La pérdida de fe en la religión progresista y el triunfo pírrico de los cancelados
Donald Trump no es un error de época y la hipocresía del “progresismo para ricos” no convence a las mayorías
Tal como muchos preveíamos y las encuestas ocultaban, Donald Trump será el nuevo presidente de Estados Unidos.
Trump alcanzó con holgura los 270 compromisarios necesarios en el Colegio Electoral tras ganar en muchos estados y sobre todo en aquellos en disputa como Carolina del Norte, Michigan, Georgia y Pensilvania. También es el primer republicano en ganar además en la sumatoria de votos populares desde George W. Bush en 2004.
Trump ha arrasado en las zonas rurales. Por el contrario, Kamala Harris ni siquiera ha logrado mejorar lo conseguido por Joe Biden en las elecciones de 2020 en las grandes ciudades y los suburbios, históricamente más cercanos al Partido Demócrata.
Los votantes hispanos han ayudado también a la victoria de Trump. Sus avances entre los hombres latinos más pobres y sin formación universitaria, han sido determinantes para que el candidato republicano gane en lo que se conoce como swing states, aquellos estados que no tienen un comportamiento electoral estable entre demócratas y republicanos. Incluso ha mejorado sus resultados hasta entre los propios afroamericanos.
El Partido Republicano también aspira a controlar el Congreso. Los republicanos se hicieron con el Senado tras arrebatarle a los demócratas los senadores de Ohio y Virginia Occidental, y los recuentos provisorios también apuntan a una victoria republicana en la Cámara de Representantes.
Pensilvania incluso le ha dado un triunfo a Donald Trump en el estado que ha decidido muchas elecciones. Pese a su tendencia demócrata, este territorio ha sido determinante en este nuevo triunfo electoral de Trump, al igual que en 2016. Las alarmantes cifras de pobreza y exclusión en el estado han contribuido al rechazo al oficialismo demócrata.
Es decir que después de haber gobernado entre 2016 y 2020, y haber sido satanizado e incluso sometido a innumerables causas judiciales, legitimas y no tanto, durante estos últimos cuatro años, su triunfo es mucho más contundente que el de 2016.
Negacionismo y democracia
Ante esta realidad inocultable la reacción de la progresía imperialista que sostenía la candidatura de Harris es la misma que en otras latitudes: “el pueblo no sabe votar”, mientras señalan que los votos de Trump se amontonan entre gente “inculta de baja educación”, al decir del inefable John Lee Anderson, y “engañada por las redes sociales”.
La misma lógica global que aplica la “religión progresista” a todos aquellos “infieles y blasfemos” que solo merecen la cancelación y no están capacitados para la democracia. Autocrítica de su insolvencia, de su traición a los vulnerables que decían representar, ninguna. Una mirada maniquea sobre el bien y el mal que los ubica a ellos como fiscales y jueces de ese “incomprensible” comportamiento electoral, reiterado en distintas latitudes.
Esta descalificación del voto popular ha venido acompañada de una insólita limitación a la libertad de pensar. Quien se atreva a no someterse al dogma religioso del progresismo actual, visibilizando el efecto nocivo de la inseguridad en barrios populares, el de la inflación deteriorando los salarios, el del exceso de esencialización de las minorías, será “cancelado de inmediato” como “cómplice de la criminología mediática”, o como “fascista representante del patriarcado”. Quien señale la sostenida pérdida de derechos de los sectores más desprotegidos o la distribución cada vez más desigual del ingreso, “le hace el juego a la derecha”. Lo vemos en Argentina y también en el resto de occidente.
Barack Obama, ex presidente de Estados Unidos.
El origen de la desilusión
Siempre es arbitrario fijar el supuesto inicio de una etapa, pero en aras de admitir esa peculiaridad, habría que situarnos en la estafa financiera del 2008, mal llamada crisis financiera, para buscar el inicio de la traición del progresismo globalizador a su discurso de igualdad de oportunidades. Miles de millones de dólares de los impuestos de los más débiles puestos al servicio de banqueros estafadores, de los que ninguno fue encarcelado, por decisión de gobiernos que decían representar algo muy distinto a eso que hacían.
El entonces presidente Barack Obama en su discurso ante la Sesión Conjunta del Congreso de Estados Unidos, el martes 24 de febrero de 2009 diría: “Sabiendo que no estaban a su alcance, las personas compraron casas de bancos y prestamistas y mientras tanto se pospusieron debates cruciales y decisiones difíciles hasta otro momento. Ha llegado el día del ajuste de cuentas, y éste es el momento de actuar de forma audaz y sensata, no sólo para reactivar esta economía, sino para sentar nuevas bases para una prosperidad perdurable”.
Ninguna responsabilidad de bancos y prestamistas aparece mencionada. La primera medida de Obama fue la aprobación de un rescate de 800.000 millones de dólares para los Bancos a tan sólo 30 días de asumir el Poder Ejecutivo. Luego vendrían el Plan de Estabilidad Financiera y el Stress Test and Capital Assistance Program (CAP), para “recobrar la confianza en los bancos”, estabilizar el sistema financiero y blindar a los estafadores, a quienes les daría otro billón de dólares extra a los cuatro meses del inicio de su gestión.
De aquel daño a la credibilidad democrática, de aquella “hipocresía progresista” de priorizar bancos y estafadores por sobre vulnerables y estafados, a este avance permanente de la ultraderecha.
Excusas y realidades
Después de décadas de buena vecindad demócrata republicana, representando casi exactamente los mismos intereses económicos y geopolíticos, o como decía un viejo analista en aquellos tiempos: “gane quien gane gobernaran los mismos”, el panic show demócrata no fue suficiente para evitar el triunfo del “disruptivo” Trump.
Ni siquiera el muy promocionado “Escuadrón”, el grupo demócrata de la Cámara de Representantes liderado por Alexandria Ocasio-Cortez, pudo convencer al electorado de que Trump era el mal y los demócratas el bien.
Es que las almas nobles demócratas no hicieron nada explícito ni concreto por frenar el apoyo de “su gobierno” a la masacre de Gaza, a la expansión de la OTAN o al apoyo a Zelenski con la negativa a una salida negociada. Mucha palabra, poca acción concreta.
La proliferación de homeless en todo el país, la pandemia del fentanilo que asesina miles de estadounidenses diariamente y el virtual control que ejercen sobre el gobierno los contratistas militares que operan desde el deep state estadounidense, resultaron tan inocultables como el desinterés demócrata por comprometerse con la mejora de las condiciones de vida de los más pobres de Estados Unidos.
Que Trump haya sido reelecto es más grave aún para la “Élite de Washington” que su primer triunfo de 2016, y marca el desastre del gobierno Biden-Harris, que resultaron inseparables en su responsabilidad compartida de una gestión cuestionada, tal como sucede en Argentina con Alberto y Cristina Fernández, a pesar de que la dirigencia peronista mire otro canal. De todos modos, no parece que los demócratas elijan a Harris como su nueva jefa partidaria.
A los estadounidenses comunes y corrientes, cuya condición de vida cae en picada desde hace rato, los políticos profesionales les resultan refractarios, sobre todo si no mejoran en nada la cotidianeidad de los menos favorecidos.
El discurso contra “la casta”, aunque sea hipócrita y falso, funciona en muchas latitudes porque la casta existe como tal y porque la frustración de la gente de a pie necesita culpables ante la ausencia total de autocrítica y la falta de soluciones reales que pueda ofrecer la sensibilidad progresista.
La búsqueda de mejoras económicas ante la debacle social que viene provocando hace mucho la globalización, da lugar al crecimiento de un nacionalismo proteccionista no exento de perfiles indeseables en casi todo occidente, y al que la mayoría de la población estadounidense entiende como el camino correcto para volver al viejo sueño americano de prosperidad. Gran parte del triunfo de Trump tiene que ver con esta ilusión.
Vladimir Putin y Donald Trump, Julio de 2017. Foto AFP.
Estados Unidos y el mundo que puede venir
En términos geopolíticos parece claro también que la política exterior de Trump tendrá un giro en relación con los demócratas. Su prioridad parece que estará centrada en una agenda de nuevas relaciones y el abandono de otras vigentes.
La visita del jueves 11 de julio último del Premier de Hungría Viktor Orban, a cargo por entonces de la Presidencia de la Unión Europea, al expresidente Donald Trump en su club privado de Mar-a-Lago, en Florida, para avanzar en su agenda de alcanzar un acuerdo de «paz» entre Ucrania y Rusia, con el obvio apoyo implícito de Moscú, dejó más claras aun estas diferencias entre demócratas y republicanos, y todo da a indicar que esa agenda se pondrá en marcha.
Mientras los demócratas y sus empleados europeos intentaron sin éxito avanzar contra Rusia y desmembrarla, a Trump le interesa alcanzar un acuerdo de estabilidad con Putin, sin importarle el destino de la Unión Europea y la OTAN, a los que considera aliados “caros y poco confiables”. Su deseo de poder avanzar en su plan proteccionista de reindustrialización con prioridad en el mercado interno de Estados Unidos, condicionando su relación con China, parece bastante popular. El propio Trump ya habló de un arancel del 60% sobre todos los bienes fabricados en ese país y anunció un desacoplamiento tecnológico más amplio entre los países.
Sobre esta hipótesis Trump prevé desescalar la tensión con Rusia y con India, sobre todo después de ver el imponente despliegue de poder de la reunión BRICS en Kazán, Rusia, los últimos días de octubre donde “el otro mundo” ratificó que dejará atrás definitivamente el reconocimiento a Estados Unidos como hegemon global unipolar.
Trump y Milei
En cuanto a nuestro país, la República Argentina, observamos un profundo desconcierto cuyo máximo dislate señala que Trump y Milei forman parte de una misma “cosmovisión” del mundo. La tendencia a juzgar la totalidad de la política en base a la posición puntual sobre los derechos cívicos de las minorías hace que muchos crean que Milei y Trump representan lo mismo en política, lo que claramente no es así.
Es cierto que ambos defienden con fervor los intereses del mismo país, los Estados Unidos, pero en términos políticos las coincidencias son menos de lo que se señala. Uno, Milei, es un globalista libertario antiestatal al servicio de las empresas multinacionales y los bancos globales, y el otro, Trump, un derechista nacionalista conservador pero estatista y proteccionista de su economía y sobre todo de los puestos de trabajo en su país.
Donald Trump. Presidente de los Estados Unidos. Imagen: AFP.
A modo de conclusión temporaria
Donald Trump no es un error de época, representa cabalmente a sectores internos de Estados Unidos opuestos a una globalización cuya deslocalización geográfica industrial ha dejado un reguero de nuevos pobres y desempleados, sobre todo en aquellos sectores de baja capacitación, otrora fuente de potencia electoral de los viejos sindicatos demócratas y hoy vulgarmente llamados White Trash, descriptos maravillosamente por Nancy Isemberg y sobre todo por el electo Candidato a Vicepresidente de Trump, J. D. Vance, en su multipremiado libro “Hillbilly Elegy: A Memoir of a Family and Culture in Crisis”, un relato autobiográfico que se convirtió en bestseller y película de Netflix, en el que Vance narra su infancia en unos Estados Unidos de blancos castigados por el desempleo y las adicciones, dando voz a una clase trabajadora desilusionada y resentida.
Da la impresión de que la elección de Vance desconoció de parte de Trump, la existencia de otros sectores de la “burocracia republicana” que pudieran aportarle votos y que la designación de Vance perseguía victorias en Ohio, Virginia Occidental, Pensilvania, Michigan, Carolina del Norte, Wisconsin y otros baluartes del “Rust Belt”. Los resultados indican que la presunción de Trump al decidir que Vance lo acompañara era correcta.
Como decía David Harvey, “los neoliberales, progresistas y conservadores fueron más leninistas que los leninistas y supieron crear y diseminar think-tanks que formaran la vanguardia intelectual capaz de crear el clima ideológico en el que el realismo capitalista pudiera florecer”. La idea de que la población se sintiera contenta y cada vez más pobre y excluida, pero involucrada en la lucha contra el cambio climático y a favor de las minorías, no parece suficiente incentivo para pedirle su apoyo, porque como enseñó Aristóteles para la eternidad “primum vivere, deinde filosofare”.
La hipocresía del “progresismo para ricos” ya no puede convencer a las mayorías. La incertidumbre es elocuente, pero ya es hora de llamar a las cosas por su nombre: al pan pan, al vino vino, mentiroso al mentiroso y asesino al asesino.
La ultraderecha es la hija no reconocida del fracaso del progresismo neoliberal. Se impone una autocrítica feroz y una renovación en lugar de descalificar a electores desesperados. Aplica en Estados Unidos y también en Argentina.
Fuente: La Tecla Ñ - Noviembre 2024