Sin tregua olímpica para los sectores populares

Letizia Molinari

Tras la deslumbrante fachada de la celebración de los Juegos Olímpicos se esconde la acumulación por desposesión y la militarización de la sociedad. Quienes pagan el precio más alto son siempre los territorios sacrificados y prescindibles, los trabajadores y las franjas más vulnerables de la población.

La noche del 30 de junio de 2023, un violento incendio desatado en Fort d’Aubervilliers alcanzó las obras de construcción de la piscina olímpica. Era la tercera noche de disturbios en las banlieues francesas desencadenados por la muerte de Nahel, un joven de 17 años asesinado por la policía en Nanterre, a las afueras de París.

Durante aquellos calurosos días, muchos se preguntaron si un contexto tan cargado de rabia, marcado ya por meses de movilizaciones y huelgas contra la reforma de las pensiones, sería capaz de albergar los Juegos Olímpicos tan solo un año después. Ese año ha pasado, y el país está aún más dividido que el verano pasado, sumido en una crisis de Gobierno abierta por las elecciones anticipadas en un contexto internacional enardecido. Pero empiezan los Juegos Olímpicos, y Macron espera —y alienta— una tregua nacional que deje atrás los conflictos y las manifestaciones y aplace hasta septiembre la formación del nuevo Gobierno.

Una grandiosa ceremonia de inauguración en el Sena, que ha costado una fortuna (122 millones de euros), abre el espectáculo. Asisten los principales jefes de Estado, entre ellos el Presidente israelí Isaac Herzog. La política nacional e internacional se entrecruzan en este megaevento. Mientras en Palestina los muertos superan ya los 40 000, los poderosos celebran la supuesta tregua olímpica. Pero en los suburbios de París y del mundo no hay nada que celebrar.

La aparente calma social se mantiene gracias a un despliegue policial sin precedentes. Unos 45 000 policías y 15 000 militares han sido movilizados para los Juegos, con un contingente adicional de agentes extranjeros de 32 países diferentes, entre ellos Italia. París está blindada: en algunas calles solo se puede pasar con un código QR, como en los días de la pandemia, mientras drones y cámaras con videovigilancia algorítmica controlan cada movimiento en la ciudad y sus suburbios.

Para desalentar posibles acciones de protesta se votó un endurecimiento de las penas respecto a la anterior ley olímpica, y muchos militantes están bajo vigilancia desde hace tiempo, con la prohibición de acercarse a zonas consideradas «sensibles». Ocho militantes de Extinction Rebellion fueron conducidos a una comisaría y retenidos durante horas solo por pegar calcomanías críticas con los Juegos Olímpicos en el metro de París. En la práctica, la supuesta «tregua social» es unidireccional: se da de arriba abajo, y aplasta toda forma de disidencia.

Para comprender la violencia real que encarnan y producen los Juegos Olímpicos, hay que observarlos desde los márgenes. Es precisamente en los márgenes donde los procesos desencadenados por la maquinaria olímpica se hacen más evidentes, y donde quedarán profundas cicatrices incluso después de que terminen los bailes y las fiestas en el Sena. Aunque hablemos de los Juegos Olímpicos de París, las competiciones se desarrollarán principalmente entre la banlieue nord, Marsella y Tahití. La zona más afectada es el departamento de Seine-Saint-Denis, el quatre-vingt-treize, entre los más pobres de la Francia metropolitana, primero en tasa de desempleo.

Exactamente donde se encendió la revuelta de las banlieues hace un año, se encuentran hoy la mayoría de las obras olímpicas y de infraestructura construidas para el megaevento. Algunas de ellas, como la villa olímpica y la mediática, están destinadas a permanecer para ser reconvertidas en ecobarrios, oficinas y hoteles de lujo, lo que cambiará irrevocablemente la composición económica y social de la zona. Por no hablar del impacto medioambiental de este legado olímpico, que ha contribuido aún más a consumir suelo y espacios verdes en una de las zonas más urbanizadas de la Île de France, que registra los niveles más altos de contaminación atmosférica.

Si los barrios populares llevan años en jaque, atrapados en las garras de la especulación inmobiliaria y la gentrificación, con los Juegos Olímpicos estas dinámicas represivas y especulativas se justifican y defienden en nombre del interés general. Hace ya dos años el Ministro del Interior, Gerard Darminin, anunció el plan «delincuencia cero» para los Juegos. Este se ha plasmado en diversas leyes, como la loi sécurité globale, la loi anti-squat y la loi olympique II, que una tras otra han contribuido a erosionar el derecho a vivir, vaciando Seine-Saint-Denis, facilitando los desahucios, aumentando los controles policiales y reubicando a los sin techo en otras ciudades del país mediante un sistema de centros de acogida temporal.

Según el colectivo Renvers de la Médaille, más de 12 000 personas han sido desalojadas de París en el último año. La mayoría de los desalojos se han producido en zonas próximas a los emplazamientos olímpicos, como en el caso de la casa ocupada Unibeton, en Île-Saint-Denis, que albergaba a 400 personas y fue demolida en abril de 2023 para la construcción de la villa olímpica que acogerá a los atletas.

En los últimos meses las intervenciones policiales han aumentado drásticamente, con operaciones diarias para despejar carreteras y puentes de presencia «indeseada». Entre los afectados se encuentran cientos de menores no acompañados que, en protesta, ocupan desde hace tres meses un edificio cultural histórico del distrito 11, la Maison des Métallos. El colectivo ocupante denuncia las consecuencias sociales de los Juegos Olímpicos y la ausencia de soluciones reales de alojamiento. Lo mismo piden también las 300 personas —en su mayoría mujeres y niños— que acampan frente al ayuntamiento del distrito 18 para protestar contra los recientes recortes.

De cara a los Juegos Olímpicos fueron más de 3000 las plazas en los hoteles contratados para gestionar la emergencia habitacional que cerraron con el fin de alojar a la masa de turistas. Lo mismo ocurre con las residencias universitarias, vaciadas de estudiantes precarios para destinarlas a un lucrativo mercado. Al mismo tiempo, los precios del metro cuadrado en la banlieue aumentan sin parar, mientras el número de alojamientos en Airbnb se ha duplicado en pocos meses.

Mientras el pueblo reclama vivienda y servicios básicos, alcaldes y ministros disfrutan del verano en el Sena, no lejos de donde Amara Dioumassy murió el año pasado en las obras olímpicas de la cuenca de Austerlitz. Y es que, para cumplir los plazos, el ritmo de las obras aumentó en el último tiempo, siempre en detrimento de la seguridad de los trabajadores. Junto con Amara hubo otras seis muertes en las obras del Grand Paris, y 87 accidentes laborales, el 40% de los cuales afectaron a trabajadores temporales. Para protestar contra las condiciones de trabajo y la ausencia de derechos, numerosos trabajadores sans papiers ocuparon en el invierno de 2023 las obras del Arena II en Porte de la Chapelle bajo el lema «pas de papiers, pas de JO».

A la explotación en las obras hay que añadir la de los 45 000 voluntarios empleados en las próximas semanas para el funcionamiento del megaevento. El voluntariado para los Juegos Olímpicos se ha presentado a menudo como una gran oportunidad, sobre todo para los jóvenes de la banlieue. Pero se trata en realidad de una explotación encubierta, con jornadas de trabajo de 10 horas por día, seis días a la semana, por el que no se reembolsan los gastos.

La realidad está, pues, demasiado lejos del discurso oficial que ve en los Juegos Olímpicos una oportunidad para democratizar el deporte y para impulsar el crecimiento de los jóvenes de los barrios populares.

Una distancia irremediable separa a París de la banlieue, aquella que discrimina entre quienes ganan y quienes perecen con los Juegos Olímpicos. Entre conflicto social, gentrificación, desahucios, aumento de la vigilancia, costes astronómicos y explotación laboral, hay poco que celebrar. En cada edición olímpica se repite la misma dinámica, lo que demuestra que la devastación causada por los Juegos no es accidental, sino un componente estructural del megaevento.

En los juegos de Atlanta 1996, 30 000 personas fueron desalojadas y 9000 personas sin hogar detenidas, mientras que para los juegos de Río 2016, fueron más de 67 000 las personas desplazadas para permitir la construcción de la villa olímpica. Tras la deslumbrante fachada de la celebración se esconde la acumulación por desposesión y la militarización de la sociedad. Quienes pagan el precio más alto son siempre los territorios sacrificados y prescindibles, los trabajadores y las franjas más vulnerables de la población.

Cuando Macron declaró en un reciente discurso que los Juegos Olímpicos son una metáfora perfecta de la situación política, tenía razón. No porque, como él pretende, representen la reconciliación nacional más allá de cualquier conflicto, sino porque, por el contrario, reflejan bien la lógica capitalista y colonial de acaparamiento de recursos, un modelo económico parasitario, promotor de guerras y genocidios, de desigualdades sociales y medioambientales.

Toda la violencia de su discurso universalista reside en presentar París como una fiesta en la que todos ganan, mientras que los habitantes de las periferias de Francia y del mundo son aplastados e invisibilizados. Para los sectores más desfavorecidos, la «tregua olímpica» implica a menudo la muerte. Definitivamente, los Juegos son una metáfora de nuestro tiempo. Se suponía que iban a ser unos juegos «ejemplares»; pero los recordaremos como los Juegos de la normalización del genocidio en Gaza y de la guerra contra las banlieues.

 

Fuente: Jacobinlat - Agosto 2024

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