La traición de las élites
Donald Trump llega otra vez a la Casa Blanca y por primera vez desde 1893 alcanza el poder un presidente que sucede a quien le ganó en su intento de reelección. Una especie de rareza en un triunfo que puede decepcionar a muchos pero, a diferencia de 2016, no puede no necesariamente sorprender. Desde adentro y desde afuera de la política es un vicio caer en las sobreinterpretaciones interesadas o inocentes, y siempre hay que tratar de no caer en la trampa. Pero cuando es todo tan contundente la cosa no pasa por leer todo con el diario del lunes sino más bien hacer la autopsia de una época que termina, o que debería terminar. Por suerte, en este caso, son tantas las razones y tan fuerte el resultado, que es un escenario ideal para evitar el autoengaño (como ocurrió en 2016). La elección, como dijimos aquí cuando los demócratas cambiaron su candidato de un día para el otro, parecía ganada por Trump y la novedad de la llegada de Harris daba una oportunidad. Pero, más allá de lo que hizo Harris como una candidata no muy brillante, no se pudo. Como venían diciendo numerosos analistas: estructuralmente era una elección para Trump y solo una sorpresa podía dar vuelta eso. Ni la sorpresa ni el milagro llegaron. Mal gobierno, candidata suplente venida desde arriba sobre la hora, estrategia fallida, etc. El resultado: que Trump ganó con los delegados y, por ahora, también por el voto popular, algo que no consiguen los republicanos desde 2004. Un voto popular que, una vez más, los medios y los analistas daban para Harris. El mapa de Estados Unidos pintado de rojo es contundente, aunque el triunfo de Trump, desde el punto de vista del voto popular, es menor al de Clinton en 1992 y 1996, al de Bush en 2004 y al de Obama en 2008 y 2012. Pero más allá de los análisis micro que se pueden hacer la elección del martes fue, como dijo Ezra Klein, “el máximo y absoluto rechazo de la política progresista estadounidense en cuatro décadas”.
The New York Times miente
La economía fue una clave. Pero quedarse sólo con la economía sería, para los demócratas, caer otra vez en una trampa y volver a ingresar voluntariamente en el laberinto de excusas para no cambiar nada. Biden heredó una inflación elevada del gobierno de Trump de la pandemia, pero por sus propias políticas posteriores la inflación volvió a pegar un salto en un país de lógica baja tolerancia a la inflación, y muy tardíamente tomó cartas en el asunto. La administración Biden descuidó o mal gobernó otros temas de primer orden para el electorado, como la lucha contra el crimen y la inmigración (ilegal), y se enfocó en políticas de minorías y las proyectó como políticas de mayorías. Más preocupados por los campus universitarios, que en Estados Unidos son lugares de ultra élite y son percibidos como tales, que por demandas populares mayoritarias.
A favor de Harris: era realmente muy difcícil ser candidato de la continuidad de todo eso que era percibido como un mal gobierno. Porque la candidata demócrata jugó siempre como una heredera, como una continuidad, y no supo direrenciarse, lógicamente quizás, del hombre al que viene acompañando en el poder hace cuatro años. Evidentemente, Biden no era aquello que repitieron una y otra vez los medios del establishment demócrata, es decir casi todos los medios: el gobierno más exitoso y admirable desde FDR.
Como decía el sociólogo Robert Michels en su “ley de hierro de la oligarquía”, toda organización democrática tenderá por razones técnicas y administrativas a oligarquizarse. Y esta tendencia a la oligarquización choca más que nunca en un contexto de “rebelión del público”
¿Se podría haber evitado este resultado? Imposible saber, pero lo seguro es que, así como pensamos que Harris daba una chance al ir en lugar de Biden, una interna competitiva demócratas (había gobernadores en disponibilidad para nacionalizarse) podría haber aumentado más las chances con un cambio de narrativa y de rumbo político. Pero, como pasa acá y allá, no quisieron soltar.
El filósofo estadounidense Richard Rorty alertó, desde la izquierda, sobre los peligros de tomar agendas minoritarias como si fueran mayoritarias y desentenderse de los asuntos públicos más generales. A fines de la década de 1990 y principios de los 2000 alertó sobre el predominio de la izquierda cultural en un contexto de fuerte liberalización de la economía, considerando las consecuencias sociales de las mismas, y alertó sobre la posibilidad que este crash fuera un cóctel explosivo para el régimen. En su libro Forjar nuestro país (1998), decía que si Estados Unidos seguía por ese camino los estadounidenses no aguantarían más porque “algo tiene que reventar”. “El electorado que no vive en los barrios residenciales decidirá que el sistema ha fallado y empezará a buscar por ahí un hombre de hierro al que votar, alguien que les asegure que, cuando sea elegido, los burócratas engreídos, los abogados liantes, los corredores comerciales con sueldos desproporcionados y los profesores posmodernistas no seguirán teniendo la sartén por el mango”.
La rebelión de las élites
Los liderazgos, con sus organizaciones y narrativas, funcionan por un tiempo, se renuevan o son reemplazados por otros. Como decía el sociólogo Robert Michels en su “ley de hierro de la oligarquía”, toda organización democrática tenderá por razones técnicas y administrativas a oligarquizarse. Y esta tendencia a la oligarquización choca más que nunca en un contexto de “rebelión del público” de la que habla Martin Gurri. Las sociedades de la información ponen más facilmente que nunca a las élites que son rechazadas, más facilmente que nunca también, por los públicos. Las altas expectativas generales y la ansiedad por satisfacerlas rápido son un terreno empantanado para las dirigencias en general, en un contexto en el que “ira y algoritmos” hacen sistema. Por eso tienen que ser más perceptivas que nunca y cambiar a tiempo antes que los públicos se las lleven puestas.
La reacción contemporánea hoy es clara y evidente, pero hasta hace no tanto era un fenómeno subterráneo, potencial, virtual. Además de Martin Gurri (2014/2018), y al igual que Richard Rorty, también en los años ‘90 el sociólogo Cristopher Lasch publicó La rebelión de las élites, otro intento de actualización u homenaje a La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset. Lasch plantea en su libro de 1995 una crítica profunda sobre el papel de las élites en la democracia moderna, particularmente en las sociedades occidentales. Ahí denuncia un proceso de alienación de los valores democráticos y del interés por el bienestar colectivo, cada vez más desconectadas de las realidades políticas y sociales de las grandes mayorías. El influyente sueño de un gobierno de expertos, teorizado y difundido a principios del siglo XX por Walter Lippmann, empezaba a hacer agua para Lasch ya en el momento de apogeo de aquél Estados Unidos alfa, todopoderoso, de la “unipolaridad”.
Incluso haciendo agua y dejando gente en el camino, una fórmula puede funcionar por un tiempo, aunque generando por abajo la próxima ola que te puede tumbar. Ya se dijo mil veces, la era dorada del neoliberalismo entró en crisis estructural en 2008, pero recién se hizo evidente, superestructuralmente, en 2016. Y las élites del partido demócrata tuvieron más de una oportunidad de hacer un gran reset interno, pero eligieron siempre el siga-siga y ahora pagan las consecuencias. Ya no hay chivos expiatorios que sacrificar.
La administración Biden descuidó o mal gobernó otros temas de primer orden para el electorado, como la lucha contra el crimen y la inmigración (ilegal), y se enfocó en políticas de minorías y las proyectó como políticas de mayorías
El futuro de la democracia
Como dijimos en otra oportunidad, la situación contemporánea nos habla tanto del avejentamiento cada vez más veloz de las élites, a la hora de contener al público mediante la representación política y social, y del agotamiento de los ciclos en general. El futuro de la democracia social parece depender de la capacidad de conectar con nuevas formas de la legitimidad política y la experimentación democrática junto a los valores que inspiraron al florecimiento de la democracia. Por eso vale la pena volver a leer hoy a John Dewey, además de ídolo del mencionado Richard Rorty, máximo filósofo público y social estadounidense de la primera mitad del siglo XX, que tuvo siempre un fuerte interés por el proceso y el precario destino de la democracia en Estados Unidos, más que extrapolable al resto del mundo democrático. Para Dewey la democracia es una forma de vida experimental, “algo que ha de llevarse a cabo día a día”. La democracia no era un “conjunto de instituciones, procedimientos formales o incluso garantías legales”. Lo que Dewey destaca es la cultura y la práctica cotidiana de la democracia. Dewey pensaba particularmente la “experiencia” y el proceso de experiencia como medio y como fin. La filosofía para Dewey tenía menos que ver con la ciencia y más que ver con la visión y la imaginación. Dewey era, como buen pragmatista, un experimentalista.
Hay gente deprimida y sumidos en una sensación de impasse. Vivimos una época en la que es más fácil estar en contra y hasta tirar abajo un gobierno que gobernar. Nunca fue más fácil armar un partido político y nunca fue más difícil mantener el poder. Somos parte de públicos revoltosos que a veces no saben lo que quieren pero lo quieren ya. Por supuesto que esto en parte no es nuevo. La historia política está atravesada por rebeliones y revoluciones de todo tipo. Deseos e insatisfacciones. También manipulaciones. Pero hoy toca un momento de aceleración. En muchos sentidos, aunque paradójicamente se hable aquí y allá de “crisis de la democracia”, es un tiempo que tiene una dimensión profundamente democrática. Si como dice Dewey la “comunicación genera comunidad”, nunca hubo mayores potencialidades de comunicarse. La disrupción digital en curso está acompañada también por una disrupción popular de participación política novedosa. Hay gente que hoy tiene voz que antes no la tenía y esto genera sensación de desorden y también injusticias. De lo que se trata es de construir instituciones democráticas que no obstruyan ni eclipsen al público, una comunidad que sea institucional, pero al mismo tiempo pro-transformación y reforma. Como dice Roberto Mangabeira Unger, lector de Dewey, profesor de Obama y ex-ministro de Lula, “necesitamos una serie de formas de coordinación descentralizada, pluralista, participativa y experimental”. Porque la respuesta experimentalista y democratizadora no puede ser una defensa “corporativa” del “viejo orden”. Nuestro futuro próximo definirá si lo que estamos experimentando hoy es una crisis o una vitalísima metamorfosis de la democracia. Esta nueva era necesita experimentación y nuevos liderazgos conectados con demandas más universales, que contengan las agendas minoritarias pero sin perderse en el laberinto de la segmentación. Una narrativa de reforma social de mayorías. Vale para Estados Unidos, pero también para las repúblicas australes del fin del mundo.
Fuente: Revista Panama - Noviembre 2024