La grieta principal

Marcelo Zlotogwiazda
Barack Obama se equivocó. Dijo que en su país el nivel de desigualdad “se está aproximando a los de países como la Argentina o como Jamaica”. Lo dijo en un contexto discursivo de preocupación, dando por sobreentendido que la Argentina y Jamaica están aún peor que Estados Unidos. Pero lo cierto es que Estados Unidos es más desigual que esos dos países.

El método más utilizado para medir desigualdad de ingresos es el coeficiente Gini, un índice que varía entre 0 y 1, tomando el primer valor en el caso hipotético de que todos reciban lo mismo y 1 en el caso extremo opuesto en el que uno se queda con todo y el resto con nada. El Gini de Estados Unidos es 0,469, lo que lo ubica en el puesto 120 entre los 160 países ordenados de menor (el primero es Noruega con 0,226) a mayor. Jamaica está cuatro lugares más arriba con 0,455, y la Argentina en el puesto 99 con 0,411.

Estados Unidos también está peor que en la Argentina si se toma en cuenta la concentración de ingresos en la punta de la pirámide social. Los datos de The World Top Income Database –un proyecto de cuatro economistas expertos en temas de distribución del ingreso: los franceses Tomas Piketty, Emmanuel Saez, el inglés Tony Atkinson y el argentino Facundo Alvarado– revelan que el 1 por ciento de las personas de más altos ingresos en la Argentina reciben el 16,75 por ciento del total, mientras que en Estados Unidos se quedan con el 19,34 por ciento. Y la comparación para el 0,01 por ciento arroja que esa super-elite argentina (alrededor de mil individuos) obtiene una porción equivalente al 2,49 por ciento de la torta mientras que la misma proporción de estadounidenses recibe el 4,08 por ciento.

Pero más allá del error, bien hace Obama en alarmarse por el fenomenal ensanchamiento de la grieta que se registra en la mayoría de los países del mundo. El dato más reciente en ese sentido lo publicó la agencia de noticias Bloomberg la semana pasada, dando cuenta de que, según el seguimiento que ellos realizan de las fortunas de las personas con más de 1.000 millones de dólares de riqueza, las 300 personas más adineradas del mundo incrementaron su capital durante 2013 en 524.000 millones de dólares, que es un monto similar al Producto Bruto Interno argentino de un año entero. Con ese aumento acumulan bienes por 3.700.000 millones de dólares, que es más que el PBI anual de Alemania, la cuarta potencia mundial.

Semejante obscenidad provocó algunas reacciones. Ben Phillips urgió a “mejorar el balance entre los que están en la cima y el resto”, y agregó que “si lo que queremos es ayudar a los have-nots (a los que no tienen) necesitamos desafiar a los have-yachts (a lo que tienen yates)”. Oxfam es una organización internacional de lucha contra la pobreza, cuyo nombre deriva de las iniciales de Oxford Comité for Famine Relief (Comité de Oxford para la eliminación del hambre), que fue creada en Inglaterra en plena Segunda Guerra Mundial y que hoy nuclea a diecisiete ONG que a su vez trabajan en conjunto con otras tres mil instituciones en cien países. Según Oxfam, el ingreso anual de las cien personas más ricas del planeta alcanzaría para erradicar la pobreza extrema cuatro veces.

Además de Obama y Oxfam, el crecimiento de la principal grieta es motivo de inquietud en varios otros líderes mundiales o personalidades influyentes. La semana pasada, al asumir como alcalde de Nueva York el ascendente demócrata Bill de Blasio reafirmó su compromiso de campaña para “poner fin a las desigualdades sociales y económicas que amenazan a la ciudad que amamos”.

Por su parte, en su primera encíclica (Evangeli Gaudium), de lectura recomendable incluso para ateos, el papa Francisco señaló: “Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común”. Y sobre la relación entre desigualdad e inseguridad sostuvo: “Cuando la sociedad –local, nacional o mundial– abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad.

Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz”.

Desde la cátedra económica se pronunciaron dos premios Nobel. Paul Krugman afirmó que la desigualdad es “el desafío determinante de la política económica”. Muy parecido es lo que dijo el último galardonado, Robert Schiller, el día que se enteró del lauro: “El problema más importante que estamos enfrentando actualmente es el aumento de la desigualdad en Estados Unidos y en todo el mundo”.

Más allá de la considerable atenuación que hubo respecto al nivel que había alcanzado durante la crisis del final de la Convertibilidad, la Argentina sigue siendo, como toda América Latina, un país con elevada desigualdad. Como ya se vio, se ubica en el puesto 99 en una lista de 160 países ordenados de mejor a peor. Sin embargo, esta grieta no ocupa un lugar prioritario en la agenda de discusión pública, y desde la dirigencia política muy pocas voces de alarma se encienden como las del papa Francisco o el resto de los citados.

Los antes mencionados Alvaredo, Atkinson, Piketty y Saez escribieron un ensayo titulado The Top 1 Per Cent In International and Historical Perspective donde apuntan que una de las causas principales de que ese grupo privilegiado haya incrementado su porción en el ingreso y, por ende, de que se haya ensanchado la grieta, han sido políticas tributarias que los beneficiaron, ya sea con alícuotas más bajas para los altos ingresos como con desgravaciones a dos fuentes de ingreso que han ganado incidencia en el ingreso total de los más ricos: las ganancias de capital y la herencia.

Sobre las ganancias de capital algo muy leve ha cambiado a fines del año pasado, cuando se gravó el resultado de la compraventa de acciones y títulos que no cotizan en Bolsa. Sobre la herencia, la provincia de Buenos Aires es la única que ha avanzado un poco, mientras varios proyectos de ley están cajoneados en el Congreso de la Nación.

Para peor, por razones no del todo claras, el Gobierno dio marcha atrás con el anuncio de que se iba a modificar Bienes Personales, el impuesto que en teoría grava el patrimonio de contribuyentes de alto poder adquisitivo, pero que con el correr de los años se ha distorsionado enormemente y ha perdido gravitación. El umbral a partir del cual se paga está congelado hace varios años en 305.000 pesos, con lo cual debería pagar desde el dueño de un departamento de un ambiente ubicado en un barrio de la periferia.

Sin embargo, debido a la evasión, a las maniobras elusivas, a las ridículas valuaciones fiscales de los inmuebles y a la distracción de la AFIP, entre otras razones, a lo largo del kirchnerismo este impuesto ha perdido importancia dentro de la estructura de ingresos tributarios. El año pasado recaudó 10.300 millones de pesos, equivalentes a apenas el 1,2 por ciento del total; en 2003 representaba el 2,2 por ciento, que también era una proporción ridículamente baja pero casi el doble que la actual.

Para tener alguna idea del potencial recaudatorio, alcanza con saber que la fortuna de las 1.000 personas más ricas de la Argentina es de aproximadamente 140.000 millones de dólares (según estimación de la firma Wealth X), con lo cual si se le aplicara la tasa máxima vigente de Bienes Personales – 1,25 por ciento – se obtendría de esas 1.000 personas más de lo que están pagando ahora medio millón de contribuyentes.

Lamentablemente, tras amagues y desprolijas contradicciones oficiales, parece que el llamado impuesto a la riqueza seguirá igual y continuará impactando poco en la riqueza de los ricos.

Revista 23 - 9 de enero de 2014

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