¿Qué clase de guerra es ésta?
Pero, ¿de qué guerra estamos hablando? No es una guerra fácil de definir, ya que está conformada por varios tipos de guerra que se combinaron a lo largo del tiempo y que hoy parecen indisociables. Las guerras entre los estados (aun un pseudoestado como el ISIS), las guerras civiles nacionales e internacionales, las guerras de ‘civilización’, las guerras de intereses y de patrocinio imperialista, las guerras de religiones y sectas (o que se justifican como tales). Este es el gran estasis o ‘ciudad dividida’ del siglo XXI, que algún día compararemos con los paralelos distintos: la Guerra del Peloponeso; la Guerra de los Treinta Años; o, más reciente, la ‘guerra civil europea’ que se extendió desde 1914 hasta 1945.
Como resultado, en parte, de la ofensiva de Estados Unidos en Oriente Medio (tanto antes como después del 11-S), la guerra se ha intensificado luego de las ofensivas en las que Rusia y Francia hoy desempeñan un rol importante, cada uno con sus propios objetivos. La guerra también tiene sus raíces en la rivalidad feroz entre aquellos estados que aspiran a la hegemonía regional: Irán, Arabia Saudita, Turquía, incluso Egipto, y de algún modo, Israel. En una reacción colectiva violenta, acelera las cuestiones no dirimidas de colonización e imperio: minorías oprimidas, creación de fronteras arbitrarias, recursos minerales expropiados, áreas de influencia en disputa, contratos de armas gigantescos. Como acabamos de ver, la guerra busca, y en ocasiones encuentra, apoyo entre las poblaciones del ‘otro lado’.
Peor aun, reactiva antiguos odios teológicos: los cismas dentro del islam, el choque entre los monoteísmos y sus sustitutos laicos. Seamos claros, ninguna guerra religiosa ha sido causada por la propia religión: siempre hay corrientes que subyacen, de opresión, conflictos de poder, estrategias económicas, riqueza y pobreza excesivas. Pero cuando está involucrado el ‘código’ de la religión (o de la ‘contrarreligión’), la crueldad puede exceder todos los límites, ya que el enemigo se convierte en un anatema. La barbarie monstruosa levantó la cabeza, reforzándose a través de la insania de su propia violencia –como el ISIS con sus decapitaciones, las violaciones de mujeres esclavizadas y la destrucción de los tesoros culturales de la humanidad. Aunque también se gestan otras brutalidades, aparentemente más ‘racionales’, como la ‘guerra de los drones’ del Nobel de la Paz, el presidente Obama, cuyos resultados son de nueve muertes de civiles por cada muerte de un terrorista.
En esta guerra nómade, indefinida, polimorfa y asimétrica, se toma a las poblaciones en ambas costas del Mediterráneo como rehenes. Las víctimas de los ataques de París, que siguen a las de Madrid, Londres, Moscú, Túnez, Ankara, Beirut, con sus seres queridos y sus vecinos, son rehenes. Los refugiados que buscan asilo o encuentran la muerte por miles a la vista de la costa europea, son rehenes. Los kurdos atacados por el ejército turco son rehenes. Los ciudadanos de los países árabes son rehenes, atrapados en las garras del terror del Estado, el yihadismo fanático y los bombardeos extranjeros.
Entonces, ¿qué podemos hacer? En principio, reflexionar juntos y resistir cualquier temor, amalgamas e impulsos de venganza. Claramente, debemos tomar todas las medidas necesarias para la protección civil y militar, para la inteligencia y la seguridad, con el fin de prevenir o contrarrestar las acciones terroristas, y de ser posible, juzgar y castigar a los asesinos y los cómplices involucrados. Pero, al hacer esto, debemos exigir la más completa vigilancia de parte de los Estados ‘democráticos’ respecto de los actos de odio hacia aquellos nacionales y residentes que, como resultado de sus orígenes, creencias o modos de vida, son discriminados como ‘el enemigo interno’ por los autoproclamados patriotas. Y además: pedir que los mismos Estados, cuando refuerzan sus dispositivos de seguridad, respeten los derechos individuales y colectivos que son los cimientos de su propia legitimidad. Pero sobre todo, debe reinstaurarse la paz en la agenda. Hablo de paz, no de ‘victoria’: una paz duradera, equitativa, no de cobardía ni de compromiso, no de contraterror, sino de coraje e intransigencia. La paz para todos aquellos interesados en ella, de ambos lados de este mar compartido que dio lugar a nuestra civilización, y también a nuestros conflictos nacionales, religiosos, coloniales, neocoloniales y poscoloniales. No me autoengaño respecto de la factibilidad de este objetivo. Pero no alcanzo a ver de qué manera las iniciativas políticas que pueden resistir a la catástrofe, podrían ser articuladas con más claridad, aparte del impulso moral que esto podría originar. Daré tres ejemplos.
Al final de la cadena está la restauración de la efectividad del derecho internacional, y como consecuencia una restauración de la autoridad de la ONU (reducida a cero por las pretensiones de EE.UU. de ‘soberanía’ unilateral, la confusión de lo humanitario con objetivos de seguridad, la sujeción a la ‘gobernancia’ del capitalismo global, y la política de estados clientes que reemplazó a la de los bloques). En consecuencia, debemos revivir las ideas de seguridad colectiva y la prevención de conflictos, lo que implica reestructurar los cimientos de la organización –posiblemente empoderando a su Asamblea General y las ‘coaliciones regionales’ de Estados, en lugar de la dictadura de unas pocas potencias que acuerdan entre sí sobre objetivos negativos.
En el otro extremo de la cadena, tenemos la iniciativa de los ciudadanos de cruzar las fronteras, superar los conflictos de creencias y pertenencias antitéticas –lo que implica, primero y principal, la capacidad de expresarlos en un escenario público. Nada deber ser un tabú, pero nada debe imponerse desde un solo punto de vista, ya que la definición de la verdad no es preexistente al razonamiento o el conflicto. Los europeos laicos o cristianos deben saber lo que los musulmanes piensan sobre el uso de la yihad para legitimar empresas totalitarias y actos terroristas, y también deben saber qué herramientas poseen para resistir ‘desde adentro’. Del mismo modo que los musulmanes (y los no musulmanes) del Mediterráneo Sur deben conocer qué posición tienen las ex naciones dominantes del ‘Norte’ respecto del racismo, la islamofobia, el neocolonialismo. Sobre todo, los ‘occidentales’ y los ‘orientales’ juntos deben construir el lenguaje de un nuevo universalismo, corriendo el riesgo de hablar en nombre del otro. El cierre de las fronteras, su imposición, en detrimento del multiculturalismo de nuestras sociedades en la región, ya constituye una guerra civil.
Europa tiene una función casi irreemplazable, que debe cumplir a pesar de todos los síntomas de su colapso actual, o para remediarlos con urgencia. Cada país tiene la capacidad de conducir a los otros hacia un callejón sin salida, pero cada país en un conjunto puede elaborar estrategias de salida y construir salvaguardas. Arribada después de la crisis financiera y la crisis de refugiados, la guerra destruirá a Europa, a menos que Europa le haga frente a esta guerra. Es Europa la que puede trabajar hacia la reconstitución del derecho internacional, la que puede garantizar que la seguridad de las democracias no llegue al precio del Estado de derecho, y la que puede buscar los materiales de una forma nueva de opinión pública dentro de la diversidad de las comunidades que viven en su territorio. ¿Es pedir algo imposible? Tal vez. Pero también muestra la responsabilidad de hacer que suceda lo que todavía es posible, o hacerlo posible nuevamente.
Revista Ñ - 20 de noviembre de 2015