¿Qué más nos recuerda el #MeToo?

Ailynn Torres Santana

 

El discurso de Oprah Winfrey en la premiación de los Globos de Oro el pasado 7 de enero se ha colado como agua en todos los resquicios de los medios de comunicación. Oprah lidereza de denuncias contra el abuso sexual, Oprah se lleva el verdadero premio de los Globos, Oprah pone a llorar a la audiencia que la aplaude conmocionada, Oprah próxima presidenta de los EE.UU., u ¿Oprah próxima presidenta de los EEUU?

Otros miran con más reserva lo sucedido en una de las noches de gala más notables de Hollywood. “Oprah Winfrey: one of the world’s best neoliberal capitalist thinkers”, tituló The Guardian uno de sus análisis. El centro de la crítica es menos el discurso del domingo que sus habituales alocuciones públicas. En ellas –se dice en The Guardian– Winfrey hace girar la cuestión de la dominación alrededor del eje de las relaciones interpersonales y la espiritualidad; no alrededor de las condiciones materiales que organizan el poder y la subordinación.

Con origen popular, la Oprah estrella de los medios encarna el sueño americano de quien se hace a sí mismo y discursa sobre un cambio posible generado por las voluntades. Oprah no encara al sistema que aprisiona, excluye, margina. Sin embargo, en la noche del domingo, Oprah habló de las mujeres del campo, de las migrantes, de las mujeres negras violadas. No dijo que el capitalismo organiza las desigualdades, es cierto. (Si Oprah hablara de las desigualdades estructurales del capitalismo como sistema de dominación, fuera Bernie Sanders, y menos se animarían a pensarla en la carrera hacia la presidencia). Pero habló de ellas y de algunas de las luchas necesarias. El asunto no es menor.

Del lado que se mire, lo seguro es que el discurso de Winfrey tendrá alcance más allá de los Globos de Oro de 2018 –puede, incluso, que comience a conocérseles como los “Globos de Oprah”.

Si sucumbimos a la tendencia mediática, podríamos anticipar que se nos recordará la fuerza de sus palabras durante la carrera hacia la presidencia estadounidense en 2020. Con más cautela, mirando el espectáculo desde el borde, diremos que la noche de Oprah ya forma parte de los anales del #MeToo.

La palabra del año de 2017 fue “feminismo”. A ello contribuyó el #MeToo. Con esa etiqueta se nombra al movimiento originado en EE.UU. el año pasado que denuncia el acoso y el abuso sexual. El #MeToo es liderado por mujeres de la industria cultural. El resultado ha sido la apertura de procesos y acciones institucionales contra los acusados y el destape mediático de escándalo tras escándalo.

El #MeToo también ha tenido alcance en Europa. Desde el viejo continente llegan noticias de acciones similares –que trascienden el mundo el espectáculo y llegan al campo de la política con casos como el de Michael Fallon, ministro de Defensa de Reino Unido– y comienzan a producirse contrapunteos de alta intensidad.

Un grupo de mujeres con presencia en los espacios de los medios ha firmado una carta abierta que alerta sobre posibles “excesos” de la campaña del #MeToo. En su argumento, la campaña estimula el odio contra los hombres, se confunden actos explícitos de violencia con comportamientos inapropiados, y se regresa a un tipo de concepción sobre la sexualidad que retrocede en las libertades sexuales conquistadas. Otros análisis se preguntan dónde ha quedado la presunción de inocencia y cómo evitar que las redes sociales y la prensa se conviertan en tribunales públicos.

Pero lo que más se ha debatido en las últimas horas es la necesidad de pensar un activismo que no victimice a las mujeres, que no las/nos considere como víctimas de facto, y que no desconozca la existencia de argumentos diferentes y legítimos en el debate sobre este asunto.

Mirado desde arriba, el debate tiene un saldo positivo principal: colocar en la agenda pública un tema que, persistentemente, ha intentado despolitizarse y se ha leído como un asunto privado.

Las críticas sobre los potenciales o existentes “excesos” y sobre la corrupción de sentido de la campaña, no pueden ser pábulo para dar un paso atrás. Ciertamente hay muchas preguntas en juego, algunas de ellas urgentes, relacionadas con cómo manejar con justicia y tino, un tema que nos interpela del todo, a todos, a todas.

Los desafíos son de distinto tipo. Analizar la violencia contra las mujeres como una cuestión pública que se relaciona con otros tipos de violencias (de “raza”, de clase social, etc.). Pensar y practicar procedimientos que permitan actuar con justicia frente a los casos. Estimular las denuncias. Entender que el patriarcado es un sistema integral de subordinaciones que todos mantenemos vivo y que, por ello, no es una cuestión de hombres contra mujeres.

Eso permitiría reconocer que el debate sobre la violencia no es un debate sobre su diferencia con la seducción. Tampoco se trata de algún tipo de puritanismo que ve violencia en todas partes. Se trata de un debate sobre el poder. Se trata de un debate sobre cuán obligada puede estar alguien a hacer algo que no quiere. Sobre si al decir “no”, una mujer puede asegurarse de que algo que no quiere, no pase. Sobre cómo de una mujer, por serlo, se espera que subordine su opinión, su tiempo, su cuerpo, sus recursos o tantas cosas a veces sin saberlo, a veces sin poder hacer lo contrario.

En América Latina el impacto del #MeToo ha sido más discreto. No me refiero a la fuerza de la consigna ni al mundo “virtual” de las redes sociales. Me refiero a sus consecuencias para la acción efectiva de denuncias públicas. La causa no es ausencia de violencia. Esto es obvio.

Según ONU Mujeres, en esta región mueren 60,000 mujeres al año por causa de feminicidios. Eso es, por su condición de mujer. La cifra alarma. La cifra se dice demasiado rápido para enunciar con ella la indignación por las muertas. Una a una. También la indignación por la violentadas, por las acosadas en sus puestos de trabajo, por las obligadas a usar tacones altos y faldas cortas porque es el “uniforme” del bar, por las que aguantan las babas, los roces y los chistes, por las que son acusadas de putas por vivir su sexualidad como les plazca, por las putas que pueden ser violadas y no tienen protección porque carecen de derechos como trabajadoras sexuales; también por las que piensan que es “normal”, por las que no encuentran otra ruta.

La cifra –60,000 mujeres muertas por feminicidios cada año en América Latina– es demasiado grande para reconocer en ella a Misleydis González García, 47 años, asesinada el pasado 26 de diciembre en Ciego de Ávila a manos de su ex pareja, después de haberlo denunciado varias veces. La cifra tampoco habla directamente de Leidy Maura Pacheco, de 18 años, secuestrada, violada y asesinada tres meses antes en Cienfuegos; pero ella está allí.

Por ellas y por los hombres y las mujeres a quienes ellas les duelen, en América Latina se ha hablado desde 2015 de #NiUnaMenos. En México, de #NiUnaMás, por las mismas causas. Por ellas el 8 de marzo muchas mujeres paramos nuestro trabajo en una acción política trasnacional sin precedentes. Que “feminismo” haya sido la palabra del año en 2017, entonces, también da crédito a las mujeres latinoamericanas organizadas.

El #MeToo, sin embargo, nos recuerda que hay que seguir intentando colocar al acoso y la violencia de género en el primer plano del espacio público. Nos recuerda que necesitamos, también, las voces de las mujeres y los hombres que tienen a la mano el micrófono. No solo pasa en Hollywood y lo sabemos. No solo pasa en Ciego de Ávila ni en Cienfuegos y lo sabemos.

La exigencia que plantean el #MeToo, el #YoTambién, el #NiUnaMenos, es, primero, mirar nuestra propia vida. ¿Cuántas veces hemos sido acosadas? ¿Cuántas veces hemos sido acosadores? ¿Cuántas cómplices? ¿Cuántas veces hemos usado nuestra “gracia” para lograr algo en lugar de tomar otro camino? ¿Cuántas veces hemos estado obligadas a hacerlo y cuántas lo hemos elegido?

Después, el siguiente paso. ¿Nuestras madres? ¿Amigas? ¿Compañeras? ¿Hijas? ¿En la empresa? ¿En la universidad? ¿En las filas del Partido? ¿Aquella noche? ¿En aquella reunión? ¿Cada vez que tenía la oportunidad?

La respuesta puede hincar alguna fibra, puede llegar a estrangularnos, dejarnos sin aire o sin moral por algún tiempo. Pero no hay opción. Una ley de violencia de género sería imprescindible. Muchas campañas contra la violencia también. Un mejor manejo en los medios ayudaría sobremanera. La introspección es necesaria. La denuncia en voz alta, la organización, aún más. Las cartas están sobre la mesa.

- Ailynn Torres Santana, investigadora social cubana, es miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso.

 

Sinpermiso - 13 de enero de 2018

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