Éric Sadine y el tecnoliberalismo espectral

Javier Occhuzzi

Publicado en español a comienzos del 2024 por la editorial Caja negra bajo el título La vida espectralPensar la era del metaverso y las inteligencias artificiales generativas. El filósofo francés Éric Sadine nos presenta una obra en donde alerta sobre el advenimiento de un nuevo régimen social en donde la población padecerá un síntoma llamado “indistinción generalizada” el cual se caracteriza por dificultar e impedir que los sujetos cognoscentes puedan distinguir la naturaleza y origen de una imagen. La era de los espectros digitales ha llegado.

Conocido globalmente por sus críticas a los distintos fetiches de la tecnología digital y la IA, Éric Sadin es una de las personalidades más destacadas y renombradas entre los que estudian las relaciones entre tecnología digital y sociedad. Sus trabajos y escritos se han concentrado en el intento de armar un diagnóstico de la contemporaneidad y sus prácticas en función del impacto que los artefactos tecnológicos producen en la humanidad.

En La vida espectral el reciente libro del filósofo francés (traducción de Margarita Martínez) ya no intenta tan solo diagnosticar determinado síntoma contemporáneo, sino que apunta a predecir las futuras conductas sociales surgidas de la revolución digital de los dispositivos personales.

Los “espectros” y o “fantasmas” son las nuevas amenazas o peligros que se ciñen sobre la sociedad actual. Hay que entender que por espectro no se refiere el autor a una entidad sobrenatural, sino a las entidades con ausencia de cuerpo, o mejor dicho: proyecciones digitales.

Para Sadine desde el 2007, año en que Apple lanzó el Iphone, el mundo comenzó a girar a una época nueva. El Smartphone como artefacto presenta tres funciones inéditas: una conexión a internet teóricamente ininterrumpida en el espacio y en el tiempo; una interfaz táctil, que instaura un lazo carnal, casi de fusión, con el aparato (y que en poco tiempo se fusionaría con el usuario) y la geo-localización que ubica a cada cuerpo en el territorio. Es un todo ya que incluye las páginas web diseñadas para la navegación y además se le suman las aplicaciones, se puede sintetizar que a largo plazo está la ambición de cubrir la totalidad de nuestra vida cotidiana, por decirlo de alguna manera: una aplicación para casi todo. Para el autor en cuestión ya nunca más estaremos los humanos “solos” debido a que tendríamos a nuestra disposición guías superiores informadas que nos garantizarían la mejor conducción de nuestras existencias: el camino del espectro ha comenzado.

Según Éric Sadine la obra de teatro “Hamlet” desde su primera función alrededor de 1602, la obra de William Shakespeare (en donde un espectro/fantasma ayuda y proporciona información útil al protagonista) no dejó de representarse una y otra vez. Sin embargo, cuatro siglos más tarde, de manera imperceptible y en términos completamente diferentes, se vuelve a representar en todos lados. No por un protagonista heroico, sino por el fútil teatro del mundo en el que nos movemos, rodeado ahora de fantasmas que se dirigen directamente a cada uno de nosotros y nos indican, llenos de malicia, el camino correcto a seguir. Estos fantasmas entran en escena solo en ocasiones muy excepcionales, pero sin descanso, y nos llevan no tanto a actuar después de recibir un mensaje altamente importante como a reaccionar, noche y día, a una avalancha de señales.

“Nos transforman, sin que tengamos plena conciencia, en muchedumbres de Hamlet, a escala planetaria y en una versión más bien maquínica.”[1]

Para Sadine, fue durante la pandemia de covid-19 que todas estas tendencias digitales se vieron aumentadas exponencialmente. El curso de nuestras vidas individuales y colectivas había quedado súbitamente congelado, en las antípodas del ritmo frenético que lo caracterizaba.

Pero lo más significativo (tecnológicamente hablando) durante la pandemia fue la transferencia de un registro súbitamente ampliado de segmentos de nuestras existencias a un entorno hecho únicamente de píxeles.

El camino del fantasma

En muy poco tiempo la humanidad experimentó la confusión entre los flujos de la vida y los flujos digitales. Desde una amplia parte del trabajo, de la enseñanza escolar y universitaria, de las relaciones interpersonales, de las consultas médicas, de la compra de bienes de consumo, del acceso a obras culturales, hasta la organización de “reuniones sociales” por WhatsApp, de eventos profesionales a cumbres de jefes de Estado, todo se empezó a hacer online, con pantallas interpuestas.

La pandemia fomentó y estimuló la pixelación de la vida, generando una transmutación que empujaba a la humanidad hacía una cuarta dimensión, o más exactamente una cuarta era de las tecnologías digitales.

Para el autor es como si una dimensión cada vez más impersonal y desencantada de la sociedad, que ya era predominante desde hace décadas atrás en el campo del trabajo, en el anonimato creciente de las ciudades, en las relaciones interpersonales mediadas por el uso generalizado de pantallas, todo eso se termina de expresar brutalmente en el híper individualismo de la sociedad actual.

“Este ethos asumió entonces una forma manifiesta (¡oh, y cuánto!) en nuestras casas rondadas por desfiles de apariciones incorpóreas, en las calles desiertas, y todo confirmaba nuestra impresión de vivir –sin más y como nunca antes- en una sociedad fantasma.”[2]

Para Sadine toda esta conducta hizo emerger un sintoísmo algorítmico (Shinto en japonés significa “el camino o la vía de los dioses”) manifestados bajo la forma de espíritus que velan sobre nuestra vida y a los cuales se les pide protección y ayuda. Para el autor el vínculo que se desarrolla y fomenta a partir de la pandemia con los dispositivos digitales y sus Apps tomó un matiz que bordea lo místico.

“Teníamos entre manos un ejército de fantasmas infinitamente dispuestos a iluminarnos. Hoy no dejan de sonar, de vibrar, de encenderse, de enviarnos notificaciones.”[3]

El autor afirma que hoy vivimos en una suerte de panteísmo digital en donde nuestra relación con el medio y los demás se efectúa dentro de una ausencia física. ¿Cómo no ver una correlación entre  este espíritu de los tiempos y el hecho de que, desde hace años, la gente utiliza cuentas falsas en las llamadas “redes sociales”, creyendo que así está en condiciones de intervenir con mayor peso en el juego social. La proliferación de cuentas y perfiles para actividades online fomentó todavía más estas prácticas.

Está ilusión de liberación de uno mismo solo sirve para aumentar nuestra desorientación y desconfianza colectivas, alimentadas por cierta industria que hoy en día concibe dispositivos destinados a proporcionar el único gocé de hacer coincidir perfectamente nuestra más alta concepción de nosotros mismos con el perfil digital de las redes: es algo así como la filosofía del avatar.

“las dos películas realizadas por James Cameron y estrenadas en 2009 y 2022, podríamos calificar como ʽestética Avatarʼ se puede considerar a este régimen de la imagen la vanguardia de una relación con la representación que pronto será dominante: la que, en adelante, viene a abandonar lo real.”[4]

Por esa razón vivimos el entrecruzamiento ya en curso del metaverso y las IA generativas, un mundo que nos veremos obligados a transitar y depurar de sus imprevistos ya que lo único que tiene para ofrecer son  la mercantilización de las interacciones humanas mediado por lo digital.

“Vivimos un momento turbador en el cual el imperativo de la racionalización y el espíritu utilitarista, que desde la Revolución Industrial, y durante más tiempo también, no dejan de triunfar, se apoderan ahora del régimen simbólico.”[5]

Para Sadine hoy vivimos en la era del “tecnoliberalismo espectral” destinada a dar el tono a cada una de nuestras respiraciones, a relegar la expresión de nuestras sentidos y de nuestra inteligencia a modalidades de existencia que deberían tener cada vez menos curso, dado que, del lado de la industria, generan menos beneficios y, de nuestro lado nos obligan a enfrentarnos a la experimentación de lo real.

Las antiguas sombras en la caverna que le sirvieron a Platón de analogía para explicar las ilusiones conscientes, hoy toman un nuevo matiz al presentarse en la forma de píxeles en un monitor de plasma con pantalla plana.

La caverna pixelada

La lucha por dar estímulos cada vez más reales al ojo humano y por elevación al cerebro ha generado un digno dilema filosófico en donde el autor se pregunta por el sentido contemporáneo de realidad.

Si miramos de cerca este cuadro, nuestras existencias parecen desplegarse dentro de él como fantasmagorías movidas por mecanismos que garantizan su supuesta mejor administración. Esta es la razón por la cual emerge, desde comienzos de la década actual, la era del integralismo digital. Dicho horizonte no hizo sino dar su plena envergadura a un proceso iniciado a principios de la década de 2010 y que, desde entonces, no dejó de extenderse e intensificarse.

Esta dinámica ya estaba en marcha en los albores de la década de 2010, en el diseño de Google Glass, lentes cuya finalidad era permitir que con un ojo se capturara el medio circundante y con el otro se vieran informaciones adaptadas en tiempo real, según los lugares y circunstancias. Para Sadine la ambición subyacente de Google era: “dar a luz fantasmas cada vez más omniscientes, prodigado la palabra correcta para todos y cada uno de nosotros, muy pronto, día y noche, incluso dentro de nuestras cavernas de píxeles.”[6]

Ya no se trata de hacer posibles las llamadas experiencias “aumentadas”, sino de construir un modo de vida, más ampliamente, un ethos civilizatorio, fundado en la fijación de los cuerpos, mientras vemos como todos los flujos del mundo vienen hacia nosotros o como nuestro propio mundo se pliega infinitamente al menor de nuestros deseos con simples instrucciones de nuestra parte.

Para el autor la historia de la técnica está vinculada directamente a la historia del propio cuerpo. En primer lugar para organizar las condiciones que se juzgaban mejores para la producción de bienes y en segundo lugar con el objetivo de favorecer la mayor cantidad de transacciones mercantiles. Hoy se está implementando una lógica exactamente inversa: la era de la fijación de los cuerpos.

 
El mejor ejemplo actual de eso es la tendencia al teletrabajo, hay muchos factores que se invocan para apoyar esta dinámica y todos confirman el hecho nodal de que la técnica cuanto más intenta hacer cuerpo con nosotros, más provoca una anquilosis progresiva de nuestros miembros; pero también de nuestras facultades cognitivas e intelectuales, en razón del uso ya instituido de las IA de recomendación y del uso, que pronto se hará general, de las IA generativas.

“A largo plazo, el desafío consiste en cubrir el espectro entero de nuestros sentidos hasta poder, como con un potenciómetro, manipular los niveles a nuestro capricho, lo que ofrece un régimen de sensaciones completamente nuevo –o de estremecimiento, podríamos decir dirigido por una industria en pleno auge: la de sensación artificial. O, dicho de otra manera, la de una ʽInternet de los sentidosʼ”.[7]

El mejor ejemplo de este intento de sinapsis mente-máquina, para Sadine, se da en el personaje de Iron Man. Donde su piloto equipado con su armadura integral y plagada de chips electrónicos, de sensores y de armas en miniatura integradas, acciona la superficie táctil de su casco o procede a dar órdenes vocales para pilotear diestramente los poderes sobrehumanos de los que dispone.

Es por esta razón, afirma el autor, que la generación posterior denominada “G7” (nacidos entre 1997 y 2010) y la “generación Alfa” (la de las personas nacidas entre 2010 y la actualidad) también criada en este entorno técnico y cultural pero con niveles de conectividad mucho más elevados por el uso continuo del Smartphone y las plataformas conectadas, en la vanguardia de las cuales está TikTok, “corren el riesgo de acurrucarse naturalmente, sin espíritu crítico, en este plasma que parece libre de toda coerción y que les permite imaginarse detentando un poder en gran medida multiplicado”.[8]

Estaríamos frente a la penúltima etapa de este ethos del acompañamiento de la vida, antes de la anunciada implementación de chips en nuestros cerebros, que incluso podrán “liberar” nuestros cuerpos. Es aquí donde el transhumanismo[9] nos pone ante una superposición humano/técnica ya que no se trata de la sustitución de nuestros órganos por prótesis de materiales sintéticos, sino de la migración de las condiciones de nuestras relaciones espacio temporales hacia un medio completamente artificial y virtual.

Amor virtual e indistinción generalizada

La creciente digitalización de nuestra existencia instituyó un distanciamiento de los demás, de sus cuerpos y de su presencia física. A partir de ahora, se nos considera menos en nuestra presencia carnal y somos percibidos principalmente a través de las pantallas, lo cual confirma una vez más el predominio de lo retiniano en nuestro régimen espectral de existencia. “Y así, en nuestras relaciones con los demás, nos abordamos mutuamente y nos construimos como si fuésemos ante todo vistos y leídos.”[10]

Y así llegó el día en que nuestra sociedad puso a disposición de la población dispositivos que fundaban a nuestros semejantes en puras y simples mercancías. En el 2009 apareció Grind una App de citas que se podía manejar desde los Smartphone y que además permitía el uso de la geolocalización. En otras palabras con un movimiento del dedo, uno podía desplazar por imagen de los rostros: a la derecha si quería contactarlo o la izquierda si era indiferente. Este procedimiento fue copiado por otras plataformas (OkCupid, Hige, Happn, Tinder).

“Se produjo un fenómeno sobre el cual es difícil establecer si se trata simplemente de que ofrece una forma clara, y desinhibida, a las relaciones cada vez más utilitarias entre las personas o si inaugura, a escala planetaria, el hecho de que el otro sea una entidad seleccionable a voluntad o desechable al arcón de los recuerdos con un simple gesto.”[11]

Es verdad que en la época de la pandemia, la interfaz zoom pareció encarnar por sí sola esta nueva era de vínculos interhumanos. Sin embargo no tuvimos en cuenta su propio nombre que, de manera velada, sugería que era cierta la posibilidad de comunicarnos a través de pantallas interpuestas, pero sobre todo que solapadamente empezaban a establecerse relaciones basadas en otros encuadres.

“Respecto de este punto, la inteligencia artificial es como una gran casamentera platónica omnisciente. Consagrada a poner cada unidad orgánica o material en la mejor concordancia posible con cualquier otra, en función de nuestros deseos o necesidades del momento.”[12]

Una potencia total cognitiva y organizacional que hace emerger un real plausible de ser calificado como “refabricado”, pues trabaja sin cesar para que todo encaje entre sí y produzca las coyunturas que se consideren en cada caso la más acordes y beneficiosas. Por el contrario, el horizonte providencial consiste en que a largo plazo termine siendo parte integrante de la casi totalidad de nuestros gestos individuales y colectivos.

Para Sadine parte de la “indistinción generalizada” en la que actualmente vivimos se debe a que estos espectros virtuales que él tanto señala no son otra cosa que “gemelos digitales” surgidos de una realidad virtual que se puede percibir por medio de un visor-prótesis. Y que además puede tomar una forma corpórea materializándose por medio de una impresora 3D.

La Inteligencia Artificial “generativa” hizo posible proezas como el chatbot conversacional ChatGPT que se muestra muy poderoso en su capacidad de velocidad de respuesta, comprensión y síntesis de gran cantidad de información y aprendizaje de patrones comunes. Podemos afirmar que sus principales limitaciones son: la actualización de datos y que no posee emociones ni percepciones personales. Al fin y al cabo pensar es una forma de sentir y expresar el mundo. Por esa razón las máquinas no piensan, sino que calculan.

No estamos equipados

Para Éric Sadine los humanos no estamos equipados para esta mutación antropológica. Nuestros modos de representación y nuestras categorías son o bien ineptas, o bien engañosas para capturar lo que está en juego.

Desde hace dos décadas, la llamada “innovación digital” erigió el imperativo de proyectarse hacia adelante como única medida, que era condición del dinamismo y el éxito. Se otorgó una preeminencia simbólica a la producción futura, sobre la que se postula que tendrá funcionalidades aumentadas y cualidades superiores. “Y esto generó un ritmo frenético. Se trata de un fenómeno de des-sincronización.”[13]

El filósofo francés afirma que hoy lo que falta es una “herramienta metodológica”. A lo que debería aplicarse una filosofía de lo contemporáneo, que ciertamente exige, en palabras de Michel Foucault: “volverse en los propios campos de investigación un diagnosticador del presente.”[14]

Al parecer este tipo de acrecentamiento digital trashumante, llevará a nuestra desvitalización, es decir, a la pérdida de nuestra sensibilidad carnal y de nuestras capacidades intelectuales, pero también al debilitamiento de las categorías políticas y morales que considerábamos, hasta hace poco, inmutables.

Se me atrofio el olfato

Nuestros cuerpos y sentidos han ido mutando los últimos tiempos, la exposición prolongada a las pantallas ha ido logrando progresivamente una suerte de régimen o dictadura de la retina ocular, buscando solo trabajar la vista, prescindiendo de los otros sentidos.

En 1930, Sigmund Freud asociaba, en El Malestar de la cultura, el retroceso del olfato al desarrollo de la civilización. Al verticalizarse, el hombre se habría deshecho de su fidelidad al olfato y desligado así del reino animal.

También lo observó Georg Simmel quien había detectado en primer lugar la sociabilidad urbana vinculado al atrofio sensitivo. En ensayo sobre la sociología de los sentidos había escrito: “Las relaciones de los sentidos en las grandes ciudades comparadas con las de los pueblos pequeños, se caracterizan por una marcada preponderancia de las actividad de las vista sobre el oído.”[15]

La pantalla, ahora conectada, ofreció usos multifuncionales, así como un reservorio inagotable de sorpresas que no dejó de acapararnos. Sin ir muy lejos el mercado publicitario de la atención es otro tipo de industria que no dejó de aflorar en este último tiempo.

La economía de la televisión, al hechizar a la gente, dio su primera forma manifiesta a lo que podríamos calificar como “paralelismo de las existencias” y que después, no habría sino de reforzarse.

“Hay multitudes que se paran mirando hacia una misma dirección, como frente a un altar, y su espíritu es devoto, o su cerebro está enteramente disponible.”[16]

Muy pronto se instauró un régimen de esparcimiento o de pasatiempo bajo la forma del consumo en aumento de imágenes, sostenido por una industria que, a lo largo de las décadas, se las ingenió para perfeccionar estrategias destinadas a producir un hábito. “Pero también sostenido por la fatiga de las masas que, al volver de jornadas de labor y de transportes agotadores, no pedían sino dejarse distraer de un modo que no exigiera demasiados esfuerzos cognitivos, aprovechando todo ese tiempo tal vez fútil, pero que en la palidez recurrente de lo cotidiano aportaba dosis salvíficas de recreación y consuelo.”[17]

La aparición de Internet no hizo otra cosa que comenzar a potenciar todas estas tendencias socio-antropológicas de las que el autor se viene refiriendo, los Smartphone se adaptaron a nuestros cuerpos, pero en definitiva a lo que se aspiraba (técnicamente hablando) es que nuestros cuerpos se fijen y adapten a los dispositivos.

El caballo de Troya del tecnoliberalismo

Según Sadine la era del acceso, que debía unir a los individuos en una “aldea global” y abrimos a las “autopistas de la información del saber”, se convirtió, dos décadas después, en una era de desclasamiento de los cercano (y, bastante más astutamente, de nosotros mismos), en una vida espectral en la cual las psychés, aunque crean controlarlo todo, no son más que el juguete de sus propias inclinaciones, perezas y neurosis, así como de una sinnúmero de fuerzas que le son ajenas.

Esto hizo surgir una nueva industria, la de los datos, forjadora de tecnologías sofisticadas que permitían capturar los deseos y necesidades de las personas y monetizar, bajo diversas formas, estas masas de información. Dicha axiomática constituye la gran ruptura industrial y antropológica de este primer tercio del siglo XXI.

La adaptación perpetua a lógicas impulsadas principalmente por la industria de los datos y la inteligencia artificial y la renuncia a la creatividad humana van ahora de la mano. En realidad, ninguna regulación puede impedir esta automatización cada vez mayor de la sociedad y el corolario de que se destierren nuestras facultades.

“El desafío no consiste en modo alguno en corregir los sesgos que orientan estos sistemas, sino en elevar nuestra vigilancia en varios niveles para oponernos al hecho de que sea la figura humana misma la que queda sesgada.”[18]

Dice Sadine que a Mark Zuckenberg, la prensa lo interroga todo el tiempo para entender qué surge de la I.A. y de las diferentes formas de automatización, pero son los operarios de Amazon que guiados sin descanso por sistemas de inteligencia artificial a ritmos infernales derivados de la negación de su integridad y dignidad, los que tienen más para declarar sobre las mejoras y los avances de la aplicación de estas nuevas técnicas de producción.

Un tecnoliberalismo se presenta en el horizonte y al parecer la I.A. sería una de las formas de este caballo de Troya.

A modo de cierre

Para el autor es tiempo de sacar a la luz la naturaleza de la racionalidad instrumental y su historia que sin descanso han tenido un solo objetivo: distribuir, seres y cosas en el lugar correcto y en el momento adecuado.

“Las estrategias de corrección y docilización de los cuerpos analizadas por Michel Foucault, que pretendía la participación activa de todos en el edificio social –y derivadas entonces de una ʽBiopolíticaʼ-, solo habrían sido las primeras manifestaciones de un proceso que, a principios del siglo siguiente, pretendió no solo erigir hombres sanos, robustos y maleables sino instituir también una inflexión sistematizada de las conductas.”[19]

Hoy en día, la eterna carta blanca dada al tecnoliberalismo ha llegado al punto de dejarlo operar una radicalización de sus principios sin la menor restricción. El surgimiento de las IA generativas es el testimonio de que se ha cruzado un umbral, en la medida en que aquel postulado que pone en acto la necesidad de que los artefactos tomen el relevo de nuestras fallas alcanza su última frontera.

“Es nuestro mayor deber, y tenemos que hacerlo sin demora, prohibir llana y lisamente estas IA generativas o, dicho de otro modo, extintoras de nuestras voces más propias y del camino que cada uno de nosotros tiene el libre derecho de tomar.”[20]

Afirma el autor que sería un honor que los jefes de estado así como las organizaciones públicas nacionales e internacionales y la sociedad civil en su conjunto, confeccionarán un documento globalmente vinculante que prohibiera estos instrumentos, que lo único que buscan en la tendencia actual es la erradicación de la expresión de nuestros sentidos y nuestras mentes.


[1] Éric Sadine, La vida espectral. Pensar la era del metaverso y las inteligencias artificiales generativas, Ed. Caja negra, 2024, p. 13.

[2] Ídem, p. 17.

[3] Ibídem, p. 14.

[4] Ibídem, p. 134.

[5] Ibídem, p. 140.

[6] Ibídem, p. 119.

[7] Ibídem, p. 190.

[8] Ibídem, p. 35.

[9] El transhumanismo es un movimiento filosófico y científico que promueve el uso de la tecnología para mejorar las capacidades humanas y superar las limitaciones biológicas del cuerpo y la mente. Los transhumanistas abogan por el uso de tecnologías emergentes, como la inteligencia artificial (IA), la biotecnología, la nanotecnología, y la neurociencia, para mejorar el bienestar humano, aumentar la longevidad, mejorar la inteligencia, y, en última instancia, superar las barreras naturales como el envejecimiento y la muerte.

[10] Ibídem, p. 151.

[11] Ibídem, p. 152.

[12] Ibídem, p. 101.

[13] Ibídem, p. 42.

[14] Ibídem, p. 43.

[15] Ibídem, p. 74.

[16] Ibídem, p. 70.

[17] Ibídem, p. 71.

[18] Ibídem, p. 216.

[19] Ibídem, p. 288.

[20] Ibídem, p. 233.

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