El verdadero secreto del libre comercio
La teoría y práctica del neoliberalismo generaron, con razón, una importante oposición de activistas, hacedores de política y académicos. Sin embargo, el neoliberalismo continúa siendo una importante influencia en las ciencias sociales, el sentido común y en los círculos políticos. En la práctica, las naciones poderosas y las instituciones que sostienen y difunden esta agenda fueron exitosas para expandir la ley del mercado. En consecuencia, por todo el mundo persisten enormes bolsones de pobreza y profundas desigualdades y las crisis siguen estallando. Acabamos de ingresar en la primera Gran Depresión del siglo XXI.
La base del neoliberalismo reside en la teoría ortodoxa del libre comercio, cuyo argumento central es que el libre comercio competitivo beneficiará a todas las naciones. Algunos críticos señalan que hoy en día el mundo está muy lejos de exhibir las condiciones de competitividad asumidas en la teoría económica estándar del libre comercio. Señalan que, si bien las naciones ricas predican el libre comercio, cuando ellas estaban subiendo por la escalera del desarrollo utilizaron ampliamente el proteccionismo y la intervención estatal. Incluso remarcan que ahora los países ricos ni siquiera siguen al pie de la letra sus prédicas. Los defensores del neoliberalismo ya respondieron a esas acusaciones: en el pasado no existían las condiciones de mercado competitivas que son necesarias para el libre comercio, por lo tanto el pasado no sirve como comparación. Sin embargo, argumentan que, con la ayuda de los organismos internacionales, se pueden alcanzar esas condiciones en todo el mundo. Cuando esto suceda, el libre comercio funcionará como prometieron y la pobreza mundial, el desempleo y las crisis económicas desaparecerán.
El libre comercio entre naciones funciona prácticamente de la misma manera que la competencia al interior de un país: favorece al (competitivamente) fuerte sobre el débil. Es esperable que la globalización genere daños colaterales. Esto también nos dice que los países desarrollados tenían razón al advertir, cuando estaban subiendo por la escalera, que el comercio internacional irrestricto era una amenaza a sus propios planes de desarrollo. Aquello que hoy el mundo desarrollado niega tan enérgicamente, era verdad entonces: el gran poder del mercado se utiliza mejor cuando está asociado a una agenda social más amplia.
En los libros de texto de economía, las introducciones a la teoría del libre comercio comienzan con una tergiversación deliberada. Esos manuales nos piden que analicemos a dos países como si fueran individuos que participan libremente de un trueque. Los individuos, nos dicen, entregarán lo que tienen a cambio de otra cosa solamente si cada uno considera que va a ganar algo en ese proceso. Y, si sus expectativas son correctas, efectivamente ganarán. Así, el libre comercio beneficiaría a todos los que participen de él. El resto son detalles. Pero como en cualquier truco de magia, este razonamiento incluye un engaño fundamental. En un mundo capitalista, el comercio internacional está guiado por empresas. Los exportadores locales les venden a los importadores extranjeros que luego venden esos productos a sus residentes, mientras que los importadores locales compran bienes a los exportadores y después nos los venden a nosotros. La rentabilidad es lo que motiva las decisiones empresarias en cada punto de la cadena.
La teoría del libre comercio tradicional descansa en el supuesto de que en un libre mercado financiero los flujos de dinero que surgen de un déficit comercial reducirán el precio real de la moneda del país (devaluarán el valor de la moneda). Así se achicará el déficit, ya que las exportaciones serán más baratas para el resto del mundo y las importaciones más caras, hasta que en un momento el balance comercial y la balanza de pagos encuentran el equilibrio. Un superávit comercial generaría el recorrido contrario hacia el mismo resultado.
Tanto Karl Marx como Roy Harrod ofrecen un contraargumento convincente: en un mercado financiero libre, las salidas de dinero disminuyen la liquidez y elevan las tasas de interés, mientras que el ingreso de capitales baja las tasas de interés. Ninguno de estos efectos altera el balance comercial. En cambio, inducen flujos de capitales de corto plazo que conducirán al balance de pagos a un equilibrio cubriendo un déficit comercial existente con endeudamiento externo y un superávit comercial impulsando una posición de acreedor externo. Bajo un esquema de libre comercio, un país que no es suficientemente competitivo en el mercado global terminará cubriendo su persistente déficit comercial con endeudamiento externo, terminará como un deudor internacional. A la inversa, un país muy competitivo poseerá un superávit comercial y se transformará en un acreedor internacional.
Este es el verdadero secreto del libre comercio: se necesitan políticas económicas especialmente diseñadas para desarrollar la industria de un país a un nivel donde sea globalmente competitiva. Esto explica por qué los países occidentales y luego Japón, Corea del Sur y los tigres asiáticos resistieron con tanta fuerza la teoría y las políticas del libre comercio cuando estaban subiendo por la escalera. Pero también nos permite darles sentido a las verdaderas políticas que utilizaron en su proceso de desarrollo: utilizando el acceso a los mercados internacionales, el conocimiento y los recursos como parte de una agenda social más amplia. El objetivo no debe ser equilibrar la cancha, sino más bien elevar el nivel de los jugadores desventajados. En este sentido, practicar el neoliberalismo en los lugares más pobres del mundo es un deporte cruel.
Página/12 - 5 de marzo de 2012