Historias de asunciones

Felipe Pigna
Hubo de todo y para todos los gustos en la historia de las asunciones presidenciales. Desde aquella anodina ceremonia sin pueblo en la que Rivadavia se convertía en nuestro primer presidente allá por 1826, hasta las multitudinarias del siglo XX. Recordemos que el sistema presidencial en nuestro país tuvo en sus orígenes una muy corta vida. Tras el fracaso estrepitoso de Rivadavia y del Congreso que venía sesionando en Buenos Aires desde 1824, el país se encamina en 1827 al régimen de las autonomías provinciales en el que cada provincia asume su soberanía delegando en el gobernador de Buenos Aires las relaciones exteriores de aquella difusa Nación.

Habrá que esperar hasta 1853, cuando se sancione nuestra Constitución nacional, para que reaparezca la figura del presidente electo de la Nación, en este caso de un país dividido entre el Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina con capital en Paraná.

Aquel presidente, el primero constitucional, fue Justo José de Urquiza, quien verá fracasar su proyecto nacional y confederal por el permanente bombardeo económico y militar de Buenos Aires que finalmente se impondrá en Pavón en 1861 abriéndole el camino al presidente Mitre, jefe de un país unificado a la fuerza, un país sometido a los intereses británicos y de sus aliados locales, relegando a las provincias a un rol secundario de proveedoras. Aquellos presidentes de la llamada “Organización Nacional”, Mitre, Sarmiento y Avellaneda, asumían sus mandatos rodeados de boato y de sus compañeros de clase; el pueblo estaba ausente y lo estará hasta el 12 de octubre de 1916 cuando asuma Hipólito Yrigoyen, el primer presidente electo por el voto popular libre del histórico fraude electoral. He aquí dos opiniones divergentes sobre la asunción del caudillo radical: Contaba Manuel Gálvez:

“¡Nunca se ha visto un entusiasmo igual en Buenos Aires! La multitud parece enloquecida; y cuando el Presidente llega a la acera y sube a la carroza de gala, arrolla al cordón de agentes de policía que la ha contenido y rodea al carruaje. Yrigoyen, en pie dentro del coche, con el vicepresidente y los dos más altos jefes del Ejército y la Marina, saluda con la cabeza y con el brazo. Pero hay que partir, y la policía se dispone a abrir calle. Yrigoyen hace un gesto con la mano y da orden de que dejen libre a la multitud. El coche está rodeado por el gentío clamoroso. De pronto. Un grupo de entusiastas desengancha los caballos y comienza a arrastrarlo. En las cejas de Yrigoyen se marca una contracción de desagrado. Quiere bajar de la carroza, pero la multitud no lo consiente. El pueblo aprueba el acto fanático y todos los que están cerca quieren tener la gloria de tirar del coche”.

Los conservadores no pensaban lo mismo:
“El espectáculo que presenta la Casa de Gobierno (…) que observé al pasar por salas y pasillos, era pintoresco y bullicioso. Como en un hormiguero, la gente –en su mayoría, mal trajeada– entraba y salía hablando y gesticulando con fuerza; diríase que esa algarabía era más propia de comité en vísperas electorales que de la sede del gobierno. Un ordenanza me condujo a una sala de espera (…) Vi allí un conjunto de personas de las más distintas cataduras: una mujer de humilde condición con un chiquillo en los brazos; un mulato en camiseta, calzado con alpargatas, que fumaba y escupía sin cesar; un señor de edad que parecía funcionario jubilado; dos jóvenes radicales que conversaban con vehemencia de política con un criollo medio viejo de tez curtida, al parecer campesino, por su indumentaria y acento (…)”.

Nada parecido ocurrió en la ceremonia de asunción de Alvear, representante del “Radicalismo azul” o “paquete”, en 1922, y sí volvería la euforia popular en 1928 tras el categórico y renovado triunfo de Don Hipólito. Lamentablemente hay que dar cuenta de un hecho lamentable: también la Plaza de Mayo se llenó de gente, no de calor popular, en septiembre de 1930 cuando asumía el dictador Uriburu tras derrocar a Yrigoyen cuya humilde casa fue saqueada por una turba civil progolpista. El aspecto de la Casa Rosada volvió a sus “años dorados” con “lo mejor” de la oligarquía local ocupando todos los ministerios.

Tendrá que concluir la desgraciada década infame con su carga de presos políticos, tortura, fraude y corrupción para volver a asistir a la fiesta del pueblo en la calle celebrando la asunción de un presidente popular. Será en junio de 1946 cuando el llamado “aluvión zoológico” festejaba el triunfo de Perón derrotando a la embajada norteamericana, la Sociedad Rural y la Bolsa de Comercio, entre otros. El 4 de junio de 1946, en el tercer aniversario de la “revolución” del 43, Perón asumía la presidencia de la Nación estrenando su uniforme y su grado de general, acordado con retroactividad a diciembre de 1945 por el Congreso electo, que había comenzado a sesionar el 29 de abril.

La oposición, en un gesto que no presagiaba un futuro muy alentador, faltó a la cita y Perón juró ante una asamblea legislativa compuesta casi exclusivamente por sus diputados y senadores.

La ceremonia de asunción de su segundo mandato, el 4 de junio de 1952, tuvo para Perón y sus seguidores un componente emotivo muy especial: fue la última aparición pública de Evita, que visiblemente desmejorada y volando de fiebre no quiso perderse ese momento por el que había dejado jirones de su vida.

Como en 1930 sectores de clase media y alta coparon la plaza el 23 de septiembre de 1955 para celebrar la asunción del “Libertador” Lonardi quien sorprendió a su selecto auditorio con su discurso conciliador. “Tanto como la de mis compañeros de armas –decía el jefe golpista– deseo la colaboración de los obreros y me atrevo a pedirles que acudan a mí con la misma confianza con que lo hacían con el gobierno anterior. Buscarán en vano al demagogo, pero tengan la seguridad de que siempre encontrarán un padre o un hermano. La libertad sindical, indispensable a mi juicio para la dignidad del trabajador, de ningún modo significará la destrucción de los instrumentos de derecho público o laboral, necesarios para el ordenamiento profesional. El pueblo debe aprender a buscar en mis actos más que en mis palabras el testimonio de que estoy exclusivamente a su servicio, con toda mi vida, con todas las energías de mi alma”. Terminó su discurso haciendo suya aquella frase que Urquiza había pronunciado después de Caseros, según la cual no habría “Ni vencedores, ni vencidos”. Quizás el general Lonardi, intoxicado por la historia oficial, no recordaba los crímenes perpetrados por los vencedores después de la célebre batalla del 3 de febrero de 1852 y de la encarnizada y perdurable persecución emprendida contra los vencidos. Pero estaba claro que el eslogan elegido era todas luces falso: había vencedores y vencidos.

Se iría Lonardi expulsado por sus compañeros gorilas Aramburu y Rojas, y llegaría tras el acuerdo Perón-Frondizi la orden del líder en el exilio de votar el candidato de la UCRI. Volvieron la alegría y los festejos en aquellos días de 1958. Pero ambos durarían poco, el tiempo que le llevó a Frondizi alejarse de sus promesas electorales y acercarse a los históricos dueños del poder. De nada le sirvió, la desconfianza lo acompañaría hasta el día de su derrocamiento en marzo de 1962.

Vendrían Guido, que asumió con más pena que gloria rodeado literalmente de militares; los azules, los colorados, los violetas y la convocatoria a elecciones con proscripciones de las que resultaría vencedor el Dr. Arturo Illia, la esperanza volvía y hubo celebraciones y festejos.

Aquel gobierno valiente y honesto fue barrido por otro golpe cívico militar que se pondría el pomposo y mentiroso nombre de Revolución Argentina y duraría seis años. La resistencia popular acorraló a los dictadores y Perón pudo volver y elegir su candidato que como era de prever resultaría electo en marzo de 1973. La asunción del Tío Héctor Cámpora fue una enorme fiesta popular con un fuerte acento juvenil, de aquella juventud de gritaba esperanzada, “se van y nunca volverán” y que marchó a Devoto a liberar a sus compañeros presos. Aquel 25 de mayo de 1973 quedará grabado en las retinas de toda una generación de militantes como uno de los días más felices de su vida.

La dinámica de los hechos, muchos de ellos muy graves, precipitaron la renuncia de Cámpora, la asunción del yerno de López Rega, Raúl Lastiri, como presidente y finalmente la tan deseada elección de Perón. El General saludó a la multitud desde sus balcones pero tras un vidrio blindado, símbolo de los violentos tiempos que se vivían y presagio de los peores que vendrían.

Tras su muerte asumió Isabel en una de las ceremonias de asunción más tristes que se recuerden.

El derrocamiento de la presidenta el 24 de marzo de 1976 abrió paso a la etapa más negra de nuestra historia en la que los presidentes se sucedían elegidos por una junta de asesinos y ladrones que los escoltaban en aquellas oscuras ceremonias en que se pasaban el usurpado bastón de mando mientras eran aplaudidos por los beneficiarios civiles y eclesiásticos de aquellos planes de hambre y destrucción del aparato productivo.
El 10 de diciembre de 1983 fue un día memorable en el que el pueblo argentino sin distinción de banderías festejó el retorno a la democracia y la asunción del Dr. Raúl Alfonsín. La gente perdía el miedo y volvía a ganar la calle.

De aquel entusiasmo poco quedaba en 1989 cuando tras graves errores gubernamentales y un asedio del poder que no le dio tregua al gobierno, se iba Alfonsín dejando paso a Menem que asumía en medio del entusiasmo de un pueblo que venía de la hiperinflación y la desocupación y le habían prometido el salariazo y la revolución productiva. Aquel 8 de julio había esperanza y alegría en las calles. La traición evidente, las privatizaciones y los indultos no alcanzaron para frenar la reelección de Menem, pacto de Olivos mediante, y en diciembre de 1995 se dio el gusto de reasumir sus funciones.

También campeaba la esperanza en octubre de 1999 cuando el candidato de la Alianza por el Trabajo, la Educación y la Justicia, Fernando de la Rúa, asumía prometiendo poner fin a la segunda década infame. Nada de eso ocurrió y el radicalismo y sus socios en el poder profundizaron el modelo Cavallo mediante, llevando al país al borde de su desaparición en diciembre de 2001.

Tras la forzada renuncia de De la Rúa vendría una catarata de asunciones, la de Puerta, la de Camaño, la de Rodríguez Saá y la de Duhalde, tuvimos un triste récord Guinness, de cinco presidentes en una semana y vanas promesas por doquier.

Inesperadamente surgió una esperanza como viento del sur, se llamaba Néstor Kirchner y pocos le habían prestado atención. Su ceremonia de asunción fue acompañada de un pueblo que empezaba conocerlo y en aquel encuentro el presidente sufrió una herida en la frente, en medio del entusiasmo chocó con la cámara de un reportero. La nota distintiva de la jornada fue su discurso inaugural aquel 25 de mayo de 2003 cuando reivindicó a su generación, la que había colmado la plaza hacía 30 años.

Cuatro años después su gestión exitosa encontraría continuidad en Cristina Fernández de Kirchner que asumiría rodeada del calor popular en 2007 y en 2011.

Revista Veintitrés - 3 de diciembre de 2015

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