Paradojas de un impuesto
Entre 1984 y 1990, Suecia instauró un gravamen de 0,5% sobre las transacciones realizadas en el mercado de acciones, pero el principio fue abandonado en 1990 a raíz de la fuga de capitales que provocó. Esta experiencia alimentó los argumentos de los enemigos del gravamen, para quienes toda intención de aplicar un impuesto a las transacciones se traduciría por el efecto contrario.
El gravamen Tobin volvió al primer plano a mediados de los años ’90. En 1994, el difunto presidente socialista François Mitterrand planteó la necesidad de un impuesto sobre las transacciones financieras en la cumbre social de Copenhague sin que la propuesta superara las palabras. Utópica, complicada, peligrosa, delirante, irracional, los adversarios de la tasa Tobin la combatieron con todo el peso de sus intereses. Sin embargo, el gravamen Tobin se reencarnó en una lucha que superó de lejos las intenciones de su liberal inventor. En diciembre de 1997, el periodista Ignacio Ramonet publicó un editorial en Le Monde Diplomatique donde abogó por la creación de un impuesto a las ganancias como “una exigencia democrática mínima”. En ese texto, titulado “Desarmemos a los mercados”, Ramonet le dio al impuesto Tobin un campo de aplicación más amplio y terminó planteando la creación, a escala planetaria, de la ONG Acción para una tasa Tobin de ayuda a los ciudadanos, Attac. De ese editorial nació Attac un año más tarde. En 1998, Attac pasó a ser Asociación para el gravamen de las transacciones financieras y la acción ciudadana. Desde esa plataforma, la organización se convirtió también en el eje del movimiento mundial de los alter mundialistas.
Los antiglobalizadores de Attac y sus seguidores ampliaron el concepto del gravamen Tobin. El economista norteamericano sólo quería “granos de arena” como herramienta contra la especulación. Attac, en cambio, militó a favor de un útil capaz de englobar a la finanza mundial y todos sus productos: mercado de cambios, acciones, obligaciones, operaciones bursátiles, mercados derivados, productos financieros. Lo más curioso de este combate por la recuperación de fondos sacados de los bolsillos de quienes roban todo y no pagan nada radica en que el mismísimo Tobin se distanció de Attac y sus partidarios. James Tobin calificó de “rompevidrios” a los grupos antiglobalización e impugnó la forma en que la ONG pensaba la instauración de la tasa que lleva su nombre. En una entrevista publicada por el semanario alemán Der Spiegel, Tobin explicó que mientras la meta de los altermundialistas consistía en luchar contra la expansión libre de los mercados, él era “un partidario del libre comercio”.
A través de los años, el gravamen Tobin pasó por un montón de etapas, las unas más contradictorias que las otras. Los socialistas europeos lo promovieron durante las campañas electorales para luego esconder el gravamen en el desempleo y el olvido cuando llegaron al poder. El impuesto Tobin funcionó como un captador de electores sin jamás morder el bolsillo de los liberales. En noviembre de 2001, la Asamblea Nacional francesa (con mayoría socialista) adoptó el principio de un impuesto a las transacciones realizadas en el mercado cambiario, pero la entrada en vigor de la medida quedó supeditada a la aprobación de un esquema idéntico por otro país de la Unión Europea. Prueba de que las buenas ideas de la izquierda pueden servir a la derecha, en 2006 el presidente conservador Jacques Chirac instauró un impuesto sobre los billetes de avión que luego adoptaron 27 países. Con ese dinero se aumentaron los fondos destinados a la ayuda al desarrollo. Pasaron cuatro años más y otra vez la derecha hizo suyo un principio de sus adversarios ideológicos. En 2008, la quiebra del banco norteamericano Lehman Brothers desató la crisis de las “subprimes” y con ella la necesidad de regular el turbio e impune mundo de la finanza internacional. En ese contexto, el gravamen Tobin apareció como un instrumento ideal. En 2009, Adair Turner, el responsable de la autoridad británica de los servicios financieros, se pronunció a favor de la tasa Tobin, seguido inmediatamente por el ex premier británico Gordon Brown (laborista). En noviembre del mismo año el tema “Tobin” se metió en las discusiones del G-20. El grupo le encargó al Fondo Monetario Internacional que reflexionara sobre la posibilidad de crear un impuesto semejante, pero su entonces director gerente, el socialista (sí, sí, “socialista”) Dominique Strauss-Kahn, se opuso a ello.
Con el FMI en contra, Washington y los mercados opuestos, el gravamen Tobin no tenía muchas posibilidades de pasar de la idea a la realidad. Pero la crisis griega y sus estragos dieron vuelta la balanza a su favor: la Comisión Europea propuso la aplicación de un impuesto sobre las transacciones financieras aplicable a partir de 2014. Siempre tan generosa y humana, la comisión destinó esos fondos no a alimentar la ayuda al desarrollo sino su propio presupuesto.
En agosto de 2011, la canciller alemana Angela Merkel y el presidente francés Nicolas Sarkozy coincidieron en que gravar las transacciones financieras era una “necesidad evidente”. Anunciaron luego una iniciativa francoalemana en esa dirección, pero su declaración se convirtió en hecatombe: las Bolsas de Londres, Bruselas, Amsterdam, Lisboa, Madrid, París y Nueva York se vinieron abajo. Sarkozy retomó la idea durante la cumbre del G-20 celebrada en Cannes el año pasado. “Un impuesto sobre las transacciones financieras es técnicamente posible, financieramente indispensable, moralmente inevitable”, dijo Sarkozy en ese entonces. El presidente francés prepara ahora un nuevo movimiento: hacer que sus palabras tomen cuerpo en un impuesto real pese a la oposición de sus socios europeos, de China y de Estados Unidos.
Página/12 - 10 de enero de 2012