Nobel de la Paz a la UE: ¿un reconocimiento póstumo?
Se trata, sin embargo, de una comparación muy limitada. La UE tiene la madurez de 55 años ya andados desde su fundación en 1957 y el encomio de haber garantizado la paz grande en un continente que antes de esas fechas ardió en un reguero de guerras con millones de muertos. El premio puede considerar ese notable decurso y debería bastar, aun incluso dejando a un lado las ambigüedades respecto al belicismo de sus gobiernos, los problemas raciales o el rastro reciente y aun no olvidado de las masacres en la ex Yugoslavia.
Pero lo que importa observar es que este Nobel llega en un momento de agonía del emprendimiento de integración especialmente, y casi por encima de todo, de la más impactante criatura de este encuentro de naciones como es la unidad monetaria. Esas oscuridades son enormes y por eso, inevitables.
Desde la legendaria Comunidad del Carbón y del Acero en los inicios de los años ‘50 que unía a los viejos enemigos, Francia y Alemania, hasta la Europa de los Seis que fue el antecedente inmediato del Pacto de Roma que fundo el acuerdo, se alentaba un ideal aún más profundo y eminente, como era la dilusión de las barreras nacionales. Hubo un potente y conmovedor idealismo en muchos de quienes dieron los pasos iniciales a este emprendimiento. Aquella noción de Jürgen Habermas de una constelación postnacional que implicara lo mismo para un griego que a un francés, era el cierre perfecto a las décadas de violencia, guerra y competencias suicidas. Pero ese ímpetu cosmopolita es lo que se ha perdido en este presente y es una ausencia que puede incluso percibirse aun más desolada a la luz de este premio.
La crisis económica, que no deja de profundizarse desde 2008 y que aprieta como entre mandíbulas a la Europa hoy de los 27, esta provocando mutaciones que no fueron previstas.
Hay ahora dos Europa, una del norte y otra del sur.
En la primera se acumulan las economías que flotan sobre la pesadilla financiera como Alemania y un poco Austria y Holanda o Finlandia. Y en el nivel inferior, se amontonan los países que sobreviven menos que viven ahogados por sus deudas y agujeros fiscales, desde los arrabales de Irlanda, Grecia o Portugal hasta las economías más complejas y amenazadas como Italia y España. No se trata de confundir aquí la eurozona con la más basta Unión Europea, sino de no perder de vista que son esferas que están una dentro de la otra y tienen la misma identidad . No es el euro la razón de la crisis sino parte y víctima de un proceso que excede las fronteras de los once países que dentro del continente comparten esa moneda.
Como la economía es socialmente formadora, los ajustes que se han venido prescribiendo como una única medicina país por país, han aflojado los remaches de la construcción europea que nació justamente con el mandato excluyente de propender a la prosperidad de todos sus socios. En esas naciones, ahora muy golpeadas por la desocupación y la pobreza, aparecieron brotes de un ultranacionalismo con fuertes perfiles neofascistas que no dejan de crecer en las urnas y que tienen a la unidad europea como su principal espectro a batir. Para Alemania, que con un aumento mínimo de su economía de todos modos supera la barrera de la recesión que agobia a la mayoría del resto del continente, el escenario es al revés del que alentaron los idealistas de la integración. No sucedió la europeización de Alemania, sino una “alemanización” de esta Europa convertida en patio trasero de la conservadora Berlín que ha fulminado con sus recetas uno de los legados más extraordinarios de la posguerra, como fue el estado benefactor deconstruido ahora en el altar de la productividad y el eficientismo.
Estos nuevos nacionalismos, es cierto, se pueden ver en el espejo del que Charles De Gaulle alimentó para su propio país, que incluso llegó a romper con la OTAN en su fobia atlantista y que por dos veces bloqueó a Gran Bretaña. Pero también es verdad que, aún con esos escollos, no se trabó la unidad. Lo que está en riesgo hoy es el sentido futuro de la integración.
Un ejemplo elocuente por su enorme valor simbólico son las limitaciones que los gobiernos han venido instalando en el espacio Schengen, un acuerdo que permite desde 1995 poner término a los controles fronterizos internos, esto es se habilitó el libre cruce de un país al otro. Como la crisis económica ha movido enormes flujos de inmigrantes provocando la reacción de los ultranacionalistas xenófobos con fuerte poder electoral, los gobiernos comenzaron a proponer limitaciones a esas libertades de tránsito. Es decir, un retroceso de lo postnacional otra vez a lo nacional, a la des-integración .
Es todo esto lo que hace cada vez más distante la posibilidad de completar acuerdos cruciales desde una necesaria unidad fiscal hasta un banco central que sea prestamista de última instancia para que no se pierda el objetivo del crecimiento medidas que hubieran evitado que crisis como las que incendiaron la periferia griega pasaran de ser un mal dolor de cabeza.
El ex secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger solía repetir un comentario de mal gusto para subestimar la coalición europea pero que revelaba certezas. Sostenía que no sabía a qué numero marcar cuando llamaba a Europa. Esa carencia de liderazgos reales quizá se este resolviendo ahora, pero de la peor manera . Hace un par de meses el analista español Francisco Basterra comentando las crisis interminables de Europa y aquel pasado de guerras sangrientas y transformadoras, recordó una frase notable del filósofo danés Soren Kierkegaard: “la historia vive hacia delante, pero es comprendida marcha atrás”. Nunca más apropiada.
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Clarín - 13 de octubre de 2012