecciones Federales, en las de 2020 y 2022 se gastaron más de 14.000 millones en cada una. Sin ruborizarse, los candidatos se vanaglorian de las decenas de millones de dólares que recaudan cada semana.

El sistema electoral estadounidense determina la elección de presidente en forma indirecta, a través del colegio electoral. Y no todos los votos valen lo mismo. En cuatro ocasiones no llegó a la Casa Blanca el candidato presidencial que ganó el voto popular, sino el que consiguió más electores, estando así sobre representados algunos estados escasamente poblados. La última vez ocurrió en 2016: Trump ganó en colegio electoral, a pesar de que obtuvo 2.800.000 votos menos que Hillary Clinton. Lo mismo ocurrió en 2000, cuando Bush le ganó unas polémicas elecciones a Al Gore, habiendo obtenido medio millón de votos menos a nivel nacional. Además, existen muchos mecanismos de supresión del voto. Esto quiere decir que a millones de personas —pobres, negros e hispanos, en su mayoría—, en cada elección, se les niega el derecho político más elemental: el derecho a votar (el informe de la ACLU, American Civil Liberties Union, Block the Vote: Voter Suppression in 2020 muestra todos los mecanismos de supresión del voto, a quiénes afecta y por qué). La elección, además, se realiza en un día laborable (martes), el voto no es obligatorio y es necesario registrarse para poder participar. En 2016, por ejemplo, de una población total de 325 millones de personas, había habilitados para votar 231 millones, pero sólo ejercieron ese derecho 137 millones. La participación fue de apenas el 55% de los votantes habilitados (en las presidenciales de Argentina, en 2019, la participación llegó al 81%). Trump, entonces, se convirtió en presidente con apenas el 27% de los votos del total de personas en condiciones de sufragar.

Final abierto, no nos da igual

Hoy los sitios especializados en encuestas, como RCP o Fivethirtyeight proyectan a Harris 2 o 3 puntos arriba de Trump en el voto popular. Pero en los estados oscilantes, los que pendulan entre demócratas y republicanos, hay una paridad extrema. Y esos van a definir quién llega al número mágico de 270 electores, es decir a la mayoría de los 538 que se eligen. Además, en la última década las encuestas vienen fallando en todo el mundo, y también en Estados Unidos. Y puede haber muchas sorpresas todavía. Habrá que medir cómo impacta el inminente retiro de Kennedy Jr. y su eventual anuncio de un apoyo a Trump, habrá que ver si los demócratas logran volver a entusiasmar a los jóvenes que rechazan al magnate neoyorquino, pero son renuentes a participar, habrá que ver si Kamala Harris logra fortalecer el voto afroamericano y si su compañero Walz permite ampliar el voto entre los inmigrantes de origen latino y entre los trabajadores blancos del cinturón del óxido, habrá que medir el creciente peso de las redes sociales y el nivel de hartazgo de una parte de la población estadounidense que rechaza a las elites y sigue creyendo que Trump es un outsider que representa sus intereses, habrá que ver cómo impactan otros temas como el debate sobre el derecho al aborto, la agenda de los feminismos y las crecientes demandas de los trabajadores sindicalizados, habrá que ver si las protestas contra el genocidio israelí en Gaza mueven el amperímetro electoral, habrá que ver si no se produce un desplome bursátil como el que hace dos semanas, luego de la crisis en Japón, encendió las alarmas, y habrá que ver si no aparece otro cisne negro en un proceso electoral cargado de incertidumbre, que refleja las múltiples crisis que aquejan a una potencia en declive relativo.

¿Qué impacto puede haber en América Latina?

Como sabemos, ganen demócratas o republicanos, los objetivos estratégicos de Estados Unidos hacia América Latina se mantienen. Desde hace dos siglos, cuando se planteó la doctrina Monroe, esta región pasó a ser considerada por el gigante del Norte como un patio trasero que les pertenecía y tenían que tener bajo control. No permitiendo que aparezcan otros polos mundiales interfiriendo en su dominio, ni tampoco que avance una integración regional que resistiera la sumisión al imperio. El llamado gobierno permanente de las grandes corporaciones y el complejo militar-industrial y de inteligencia puede tener distintas estrategias —de hecho hace algunos años hay una fractura en las clases dominantes estadounidenses—, pero los objetivos centrales se mantienen.

Dicho esto, con el objetivo de evitar crear falsas expectativas, para Nuestra América no es lo mismo que vuelva Trump a la Casa Blanca a que se imponga Kamala Harris. Más allá de que representan a distintas fracciones de la clase dominante imperial, existen diferencias en las tácticas y las modalidades empleadas, en el uso de hard (Trump) o soft power (Harris), en apelar más al multilateralismo (Harris) o al unilateralismo (Trump) y en la retórica más o menos agresiva, por ejemplo, contra Cuba o Venezuela. Y También en las alianzas con e impulso a líderes ultraderechistas. Esto último no debe ser minimizado. Trump nuevamente en la Casa Blanca implicaría un espaldarazo político-ideológico para Milei, y reforzaría a Bukele, Kast y otros exponentes de las ultraderechas reaccionarias en la región y en el mundo. Daría nuevos bríos al bolsonarismo para volver al poder en Brasil o a la oposición colombiana para cargar contra Petro. Marcaría, desde el punto de vista ideológico, una reofensiva contra cualquier política económico-social incluso tímidamente igualitarista, o contra los derechos sociales conquistados o por conquistar (sindicales, de las diversidades sexuales, del aborto legal, de las luchas de los pueblos originarios por las tierras o de los ambientalistas contra el extractivismo). Cuatro años más de Trump implicarían un corrimiento todavía mayor hacia a la derecha en Occidente, y en especial en América Latina. Es cierto que el magnate no promovió los mega acuerdos de libre comercio que impulsaban los globalistas ni impulsó nuevas guerras en el extranjero. Pero el avance de la internacional ultraderechista apañada por los trumpistas y sus émulos latinoamericanos implicarían un mayor peligro para la región. La derrota de Trump, entonces, debilitaría al gobierno de Milei y a todas las fuerzas y líderes, en cada país de la región, que se referencian en ellos. Esta es otra razón para mirar con atención el proceso electoral que culminará el 5 de noviembre en Estados Unidos.

 

Fuente: JacobinLat - Agosto 2024

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