La política exterior fuera del debate

Gabriel Merino


En un mundo en plena transición histórica-espacial, con acelerados cambios estructurales y en guerra, resulta sintomático que la política exterior no haya estado en el debate presidencial como tema a tratar por los candidatos. Ni siquiera como subtema, más allá de que sí lo hayan abordado puntualmente algunos de ellos. Tampoco es una cuestión que aparezca con demasiada profundidad en el debate político mediático y dirigencial, como si fuera una cuestión secundaria en el tensionado escenario local. O peor, aparece más bien como propaganda con el objetivo de alinear al país bajo una política exterior ajena, desligada de nuestros interese, necesidades y problemas.

Resultó llamativo la ausencia del tema en el debate cuando el candidato con mayor caudal de votos en las PASO (en una elección de tercios), realizó propuestas tan dramáticas sobre la cuestión como pelearnos con nuestros dos mayores socios comerciales, Brasil y China, salir de nuestro principal y vital bloque comercial, el MERCOSUR, pero a la vez profundizar nuestro perfil primario exportador, lo cual sólo tendría cierta viabilidad si profundizamos nuestra relación con China y Asia Pacífico como abastecedores de materias primas para el centro económico-industrial emergente.

Tanto Javier Milei, como la otra candidata que quedó dentro del podio (aunque deshilachándose debido, entre otras cuestiones, a su irremediable incapacidad), proponen un alineamiento aún mayor con Estados Unidos, en una suerte de trágico retorno a las “relaciones carnales” de características paracoloniales, como las que se experimentaron en los años noventa con resultados muy negativos para el país. Siendo más ‘papistas que el papa’, dicen que no ingresarán a los BRICS+ en enero de 2024, con la importancia que tiene para el país pertenecer a ese espacio plural y heterogéneo de poderes emergentes, lo cual ni siquiera está vetado por Washington, que comprende a regañadientes las nuevas realidades materiales.

Gran parte de la élite dirigencial ya ni siquiera defiende una ‘dependencia negociada’, bajo un proyecto local con cierto margen de maniobra que no cuestiona la total subordinación hemisférica. Luego mira sorprendida cuando aparecen los personajes que hacen de esa posición su bandera y mira estupefacta como su propia creación es a la vez su guillotina. Pero el problema que tienen ambas expresiones es que Argentina no encaja en ese plan y, además, estamos en un proceso histórico que va a contramano del mismo.

En el escenario actual –ya no son los noventas, no vivimos el auge de la globalización neoliberal, el Consenso de Washington y del mundo unipolar– los resultados de esa política no serían meramente negativos sino catastróficos. En primer lugar, implicaría una renuncia total a nuestros intereses nacionales en plena tempestad geopolítica en temas sensibles como Malvinas, el Atlántico Sur y la Antártida, la administración soberana de nuestros recursos naturales, la autonomía para establecer relaciones comerciales y económicas con otras potencias de acuerdo a nuestros intereses, o la necesaria integración sudamericana en un momento de regionalización mundial donde resulta clave establecer un bloque propio, entre otras cuestiones.

En segundo lugar, esta opción agudizaría un problema fundamental del país desde 1945, cuando se establece la hegemonía anglo-estadounidense: Estados Unidos compite en los productos que producimos, y ve en el desarrollo de un centro propio al sur del continente una amenaza hemisférica. Si en plena fase expansiva entre 1945-1970 desde Washington impulsaban, al menos, un desarrollismo dependiente comandado por sus multinacionales –lo cual generaba ciertos incentivos a la reproducción del desarrollo del subdesarrollo para distintos grupos sociales– el viraje neoliberal de los años setenta y ochenta, bajo el comando de las redes financieras globales, terminó definitivamente con esa opción de desarrollo periférico asociado. Hoy el escenario es aún peor, con una suerte de neoliberalismo periférico en descomposición, bajo una exacerbada lógica financiera parasitaria, y cuyos efectos a nivel local ya se experimentaron dramáticamente entre 2015 y 2019: hiperendeudamiento, desindustrialización, pérdida de capacidades científicas y tecnológicas, etc.

Sin embargo, estas cuestiones parecieran no estar en debate a nivel profundo en gran parte de la dirigencia y de la sociedad, pareciera pensarse al país como una isla o una suerte de burbuja. Por eso nos cuesta identificar bien qué nos pasa, lo que dificulta trazar estrategias en función de la situación coyuntural y estructural sobre la que partimos. Por ejemplo, se dice que hace diez años que no crecemos, pero no observamos que América Latina es el lugar de menos crecimiento del mundo desde 2014, incluso peor que la Eurozona ¿Por qué esto es así? ¿Cuáles son los factores geopolíticos, económicos y sociales? ¿Qué pasa en el mundo y en esta parte del mundo, en función de su articulación y posición en el sistema mundial, y en relación a la puja entre fuerzas políticas y sociales, a partir de 2013-2014?

Podríamos decir que el problema del ‘aldeanismo’ o ‘provincialismo’ es endémico en nuestra región y ya ha sido señalado muchísimas veces. Esta mirada corta, carente de perspectiva y de una mirada sobre la totalidad en que nos inscribimos, es un producto directo de nuestra posición periférica e insular, y también de la subordinación geopolítica que hace que otros piensen por nosotros el mundo y cómo debemos actuar en él. Este hecho está en estrecha relación a la todavía dominante creencia de raíz colonial sobre nuestra condición de “Occidentales”, que el propio Occidente geopolítico y sus principales intelectuales se cansan de desmentir –en el ‘mejor de los casos’ somos el extremo occidente, en tanto colonia fundacional para la expansión de las potencias atlánticas. También se debe a la debilidad en los países dependientes de una mirada nacional, como indicaba Arturo Jauretche, que más allá de las orientaciones partidarias, obliga a tener una política y visión propia sobre el escenario mundial y sobre nuestra estrategia en el mismo.

“Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea (…), sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima…”, afirmaba el cubano José Martí en su célebre texto Nuestra América de 1891, tratando de sacudir la mirada aldeana o provinciana de su país y de la región, que era un obstáculo fundamental para entender el escenario geopolítico que tensionaba a la isla caribeña hace 140 años entre el declive terminal del imperio colonial español y el ascenso del imperialismo estadounidense. Allí Martí insiste sobre la necesidad no sólo de relacionar los problemas locales con los acontecimientos mundiales, sino también comprender la situación política de Nuestra América, el accionar de los imperios y la necesidad de la unidad regional: “¡Los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas!”. Luego exhorta a que “Lo que quede de aldea en América ha de despertar”.

Sin embargo, a casi un siglo y medio después, el aldeanismo o provincianismo sigue predominando en buena parte de la sociedad, la dirigencia política, las élites intelectuales y las oligarquías vernáculas. Incluso en parte de las ciencias sociales, donde se insiste en un nacionalismo metodológico que nos condena al terreno de la ideología, ya que se busca explicar con elementos y causalidades locales, acontecimientos que tienen determinaciones centrales en la escala mundial y regional. No podemos ‘escapar’ al hecho de que vivimos en un sistema mundial, y la región tiene una inserción y posición determinada; punto de partida fundamental para comprender nuestro ‘lugar en la palmera’.

Suele repetirse la frase de Perón de que “La verdadera política es la política internacional”, pero como sucede con tantas otras frases y contenidos, la mayoría de las veces se dice en términos retóricos, para la tribuna. La afirmación de Perón, que tiene su desarrollo en el libro la Hora de los Pueblos, apunta a una cuestión fundamental de nuestro presente, que se nos impone como condición histórica y espacial: la profunda interdependencia del sistema mundial capitalista y al empequeñecimiento del planeta por la destrucción del espacio y del tiempo a través de la tecnología. En función de esta realidad, “la política interna ha sufrido también sus consecuencias, pasando a ser una cosa casi provinciana para ser reemplazada por la política internacional que juega dentro o fuera de los países en la forma más desaprensiva”.

Este pensamiento, está en relación con lo que observó Mackinder al inicio del siglo XX, cuando se inicia la era “postcolombina”, según su definición: el mundo devino en un sistema político cerrado, en donde la lucha central ya no es la por la expansión territorial sino por la eficiencia relativa. A partir de allí, el control formal del territorio pierde peso, poniendo en crisis los imperios coloniales formales, que era la forma dominante del imperialismo desde el siglo XVI (la época Colombina), aunque aun hoy quedan importantes resabios de ese viejo imperialismo como en las Islas Malvinas. En esta configuración estructural, las fuerzas político-sociales y sus territorialidades atraviesan el sistema político cerrado, mediadas por los Estados, disputando el conjunto de los territorios. Más aun aquellos (la gran mayoría) que no poseen suficiente autonomía relativa. La ‘supremacía’ (desde el punto de vista de los imperialismos) o la soberanía (desde el punto de vista de los pueblos) está en relación a la acumulación de poder relativo y a la eficiencia relativa en diferentes dimensiones y en una escala necesaria (continental desde 1945). La situación de un país o territorio particular depende de su posición en la jerarquía del sistema interestatal, en la división mundial del trabajo y en la geocultura del sistema.

No somos una excepcionalidad del sistema, aunque nos guste pensarnos así, quizás como un efecto de nuestra insularidad y como elemento típico del pensamiento ‘provinciano’. Argentina es un país semiperiférico y un poder medio-regional de segundo orden, es decir, ocupa un lugar intermedio en el sistema mundial. Desde los años setenta, nos adentramos en un proceso de periferialización (con importantes consecuencias económicas y sociales), que comienza a ser resistido contradictoriamente a partir de 2001, como expresión local de un punto de bifurcación regional (un Cambio de Época) y mundial –crisis de la burbuja de las “punto com” con epicentro en Estados Unidos, establecimiento de la Organización para la Cooperación de Shangái en Eurasia impulsada por China y Rusia, invasión de Afganistán e inicio de la Guerra Global contra el Terrorismo por parte del polo angloestadounidense y aliados, etc.

Esa tendencia hacia la periferialización relativa de Argentina, que contrasta con el ascenso de Asia Pacífico, es un fenómeno regional desde mediados de los años setenta, producto de transformaciones estructurales del capitalismo mundial y de resultados de procesos y luchas políticas regionales (este el contenido sustancial de los golpes y dictaduras), aunque con impactos heterogéneos debido al punto de partida relativo de cada país y a los procesos particulares de cada territorio.

No es casualidad que en el interregno 2001-2003, como también hoy, bajo otras formas, aparezca en el escenario político la discusión entre dolarización y pesificación, articulada con la contradicción entre integración hemisférica subordinada (ALCA u otras formas de ‘regionalismo abierto’) o el reimpulso del regionalismo autónomo (MERCOSUR, UNASUR, etc.), y con el debate entre profundizar el proyecto financiero neoliberal o avanzar en proyectos nacionales y regionales de desarrollo, bajo distintas perspectivas y horizontes.

Debatir la ‘política exterior’ en un sistema político cerrado, cuando la instancia nacional devino “provinciana” es, en realidad, debatir el proyecto de país en su sentido más profundo. Significa definir las mejores estrategias de inserción en el sistema mundial, en plena transición histórica-espacial, de acuerdo a las necesidades e intereses de nuestros pueblos. Significa entender dónde estamos ubicados realmente y articular a partir de allí la cuestión nacional y social para darle proyección política y elaboración estratégica. Significa, también, no confundir entre debatir el escenario mundial y la política exterior, con discutir y posicionarse en función de la propaganda emanada de los centros tradicionales del poder mundial, con el fin de alinearnos en su “nueva guerra fría” o, en nuestras palabras, en la guerra mundial híbrida y fragmentada.

- Gabriel Merino, Sociólogo y doctor en Ciencias Sociales. Investigador Adjunto CONICET - Instituto de Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales, UNLP. Profesor en UNLP y Universidad Nacional de Mar del Plata. Miembro del Instituto de Relaciones Internacionales y Co-coordinador de "China y el mapa del poder mundial", CLACSO.

 

Avión Negro - 13 de octubre de 2023

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