Izquierda y progresismo ante la integración y la globalización

Eduardo Gudynas
En los últimos tiempos el progresismo parece estar tomando un sendero distinto al de la izquierda que le dio su origen. Esta divergencia que asoma también se expresa en cómo se aborda la globalización y la integración latinoamericana. La situación actual es heterogénea, por momentos contradictoria. Se debe celebrar, por ejemplo, contar con ámbitos de discusión política como UNASUR o CELAC, rompiendo con las tutelas de Estados Unidos. Pero persisten estrategias conservadoras de liberalización comercial, como los de la Alianza del Pacífico.

Unas cuantas razones de esa heterogeneidad se encuentra en la divergencia entre izquierda y progresismo, y para explicar esas circunstancias es apropiado un breve repaso histórico. La izquierda latinoamericana que maduró en la década de 1990 tenía unas cuantas ideas bastante claras sobre la integración. Su proyecto político iba mucho más allá de la liberalización comercial, defendiendo coordinaciones en manejar inversiones y endeudamiento, protección de los migrantes, y apoyos a obreros y campesinos, especialmente por medio de políticas productivas regionales. Buscaba romper la dependencia ante la globalización y cuestionaba institucionalidades como las de la Organización Mundial del Comercio (OMC).

La lucha contra el ingreso de México al TLCAN, o ante los tratados de libre comercio de Chile, Perú, Colombia y varias naciones centroamericanas con EE.UU., obligó a explorar otras opciones económicas y políticas de la integración. Todavía más se aprendió en las coordinaciones de amplios sectores de izquierda en las negociaciones del Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), lideradas por EE.UU., con el apoyo de Canadá.

Muchos de esos aprendizajes explican muchas de las medidas que se tomaron cuando la izquierda conquistó varios gobiernos. Se cambió la postura en el seno de los bloques regionales, se detuvo el ALCA, y se lanzaron innovaciones, algunas específicas (como la idea boliviana de tratados de comercio entre los pueblos, el Banco del Sur, o un mecanismo propio de pagos recíprocos, el SUCRE), o incluso más ambiciosos (como el ALBA, y sus estructuras asociadas). Pero a medida que el impulso inicial de izquierda fue reemplazado por el pragmatismo del progresismo, se afectaron muchas posturas. Ese cambio se puede ilustrar con algunos ejemplos.

El primero se refiere a la iniciativa en infraestructura sudamericana, conocida como IIRSA, una iniciativa inicialmente alentada por Brasil, sin duda era funcional a la ideología del ALCA. A tono con el espíritu neoliberal, apostaba a una red de carreteras e hidrovías extrovertidas hacia la globalización, que permitiera enviar materias primas desde el corazón del continente a los grandes puertos oceánicos. Las izquierdas latinoamericanas criticaron duramente IIRSA; no podía ser de otra manera dada su estrecha asociación al proyecto ALCA. A su vez, las alternativas de izquierda postulaban otra integración física continental. A pesar de ello, a medida que se consolidó el progresismo, se aceptaron las ideas de IIRSA, aunque ahora reubicadas como Consejo Suramericano de Infraestructura y Planeamiento (Cosiplan), dentro de UNASUR. Todos los gobiernos, sin distinciones entre conservadores o progresistas, lo financian.

En la misma línea, en 2006, Evo Morales presentó a los presidentes y pueblos sudamericanos una carta proponiendo otra integración continental “para Vivir Bien”. Defendía, por ejemplo, la complementaridad entre las economías, el comercio justo, fondos económicos para compensar asimetrías, y una articulación física distinta a la de IIRSA. Aunque en su carta estaba el espíritu de una integración desde la izquierda, no tuvo mayor acogida, y con el paso del tiempo, el progresismo actual parecería que la ha olvidado.

Estos ejemplos ilustran vías desde las que asoma la divergencia entre izquierda y progresismo, una distinción planteada en un artículo anterior (3), en este caso ante la integración y la globalización. No es que desaparecieran todas las posturas y sensibilidades previas, ya que muchas de ellas siguen presentes, explicando elementos como la resistencia a los TLCs y la retórica latinoamericanista.

Pero el progresismo, al seguir priorizando las exportaciones de materias primas, termina en países que compiten entre ellos en acceder a los mercados globales. Los países cafeteros y sojeros compiten entre sí, y otro tanto hacen los exportadores de cobre, hierro, plata y otros minerales, y así en otras materias primas. También compiten en atraer el capital necesario para esos proyectos, en flexibilizar las condiciones sociales y los permisos ambientales, e incluso en asistencias en infraestructura o energía barata.

Esta dinámica impide una integración productiva y comercial genuina. Los gobiernos resisten llegar a compromisos regionales para regular la oferta, los stocks disponibles, y los precios de sus materias primas (a pesar de existir iniciativas pasadas en ese sentido). A su vez, necesitan avanzar en redes construidas bajo el espíritu de IIRSA para asegurar sus exportaciones.

Frente a la globalización, existen algunos intentos en recuperar autonomía (por ejemplo, desvinculándose del CIADI). Pero, en líneas generales el progresismo quedó anclado en la globalización, ya que la necesita para mantener esas corrientes exportadoras y los flujos de capital. Cumplen con los acuerdos de la OMC y siguen las regulaciones globales para el comercio e inversiones. Brasil es, posiblemente, el país que más ha batallado por instalarse en esa globalización (buscando la dirección de la OMC, participando activamente en el G 20 y formalizando a los BRICs). Por esas y otras razones, el progresismo no logró desglobalizarse.

Durante las campañas frente al ALCA, las izquierdas aprendieron la importancia de una articulación continental que redujera las asimetrías (diferencias entre economías grandes y pequeñas) y permitiera una convergencia (mejorando las condiciones de las economías más pequeñas). Al caer el ALCA, el temario de asimetrías y convergencias perdió fuerza. Es que discutir esos procesos dentro de América del Sur implica debatir el papel de Brasil, la economía más grande, una cuestión más que espinosa para gobiernos (y varios en los movimientos sociales). Es cierto que Brasil y otros países aceptaron la propuesta de Chávez de transitar desde una Comunidad Sudamericana de Naciones a una “unión”, pero no puede olvidarse que uno de sus resultados concretos fue abandonar la construcción concreta de políticas comunes y mecanismos para reducir asimetrías y asegurar convergencias. Aunque el progresismo invoca el latinoamericanismo, parece haber adoptado finalmente la postura brasileña, que defiende una soberanía en un viejo sentido, para rechazar cualquier compromiso supranacional.

El MERCOSUR, que se suponía sería “refundado” en los años en que todos los gobiernos de sus miembros estaban en manos del progresismo, avanzó en cuestiones como cultura o migraciones, pero no logró acuerdos en sectores claves como energía, minería y agroalimentos. No sólo eso, sino que ha caído en todo tipo de disputas internas (incluso imposiciones sobre los socios pequeños), hasta casi paralizarlo. A nivel continental también quedaron por el camino otras innovaciones audaces, como la propuesta de Hugo Chávez de “compartir” sus recursos petroleros, mediante acuerdos recíprocos con empresas estatales de países amigos. La situación se ha vuelto tan compleja, que hasta más de un gobierno progresista ahora mira con interés a la Alianza del Pacífico (Ecuador y Uruguay son observadores), o está dispuesto a negociar un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea (como Brasil o Ecuador).

Sin duda que este repaso no agota una problemática por demás compleja. Tenemos claro que el camino futuro no está, por ejemplo, en esquemas como los de la Alianza del Pacífico. Pero hay que saber reconocer el malestar con los problemas de una integración estancada o contradictoria en algunos frentes. Sus limitaciones las sufren, por ejemplo, obreros fabriles o pequeños agricultores, que como no encuentran salidas productivas dentro del continente, quedan a merced de la globalización. No siempre es fácil analizar esa cuestión, ya que cualquier observación podrá ser usada por los sectores conservadores para promover sus modelos TLCs.

La mejor manera de romper con esas trampas es retomar el espíritu de izquierda para enfrentar la globalización y la integración. Esto es fortalecer instancias como UNASUR o CELAC, pero incorporándoles mecanismos para recuperar autonomías frente a la globalización y acuerdos regionales concretos. Entre las prioridades están la regulación de la oferta y stocks de materias primas, cadenas industriales compartidas entre países, y la reorientación de la agropecuaria y las conexiones de transporte hacia las necesidades continentales, antes que los mercados globales. Esas y otras medidas se corresponden a aquel llamado, lanzado desde Quito, hace más de diez años atrás, “otro desarrollo es posible, otra integración es posible”, que sigue siendo válido.

ALAI, América latian en Movimiento - 19 de febrero de 2014

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