La dimensión geopolítica del desarrollo

Gabriel Merino

La propuesta de este trabajo es sistematizar un conjunto de herramientas para pensar la dimensión geopolítica del desarrollo, elaboradas a partir de investigaciones centradas en el estudio y análisis de la actual transición del poder mundial —vista como una transición histórico-espacial del sistema mundial– y en el ascenso de China y de otros poderes emergentes, como así también del estudio de otras experiencias históricas. A su vez, se busca sistematizar un conjunto de contribuciones teóricas que son fundamentales para pensar el desarrollo y su dimensión geopolítica. Para ello se proponen cuatro ejes de análisis: 1- la cuestión del sujeto en relación al desarrollo, 2- las condiciones histórico-espaciales, 3- la escala y 4- las capacidades estratégicas socio-estatales.

En los estudios y reflexiones sobre el desarrollo muchas veces se pasa por alto su dimensión geopolítica. Esta dimensión nos remite necesariamente a pensar el desarrollo en relación al poder y al espacio, es decir, a los proyectos, a los estados y a las territorialidades en pugna, en una perspectiva multiescalar. No tenerla en cuenta lleva a una mirada parcial, mecánica y/o ingenua sobre el desarrollo. Existe una relación contradictoria, sinuosa, pero indispensable entre poder y desarrollo —o su contracara, el subdesarrollo–, que se articula con la dinámica centro-periferia. Esto está en relación con la afirmación de Weber (1996) acerca de que en la modernidad capitalista hay una relación complicada pero indisociable entre los estados en as-censo y las fuerzas capitalistas; a lo que podríamos agregar que ello es así también, pero en sentido inverso, para los estados en descenso.

Diferentes escuelas han pensado, de alguna forma, este tema a nivel mundial y regional. Empezando por la perspectiva del sistema nacional de economía política formalizado por List (1955), que en el siglo XIX se oponía a la narrativa “librecambista” de la entonces potencia dominante, el Imperio Británico (que practicó el proteccionismo y las políticas de impulso industrial durante dos siglos hasta alcanzar la primacía productiva y devenir “librecambista”). Esta perspectiva es retomada por parte de la economía del desarrollo de raíz heterodoxa (Chang, 2004), resaltando el enfoque histórico e inductivo para pensar el desarrollo y las políticas que efectivamente se implementaron en los países que lo alcanzaron, en lugar del enfoque deductivo y ahistórico de la ‘ortodoxia’. Otras perspectivas a destacar, son las del estructuralismo de Raúl Prebisch (1981) y de la CEPAL, con su par conceptual centro-periferia, y la de la teoría de la dependencia, tanto en la versión marxista y neomarxista, como en su versión estructuralista-weberiana (Cardoso y Falleto, 1967; Dos Santos, 2002). Por otra parte, no podemos dejar de mencionar la teoría del sistema-mundo (Wallerstein, 2005), su desarrollo en la geografía política por parte de Taylor y Flint (2002) o los aportes y elaboraciones que a nivel geopolítico realiza especialmente Giovanni Arrighi, para analizar el ascenso o el declive de ciertas entidades políticas y los ciclos de hegemonía en relación a los ciclos de la economía mundial (Arrighi y Silver, 1999).

Por otra parte, resultan importantes los aportes de la escuela de la autonomía en las rela-ciones internacionales, vinculada a Juan Carlos Puig (1984) y a Helio Jaguaribe (1979). Desde una mirada nacional argentina y brasileña, con base en el estructuralismo latinoamericano y elementos de la teoría de la dependencia, junto con el diálogo con las perspectivas realistas occidentales, estos autores formalizan un conjunto de elementos disciplinarios específicos para pensar el desarrollo en relación a la autonomía estatal y a las diferentes posibilidades de inserción internacional de América Latina y de las regiones periféricas del mundo o lo que hoy denominamos como Sur Global. También debemos agregar a lo que podríamos denominar la escuela de geopolítica sudamericana o latinoamericana, uno de cuyos principales referentes es Alberto Methol Ferré (2013) y sus conceptos de Estado Continental Industrial y umbral de poder, que ven en la integración continental de América del Sur y en la creación de un estatalidad continental una condición excluyente para proyectar el desarrollo en nuestra región. Estas elaboraciones, junto con los aportes de la geopolítica clásica, el realismo, la teoría crítica de las relaciones internacionales, entre otros, resultan fundamentales para realizar una sistematización sobre la dimensión geopolítica del desarrollo, que es lo que se propone este trabajo en base a cuatro ejes: 1- la cuestión del sujeto, 2- las condiciones histórico-espaciales, 3- la escala y 4- las capacidades estratégicas socio-estatales.

Si hacemos un recorrido histórico y espacial, alejándonos de ciertos modelos abstractos y metodologías deductivas ahistóricas, resulta bastante evidente esta relación entre geopolítica y desarrollo. La colonización de América fue estratégica para el ascenso de los países de Europa occidental en el marco Euroasiático o Afro-Euroasiático. Sin ello, no hubiese habido el proceso de acumulación originaria que impulsó una inmensa acumulación de capital (Marx, 1999) y no hubiera sido posible la mayor participación de los estados europeos en la economía Euroasiática o Afro-Euroasiática, quienes gracias al metal americano compensaban el retraso relativo de sus industrias en relación a la de China, la India y otras regiones (Frank, 1998). Fue la conquista de América y el enorme excedente de riqueza drenado desde allí, lo que permitió, por ejemplo, el desarrollo en occidente de una armada suficiente poderosa para que la coalición católica liderada por el Imperio español y la República de Venecia obtuvieran el triunfo en la batalla naval de Lepanto contra los Otomanos, lo cual marcó un quiebre fundamental para el ascenso occidental desde su lugar periférico en Afro-Eurasia (Dussel, 2007). También resulta importante destacar elementos políticos y geopolíticos para este ascenso, como lo fue la centralización y racionalización del poder estatal y su escala creciente, el desarrollo de una maquinaria de guerra cada vez más poderosa y centralizada que imponía el belicoso sistema interestatal europeo o la articulación entre acumulación de capital y expansión de poder político-militar que definió un patrón de desarrollo específico y constituye la esencia del imperialismo capitalista moderno.

Por otro lado, y como contracara, resultan incomprensibles los procesos de periferialización y “subdesarrollo” de China e India a principios del siglo XIX, que eran hasta entonces las economías más importantes de la época con 33% y 16% del PIB mundial respectivamente en 1820, sin incorporar la dimensión geopolítica y geoestratégica junto a otros elementos explicativos. Las guerras del opio en el caso de China o la colonización en el caso de la India significaron grandes derrotas en manos del imperio británico y de otras potencias occidentales, en momentos en que dichas grandes civilizaciones mostraban síntomas de debilidad. Dichas derrotas se tradujeron en subordinación geopolítica, declive y dependencia (que se ex-presa en un inmenso drenaje de excedente hacia el centro hegemónico), con el consecuente subdesarrollo propio de la periferialización.

A la inversa, para comprender el proceso de desarrollo actual de ambos Estados continentales y su ascenso relativo en el mapa del poder mundial, resulta necesario tener presente los procesos revolucionarios nacionalistas, populares y sociales que atravesaron en el período de transición hegemónica de 1914-1945. Es a partir de ese enfrentamiento “exitoso” con los poderes imperiales dominantes del sistema —en un escenario de debilitamiento de aquellos por la propia guerra interimperialista— que China comienzan a despojarse de su condición de ‘hi-per-colonia’ informal (como definiera Sun Yat-sen) y la India comienza a liberarse de su condición de colonia de dimensiones continentales, pilar principal del poder global británico. Desde allí pueden aumentar sus capacidades estatales y desarrollan fuerzas materiales que permiten posicionarse como grandes semiperiferias continentales del sistema y, a su vez, lograr una mayor autonomía estratégica relativa para mejorar la posición en la jerarquía del sistema interestatal. A su vez, pueden atraer/competir por el capital mundial circulante, pero desde cierta autonomía relativa que permite, sobre todo en el caso de China, hacerlo en términos de un proyecto nacional de desarrollo, a partir de lo cual avanza progresivamente en la eliminación de las relaciones de dependencia (y la consecuente extroversión del excedente) y logra asegurar una apropiación y reinversión de gran parte de la riqueza producida en su propio territorio. Es decir, la construcción de poder nacional, en este caso de escala continental, y la definición de intereses geopolíticos propios dentro del escenario regional y global (que siempre resulta relativo), hacen posible el desarrollo. Obviamente, el caso que resalta es el de China que, por su dinámica, fortaleza y dimensiones relativas ya es vista como una ‘amenaza sistémica’ para la OTAN, aunque el océano Pacífico se encuentre muy lejos del Atlántico Norte, poniendo en evidencia la naturaleza expansionista de la alianza en tanto brazo militar del Occidente geopolítico.

Si bien puede resultar incompleta y parcial, resulta bastante acertada la sentencia de Hun-tington (1996) en su libro sobre el Choque de Civilizaciones, donde afirma que:

Occidente conquistó el mundo, no por superioridad de sus ideas, valores o religión (a los que se convirtieron pocos miembros de las otras civilizacio-nes), sino más bien por su superioridad en la aplicación de la violencia organizada. Los occidentales a menudo olvidan este hecho, los no occiden-tales, nunca. (1996: 58)

En sentido inverso, el Occidente geopolítico, conducido por el polo anglo-estadounidense, actualmente tiene grandes dificultades para imponer sus intereses por medio de la aplicación de la ‘violencia organizada’, tomando las palabras de Huntington. Incluso ciertas acciones geoestratégicas, que tienen como motivo perseguir objetivos políticos, geopolíticos y econó-micos, suelen producir los efectos contrarios a los buscados. Los escenarios de Afganistán, Irak, Siria y Ucrania son un ejemplo de ello, como también los dudosos resultados de la guerra comercial y la guerra tecnológica que lanzó los Estados Unidos contra China o la guerra económica contra Rusia, que han acelerado el desarrollo de un mundo multipolar y el quiebre de la hegemonía estadounidense o anglo-estadounidense.

Las relaciones de fuerzas han cambiado en términos sistémicos —en palabras de Cox (2014), se ha producido un cambio en la estructura histórica—, dando lugar a un escenario geopolítico multipolar, con ciertos rasgos bipolares debido al peso relativo de Estados Unidos y China en esta dinámica. La imagen de multipolaridad en realidad sirve para graficar el ascenso de nuevos polos de poder en el quiebre de la hegemonía estadounidense, la transición histórico-espacial del sistema mundial y su dinámica geopolítica. Ya nos encontramos en la etapa de ‘caos sistémico’, de acuerdo al concepto acuñado por Arrighi y Silver (1999) para describir otros momentos de quiebre de una hegemonía, que son fases de desorden mundial (Moniz Bandeira, 2016) y ‘guerras de 30 años’, como las que se dieron en 1618-1648, 1792-1815, 1914-1945 en el sistema europeo y a nivel mundial en el último caso. Estas épocas se caracterizan por la agudización de los conflictos, especialmente una vez que se ingresa en la etapa de quiebre hegemónico: se agudizan la pujas entre Estados y entre capitales o empresas, crecen la luchas sociales de grupos y clases sociales a lo largo del sistema, emergen nuevos grupos y se reconfi-guran realidades materiales que dan forma a nuevas fuerzas sociales. En resumen, son épocas en donde se define el ascenso y declive de países y regiones, donde se pone completamente de manifiesto la dimensión geopolítica (y geoestratégica) del desarrollo/subdesarrollo.

Una de las características centrales de la transición actual es que se está revirtiendo la llamada ‘Gran Divergencia’ que marcó, hacia principios del siglo XIX, el inicio de la primacía Occidental, con centro en el Atlántico Norte (Pomeranz, 2000). Por lo tanto, no se trata de una transición más, sino que se observa el devenir hacia un mundo post-occidental, donde emergen nuevos patrones de desarrollo.

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