"Petróleo"
Buscamos al autor de los gritos y enseguida lo distinguimos. Nicolás agitaba los brazos y volvía a repetir sus alaridos, desde la copa inmensa de un sauce.
-¡Petróleo! -exclamó-. ¡Es petróleo!
Sinceramente creo que aunque había escuchado alguna vez esa palabra no conocía exactamente su significado. Por eso quizás El Laucha y yo, a pesar de los gritos, no prestamos mayor interés al asunto. Por el momento nos preocupaban las viejas; alguien había ofrecido comprárnoslas a razón de dos por quince centavos y además nos gustaba meter los pies en el agua. Eso era bueno. Incluso creo que El Laucha, o yo mismo, no recuerdo bien, dijimos:
-Nicolás ya está machao de nuevo.
Nos encogimos de hombros. El agua estaba buena y si juntábamos unas veinte viejas más ya alcanzaría para algo: una camiseta de Boca Juniors que quería El Laucha y también para esa careta de burro que a mí me gustaba para Carnaval. Era una linda careta la que había visto, grande, de largas orejas suaves y a la que creo, por añadidura, vendían con un pito, para Carnaval.
De modo que seguimos tratando de sacar el mayor número de viejas posible, por la costa, aguas abajo.
De vez en cuando pasaba un tren y la vibración de su marcha, el torvo sonido de la locomotora llegaba hasta donde estábamos. A veces ni siquiera levantábamos la cabeza para mirarlo, pero cuando lo hacíamos alzábamos la mano saludando a los lejanos pasajeros que miraban tristes o indiferentes desde las ventanillas.
-Raúl -me dijo por ahí El Laucha-, ¿vos sabés lo que es petróleo?
Deploré, no lo niego, no estar al tanto lo suficientemente sobre petróleo. Pero dije:
-Sí.
-¿Es eso que les echan a las máquinas? -volvió a preguntar.
-Sí.
-¿Para qué sirve?
-Andá a saber -dije yo.
El sol se había ocultado hacía un buen rato. El agua estaba turbia y ya casi no distinguíamos nuestras propias manos.
-Vamos -dije entonces-. No se ve.
Fue un trabajo duro llevar entre los dos la bolsa con el pescado a cuestas.
Atravesamos la playa del río, subimos al terraplén del ferrocarril y nuevamente bajamos. Entonces distinguimos las luces del caserío; había más que de costumbre. Escuchamos el sonido de fuegos artificiales y el loco ladrar de los perros; desde más cerca ya el viento traía con intermitencia voces, gritos, risas y después nuevamente los estampidos, carcajadas de pobre gente alegre. Hasta que llegamos al descampado, junto a la playa, desde donde comenzaba el rancherío que se extendía barranca arriba. Casi hasta el borde del alto terraplén de las vías ferroviarias.
Aparecimos por el patio del fondo arrastrando nuestra bolsa de pescados. Todo estaba de fiesta. En la casa de Nicolás se bailaba al compás chillón, desafinado, monótono de una ortofónica. Allí estaban todos, habían abandonado sus propias chozas para venir a juntarse aquí, a escuchar la música de la ortofónica y a reír, como cuando llegaba el Carnaval. Me acordé de pronto de la careta de burro y dije:
-Miren. Son ochenta y tres.
Mi tía, que iba y venía, riéndose a carcajadas, sin prestar mayor atención a nuestra bolsa, dijo:
-¿El qué?
-¿Cómo el qué?... ¡Esto!, las viejas.
-¡Bah!... ¿Para qué eso ya?
-Son más de diez pesos. Sacamos la cuenta uno por uno. Este se comprará una camiseta y yo una careta de burro, cuando las vendamos.
-¡Ja, ja, ja! -se rió mi tía- . ¿Para qué ya eso? ¡Hay petróleo, vengan y vean!
Un poco decepcionados dejamos la bolsa en un rincón y fuimos detrás de mi tía.
Bertoldo, un viejo ferroviario inválido, había descubierto el petróleo.Yo y los demás y todas las cientos de personas que llegaron después escuchamos su historia. Y a cada uno que llegaba a preguntar, Bertoldo, limpiándose una supuesta mugre de la boca y escupiendo luego hacia un costado, le contaba: se había levantado esa mañana y después del mate decidióse a plantar unas calas.
-Traeme la pala que voy a poner una fila aquí, al lado de esta barranca -le había dicho a su mujer. La mujer le llevó la pala, y luego de quince minutos de afanoso trabajo, mirando el fondo del pozo que había abierto, dijo:
-Aquí hay un barro podrido, negro y hediondo. Siguió cavando, pero después el barro se hizo menos denso y al cabo todo el fondo estaba cubierto por una superficie negra y líquida. Entonces cesó de trabajar, consultó a su vecino y luego a otro y a otro. Comenzaron a cavar nuevos pozos y el resultado se fue repitiendo. Hasta que Nicolás dio el aviso con aquellos alaridos que a todos les volcó el corazón.
Esa noche, mientras algunos bailaban y reían a carcajadas alrededor de la ortofónica, el resto recorría la zona desde la playa hasta la falda de la barranca husmeando los rincones. De lejos se dis- tinguían las luces de los faroles encendidos moviéndose, deteniéndose, volviendo a andar de un lado para el otro.
Nicolás ahora vagaba por las vías como un loco, llamando a gritos a los desconocidos e invitándolos a que vinieran a nuestra casa:
-¡Vengan, vengan! -decía-. ¡Todos seremos ricos!
Al cabo llegaron dos linyeras, un mendigo y un viejo ciego guiado de la mano por un niño que tenía un manojo de diarios debajo del brazo.
Toda la noche duró la alegría; las risas continuaron hasta el amanecer, interrumpidas tan solo por el estrépito de los trenes que pasaban.
Al día siguiente, desde temprano, todos estaban de pie, y cuando regresamos con El Laucha luego de vender las viejas, sorprendimos a un centenar de personas cavando pozos, hachando árboles, destruyendo los pequeños jardines, sumergiendo palos en los charcos; todos se ayudaban mutuamente.
Al mediodía, cuando llegó el cura, aquello parecía un campamento en actividad. Algunas mujeres habían cocinado en la playa y repartían la comida a los que trabajaban y también a los curiosos. Mi tía carneó la única gallina que teníamos y uno de los linyeras repartía las presas entre la gente.
El cura llegó cubriéndose con una negra sombrilla y después de conversar con algunos de los hombres se encaramó sobre una piedra y entre otras cosas dijo:
-No nos vanagloriemos, hijos, y demos gracias al Señor. Él les ha mandado esto porque quiere a los pobres.
Después recorrió todo el rancherío echando agua bendita sobre el suelo y pronunciando en voz muy baja y con rapidez, ininteligibles palabras. Luego aceptó unas empanadas. Algunos perros ladraron frenéticamente al cura durante la ceremonia. El ciego, de la mano del niño, permanecía sentado en un tronco en medio del alboroto y de vez en cuando mordía un choclo asado, mirando a lo lejos con sus ojos vacíos.
Nicolás, que se había comprado un traje nuevo invirtiendo de un solo golpe sus ahorros, paseábase auscultando la superficie de la tierra.
Al día siguiente fue convocada toda la gente a reunirse debajo de un gran ceibo. Nicolás habló imponiendo silencio. Hombres y mujeres, bien peinados y vestidos, como cuando iban al pueblo, escucharon atentos.
-Señores -dijo Nicolás-.Vamos a ser ricos. Tendremos casas de dos pisos, y también tendremos zapatos y podremos andar en autos de alquiler. ¿Comprenden ustedes lo que es ser ricos?
Nadie contestó y entonces Nicolás continuó hablando.
-Todos podrán comprarse una radio y un sombrero y tal vez un caballo y muchas gallinas y chanchos, ¿comprenden? Y también podremos guardar dinero para cuando seamos viejos y no como ahora; y comprar remedios para no andar muriéndonos por ahí como unos podridos. Seremos ricos. ¿Comprenden lo que es ser ricos?
-Rico es el que jode al pobre- dijo entonces alguien.
-No solo eso -contestó Nicolás sin prestar mucha atención-. Vamos a envasar el petróleo y entonces nos mandarán el dinero y podremos tener todo eso y tal vez un pedazo de tierra, ahora sí.
Después de la reunión debajo del ceibo, todos volvieron al trabajo de la búsqueda; ya algunos empezaron a juntar el líquido dentro de unos tachos, para envasarlo.
Así pasaron uno y dos días. Alguien había dado alojamiento al ciego y al niño y los linyeras se instalaron en casa de doña Gertrudis.
De sol a sol la gente trabajaba moviendo las piedras y tratando de cavar más pozos, o mirando horas y horas los que ya estaban abiertos.
Cuando pasaba algún tren, todos hacían un alto para saludar a los pasajeros, con los brazos levantados, agitando los sombreros.
También nosotros abandonamos la pesca, porque debíamos ayudar a repartir la comida -que ya era escasa- entre todos.
Al quinto día los linyeras se fueron y llegaron los técnicos. Eran tres hombres rubios; apenas si hablaron; miraron en derredor, caminaron de un punto a otro, seguidos por la gente que los miraba emocionada, tratando de escuchar alguna buena palabra. Pero nadie entendió nada.
Al día siguiente volvieron a venir los hombres, acompañados de otros. Subieron hacia el borde de la barranca, traspusieron las vías ferroviarias y luego regresaron. Después se llevaron tres grandes botellas llenas de petróleo.
Y no volvieron. Pero al cabo lo supimos: el yacimiento no existía, sino que era una pequeña acumulación subterránea escapada de la cisterna rota del ferrocarril.
Después nada sucedió. Con El Laucha decidimos volver a pescar, sobre todo porque ya era inminente el Carnaval y debíamos tener dinero para comprar serpentinas.
Los trenes seguían pasando, velozmente, haciendo vibrar el suelo.
Pero desde aquel día Nicolás había tomado la costumbre de encaramarse al sauce y pasar allí largo tiempo atisbando, para de vez en cuando bajarse, cavar con dramático entusiasmo un pequeño pozo, hundir un palo en el blando fondo humedecido y quedarse por último mirando largo tiempo el extremo del palo. Sin decir una sola palabra. Soñando.
* Héctor Tizón nació en Yala, Jujuy, el 21 de octubre de 1929. Finalizó su carrera de Abogacía en 1953, en la Universidad de La Plata. Su obra evoca zonas del noroeste argentino, y parte ha sido traducida al francés, inglés, ruso, polaco, ucraniano, alemán y holandés. Además de cuentos, ha escrito novelas; algunas de ellas son: Fuego en Casabindo (1969), El cantar del profeta y el bandido (1972), Sota de bastos, caballos de espadas (1975), El hombre que llegó a un pueblo (1988), El viaje (1988) y La mujer de Strasser (1997).