La nieta 105 y la lucha por la identidad
Mariano Abrevaya Dios
Laura Reinhold Siver fue recuperada por Abuelas de Plaza de Mayo. Su familia la buscó durante más de tres décadas.
El martes 2 de agosto, Estela de Carlotto marcó el teléfono de Adriana Reinhold. En sus manos tenía los resultados de los análisis de ADN del Banco Nacional de Datos Genéticos (Bndg). “Tengo que darte una noticia”, le avisó, con voz neutra. Adriana pensó que se trataba de una novedad sobre el juicio por el plan sistemático de robo de bebés. Hizo una pausa, y se lo dijo: “Encontramos a Laura”. Adriana, entonces, pegó un grito. Sus compañeros de trabajo se acercaron para ver qué le pasaba. Ahora lloraba, pero de alegría. Risas y lágrimas, la combinación que quizá mejor refleje esa epifanía llamada felicidad. “Cuando te tranquilices, vení que te estamos esperando”, escuchó que le decía Estela, con tono maternal.
El anuncio oficial de las Abuelas de Plaza de Mayo fue el lunes pasado, en su sede central del barrio de Balvanera. Adriana, tía paterna de la nieta recuperada número 105, participó de la rueda de prensa junto a su familia. En los diarios del día siguiente se la vio junto a Carlotto, sosteniendo una añeja fotografía de su hermano Marcelo Reinhold y su cuñada Susana Siver, los padres biológicos de Laura, asesinados en la Esma. La nueva nieta recuperada tiene 34 años, está casada y tiene dos hijos. Es médica. Y todavía no está preparada para enfrentar las cámaras, y algunas cosas más.
“Después del nacimiento de mis dos hijos, fue el momento más importante de mi vida”, subraya Adriana, ahora, frente a Miradas al Sur, en el bar de la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo, en Congreso. Una pantalla la televisión pública transmite el cierre de campaña de la Presidenta de la noche anterior. Las Abuelas, sabias y respetuosas, cada vez que se recupera un nieto, lo primero que hacen es dejarlo a solas con su nueva familia, desarmada por la emoción. Fue el miércoles 3 de agosto que Adriana y su familia se abrazaron con Laura dentro de la enorme sala de reuniones de Abuelas. Apenas la vio, reconoció en su cara los rasgos de su hermano. “Y, como yo –explica–, ella también tiene rulos, pero rubios, como su madre.” Una hora y media duró el encuentro. Después, entraron las abuelas y los nietos. Y Balvanera fue una fiesta.
Adriana, Augusto y Marcelo Reinhold se criaron en Haedo. Ella y Augusto militaban en el Partido Comunista. Marcelo se acercó al peronismo en el secundario, y en Derecho de la UBA, entró a la JP. “Ahí es que la conoce a Susana, mi cuñada”, relata Adriana, antes de pedirle dos cafés a la moza.
Corría el año ’75. Marcelo y Susana se casan. Adriana tenía veinticinco años y una beba. En esos años a su hermano lo detienen por tres días, y este hecho implicaría una saña especial dos años después, en el ’77, cuando lo secuestraron de manera definitiva. “No soportaban que mi hermano haya vuelto a militar habiendo sufrido el secuestro del ’75”. En el ’77, Adriana trabajaba en un Pami intervenido y junto a su esposo esperban un segundo hijo.
Durante la tarde del 14 de agosto de 1977 la vida de la familia Reinhold cambió para siempre. Marcelo, Adriana y otros amigos se habían juntado en la casa de sus padres, que estaban en Mar del Plata, para entretenerse con unos juegos de mesa y planificar una despedida de soltero. A las tres de la tarde Marcelo le dijo a su hermana que salía un rato, y se fue junto a un compañero, también militante de Montoneros. A eso de las siete, Adriana se va. “Tipo siete y media –cuenta Adriana–, una patota del Servicio de Inteligencia Naval (SIN) irrumpió en la casa, buscando a Marcelo.” Formaron a las mujeres de un lado y a los varones del otro. “Sobre un piano que había en el living pusieron una radio de la que recibían información desde la calle”, recuerda Adriana. “Se preguntaban entre ellos si a cambio de Marcelo se llevaban a Augusto.” Al rato, desde la radio, llega el aviso de que habían capturado a Marcelo. Más tarde secuestraron a Susana, en la casa de sus padres, en Parque Chas, embarazada de cuatro meses.
“A partir de ahí, el peregrinaje”, apunta Adriana. La comisaría de Haedo, el juzgado de Morón, el Ministerio del Interior. Las guitarreadas que solían llenar de alegría el caserón de Haedo se apagaron para siempre. El padre se enfermó, y la madre no quería hablar del tema. “Nos sentíamos muy solos”, recuerda, mientras posa la mirada en el ventanal de la entrada del enorme local de las Madres.
Su hermano, en noviembre del ’77, y desde la Esma, llamó a la casa de sus padres. Adriana estaba ahí. “Quédense tranquilos que en un tiempo voy a andar por allá”, le susurró con tono forzado a la madre, que temblaba frente al auricular. “Y cuando escuchó mi voz, quebró”, relata Adriana. Antes de cortar les avisó que volvería a llamar a la semana. Así lo hizo, y esa vez, también estaba la familia de Susana. “Un tío de mi cuñada, que trabajaba en la vieja Entel, trajo un aparato con el que quiso pinchar el teléfono, para saber dónde estaba Marcelo”, rememora Adriana.
La primera pista acerca de Laura nació de la boca de un informante que nunca supieron quién era, confía Adriana, después de pegarle un sorbo al café. La información llegaba por medio de un amigo del padre que tenía dos hijos detenidos-desaparecidos en la Esma. Y es ese amigo el que le comunicó al padre de Adriana, en enero del ’78, y por medio de su informante, que iba a ser abuelo.
En 1982, la madre de Adriana se acercó a Abuelas para denunciar la apropiación de su nieta. Ya sabían que era una nena porque contaban con una información clave aportada por Sara Osatinsky, secuestrada en la Esma, quien les confirmó, desde Ginebra, Suiza, el dato que había adelantado el informante un tiempo antes. “Es ella la que nos da en mano una tarjeta que las cuatro embarazadas que estaban secuestradas en Capuchita habían garabateado para sus familias para la Navidad del ’77, incentivadas por los marinos”, detalla Adriana. Las palabras que había escrito su cuñada decían: “El amor que no es todo dolor, no es todo amor”. Osatinsky había logrado fugarse del Centro Piloto de París, lugar al que había llegado por la fuerza con Emilio Massera para contrarrestar la “campaña” que sufría nuestra patria apostólica y romana.
En el 2007, Laura –que dejaría de llamarse así desde el día que la sacaron de los brazos de su madre– se acercó a Abuelas. “Yo creo que se animó –arriesga Adriana– porque ya se había independizado y había sido madre.” En ese momento, Laura puso las patas en el barro, indagó, pero cuando le pidieron sus datos, no dijo una palabra y se fue. En abril de 2011, en Abuelas cruzaron datos de una investigación y apareció Laura, sin saber que era la misma chica de cuatro años atrás. Abuelas la contactó y la invitó a hacerse los estudios en la Conadi, la Comisión Nacional para el Derecho a la Identidad. En el mes de julio, entonces, ahora sí, Laura se tiró a la pileta.
• IDENTIDAD. “Yo conozco mi historia, pero Laura está elaborando su propio pasado”
En la mitad de la conversación entre Adriana Reinhold y Miradas al Sur apareció un muchacho de unos treinta años, en muletas, padre de dos nenas, que contó que había sufrido un accidente y que no tenía ayuda de nadie. Mostró una herida debajo de la remera, y ofrecía vender pastillas perfumadas para el inodoro. Adriana le preguntó si cobraba una pensión por invalidez. Él dijo que sí, pero en provincia. “Andá a gestionar una en Nación, acá a dos cuadras”, le aconsejó. Se refería a su lugar de trabajo: la Comisión Nacional de Pensiones Asistenciales. También le preguntó si estaba cobrando la Asignación Universal por Hijo. “Sí”, confirmó él, antes de despedirse.
Adriana está viviendo momentos únicos, y no sólo en el plano emocional. “Me llamaron hasta de una radio de Israel”, grafica. “Me está llamando gente no veía hacía veinte años.” La vorágine y la ansiedad se la están comiendo. “En cualquier momento me pongo en manos de los psicólogos de Abuelas porque me va a fulminar un ACV”, confía.
Con su sobrina Laura se vieron el miércoles pasado en Abuelas y luego el domingo, en la casa familiar de Haedo. A partir de ese día, Adriana tiene que atarse las manos para no llamarla cada media hora. “Tengo miedo que desaparezca ella”, dice. Y recalca que la elección del verbo no es casual. Toda su generación quedó marcada hasta el final de sus días por las secuelas de la persecución. “Yo conozco mi historia, sé muy bien quién soy, pero ella está elaborando su propio pasado, me pide fotos, nombres, y yo lo que quiero es que dentro de no mucho me diga tía, y que se quede a dormir en casa.”
Miradas al Sur - Año 4. Edición número 169. Domingo 14 de agosto de 2011
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