El negocio de la novedad perpetua
Por eso, los productos tienen una historia marcada en origen. En Livermore festejaron los 110 años de vida de su bombilla de gruesos filamentos. Pero esa bombilla, prendida las 24 horas de cada día, que ha sobrevivido a dos webcams, es una excepción. De hecho, la bombilla es tal vez el primer exponente del deliberado acortamiento de la vida de un producto de consumo. En 1924 se creó Phoebus, un grupo integrado por diversas compañías eléctricas, con la finalidad de intercambiar patentes, controlar la producción y reorientar el consumo. Se trataba de que los consumidores compraran bombitas de luz con asiduidad. En pocos años la duración de las bombillas pasó de 2.500 horas a 1.500 horas, según el documental de Dannoritze. Phoebus incluso multaba a los fabricantes que se salían del camino. El asunto dio lugar en 1942 a una denuncia del gobierno de EE.UU. contra General Electric y sus socios pero, pese a la sentencia, las bombillas corrientes siguieron funcionando una media de 1.000 horas.
Historia de un concepto
En 1932, Bernard London, un promotor inmobiliario, propuso reactivar la economía estadounidense en un texto llamado “Acabar con la Depresión a través de la obsolescencia planificada”. Su idea era que los productos, una vez usados un tiempo, se entregaran a la administración para eliminarlos. Una prolongación extra del uso sería penalizada con un impuesto.
En los años 50, Clifford Brooks Stevens, diseñador industrial, definió el concepto. “La obsolescencia planificada consiste en introducir en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor, un poco antes de lo necesario”, declaró en una conferencia sobre la publicidad en Minneapolis en 1954. Brooks no inventó el término, pero lo precisó con claridad. Poco tiempo después, en 1960, el crítico cultural Vance Packard denunció en Los productores de residuos “el sistemático intento del mundo de los negocios de convertirnos en desechos, en individuos agobiados por las deudas y permanentemente descontentos”.
La mitad de los vehículos del mundo en los años 20 del siglo pasado eran el modelo T, de Henry Ford, fiables y duraderos pero sucios y ruidosos. Sin embargo, su competidor, General Motors, le arrebató el mercado con un nuevo Chevrolet que sólo incluía modificaciones espectaculares y formales. La historia de esta obsolescencia anticipada llega hasta nuestros días. Una abogada de San Francisco denunció a Apple por juzgar que en los primeros modelos de iPod habían aplicado la obsolescencia antes de tiempo con baterías de poca duración. Y en España también los clientes que se quejan de la generación de las impresoras que dejan de funcionar una vez que lanzan un número determinado de rayos de tinta para limpiar los cabezales.
La caducidad programada de los productos cimentó el desarrollo norteamericano y renovó una encorsetada cultura de consumo europea basada en la premisa de que la ropa o los artículos “eran para toda la vida”; incluso se heredaban. La muerte prematura de los productos fue un asunto popular. En la película El hombre del traje blanco (1951), de Alexander McKendrick, su protagonista da con la fórmula de un revolucionario tejido que ni se ensucia, ni se desgasta, lo cual lo hace irrompible. Tras la alegría inicial, su descubrimiento le lleva a ser perseguido por los propios empleados, temerosos de perder las ventas y perder sus puestos de trabajo. De la misma manera La muerte de un viajante (1949), de Arthur Miller, recoge un impagable diálogo en el que el protagonista se queja de la heladera o el auto que dejan de funcionar al poco de pagarlos a plazos.
Existe una obsolescencia técnica, relacionada con la duración de los materiales y componentes. La creación de diversas gamas de productos que no interactúan con el viejo equipo ayuda a que quede obsoleto. “Normalmente, los productos se diseñan con un equilibrio para que todos sus componentes tengan una vida parecida. No sería lógico tener un elemento con una vida infinita, y muy costoso, y otros de vida muy corta. La estrategia sería que cuando un parte falla, fallen las demás”, indica Carles Riba Romeva, director del Centre de Disseny d’Equips Industrials y profesor de la Universida Politécnica de Cataluña (UPC).
¿Se crean aparatos para que duren poco? “En general, no es así, aunque hay excepciones”, opina Pere Fullana, director del grupo de investigación en gestión ambiental de la Escola Superior de Comerç Internacional de la Universidad Pompeu Fabra. Fullana relata el descubrimiento que hizo en una ocasión al revisar un juguete eléctrico chino que se estropeó a poco de ser regalado a su hijo. Siguiendo el circuito eléctrico descubrió que el fusible que se había fundido estaba dentro de una cavidad de plástico, sellada e intencionadamente inaccesible.
La caducidad se impone además cuando las innovaciones tecnológicas se implantan sin que los productos tengan las mismas capacidades que los viejos. Por ejemplo, las empresas que estaban vendiendo videos mientras se desarrollaban los DVD pudieron estar participando de una obsolescencia planificada. La caducidad se hace sistemática cuando se alteran los productos para hacer difícil su uso continuado. La falta de interoperatividad fuerza al usuario a comprar nuevos programas En el mundo del software hay dos variantes para obligar al usuario a comprar nuevas versiones. Una es perder la compatibilidad hacia atrás forzando la reconversión de todo lo antiguo para funcionar con lo nuevo. La segunda, menos agresiva, consiste en perder la compatibilidad hacia adelante con novedades que no pueden ser manejadas por las versiones anteriores. De hecho, en algunas ocasiones “se ha visto cómo una compañía improvisaba inusuales módulos de compatibilidad para el programa antiguo, con el fin de manejar archivos de la nueva versión, por el temor de que los clientes pudieran migrar al tensar tanto la cuerda”, dice Xavier Pi, profesor de ingeniería de software y périto informático.
Otro modo de jubilar los productos es el diseño y la moda, la maquinaria de crear objetos que ilusionen con el ánimo de que el cliente se sienta desfasado si no compra. El diseño unido al marketing multiplica la seducción para crear un imaginario de libertad sin límites. “No podemos pensar en la obsolescencia planificada como una teoría conspirativa en la que los productores nos engañan escondiendo información. Tenemos que mirar el plano estético y simbólico y pensar en la dinámica de la publicidad, que te hace ver algo nuevo para que lo tuyo parezca viejo. Todos somos corresponsables”, dice Federico Demaría, un investigador sobre decrecimiento de la Univesidad Autónoma de Barcelona, licenciado en ciencias ambientales. Habla de la “colonización de lo imaginario” y cómo lo nuevo ocupa un papel estelar en la escala de valores. “Todos somos víctimas y promotores de este fenómeno. La manera en que opera la obsolescencia te hace partícipe de este proceso”, añade.
Revista Ñ - 14 de octubre de 2011