Sobre los emprendedores
El “Amo del universo” especializado en la especulación con bonos de La hoguera de las vanidades, y que encontró su deriva psicótica en el sadismo homicida de Patrick Bateman, el yuppie de Americam Psycho.
El héroe capitalista del siglo XXI es el emprendedor. Nacido en un mundo pos-Estado de Bienestar y dotado de la agilidad necesaria para adaptarse a las condiciones despiadadamente cambiantes de la economía globalizada, el emprendedor no es un simple empresario sino un innovador que encuentra soluciones audaces a viejos problemas. En su formulación idealizada, el emprendedor no dispone de un gran capital inicial ni necesita una gigantesca organización de miles de personas: le alcanza con un garaje, un préstamo de sus escépticos padres y una serie de atributos que, como señala el especialista Diego Pereyra (1), están más relacionados con la “inteligencia emocional” que con conocimientos duros de finanzas o economía: las marcas del emprendedor son la creatividad, la flexibilidad y el liderazgo, atributos plásticos que contrastan con la solidez de roca de la vieja economía.
Indefectiblemente joven, el emprendedor introduce una ruptura en la línea de tiempo, una discontinuidad que parte de una fe cuasi-suicida en el valor de sus ideas, lo que lo dota de una dimensión carismática en el sentido estrictamente weberiano del término: la capacidad extra-cotidiana de lograr lo imposible, lo que nadie pensaba que era posible hacer. Sus encarnaciones más emblemáticas son por supuesto Mark Zuckerberg, el creador de Facebook, y Steve Jobs, fundador de Apple, cada uno de los cuales cuenta con su respectiva biopic (2). Incubado en la muy norteamericana cultura del winner, el emprendedor se valida a través de sus triunfos: puede traicionar a sus amigos (las biografías de Zuckerberg y Jobs concuerdan en esto), puede ser desplazado de su empresa y puede incluso permitirse quebrar (momentáneamente). Lo que no puede, bajo ninguna circunstancia, es fracasar: es su éxito, más que el valor de mercado del producto o su utilidad social, lo que lo convierte en lo que es.
Entre otras novedades de época, el macrismo incorporó a la política a grupos sociales que hasta el momento habían permanecido al margen (la afirmación es un elogio). No tanto los empresarios, que desde José Gelbard a Bunge & Born han jugado un rol protagónico en nuestra historia, como la nueva camada de CEO, decisivos en un mundo en el que la propiedad de los medios de producción, a menudo bajo control de misteriosos fondos de inversión, se desliga cada vez más de su gestión concreta. Si, como sostiene el sociólogo Gabriel Vommaro, el macrismo designó a ex gerentes de multinacionales en las áreas duras de la gestión, tipo finanzas, empresas públicas y energía, en cambio reservó las zonas blandas, como desarrollo social o medio ambiente, para militantes de ONG, apoyándose en los puentes previamente tendidos entre capitalismo y sociedad civil a través de los programas de responsabilidad social empresaria. En todo caso, el gabinete macrista apuesta a las técnicas y saberes de la gestión empresarial como mecanismo de resolución eficiente de los problemas (como escribió Ernesto Semán, solo cuando frente a un obrero metalúrgico digamos que “viene de la actividad privada” estaremos hablando de esferas económicas; hasta que llegue ese momento, el criterio es empresa o, mejor, clase social) (3).
La figura del emprendedor, decíamos, ocupa un lugar central en el imaginario del gobierno, evidenciado en la decisión de renombrar la Secretaría de Pymes del Ministerio de Producción como “Secretaría de Pymes y Emprendedores” y designar allí a Mariano Mayer, que había desempeñado una función parecida en la Ciudad y que pasó por “las principales instituciones que fomentan el entrepreneurship en Argentina”, según la web porteña. También se nota en los programas de “economía creativa”, en la designación de Guillermo Fretes, ex CEO de Despegar.com, al frente de Educ.ar, y de Andy Freire, fundador de la empresa Officenet y presentado por la revista Apertura como “sinónimo de emprendedorismo”, como ministro de Modernización porteño. En su plataforma de campaña, Macri propuso: “Seamos un país de 40 millones de emprendedores”.
En una primera mirada, la propuesta parece interesante. Como ya es evidente, el programa económico del macrismo descansa en sectores como el agronegocio, la minería, la energía y algunos segmentos de los servicios, que son los más dinámicos de la economía y los únicos capaces de generar los dólares para que funcione, pero que no se caracterizan por su capacidad para generar puestos de trabajo abundantes y de calidad. No parece mala idea entonces matizar la apuesta a estos enclaves con el apoyo a la innovación y la creatividad, sobre todo si se tiene en cuenta que, por su tradición inmigrante, sus altos estándares educativos y la presencia de una amplia clase media, Argentina reúne las condiciones ideales para que prosperen las virtudes emprendedoras, alimentadas también por los altibajos cardíacos de nuestra historia económica: la sucesión de hiperinflaciones, crisis de deuda y devaluaciones dificulta la planificación y las políticas de largo plazo pero también empuja a las personas a aguzar el ingenio para sobrevivir. En todo caso, no hace falta caer en un “nacionalismo del talento” para comprobar que las tres puntocom más importantes de América Latina –Patagon, Mercadolibre y Despegar– fueron creadas por argentinos.
Sin embargo, una mirada más profunda lleva a considerar las cosas de otra manera. Contra lo que plantean las historias centradas en la épica privada, la prosperidad emprendedora exige un papel activo del Estado. La especialista Sabrina Díaz Rato, de la fundación Puntogov, explica que el boom de Silicon Valley, sinónimo del éxito emprendedor norteamericano, no sería posible sin una enérgica intervención pública, que va desde la protección estricta de la propiedad intelectual a la flexibilización focalizada de las leyes migratorias para permitir el ingreso por ejemplo de ingenieros, junto al financiamiento directo a las industrias de base tecnológica. “El famoso algoritmo de Google –recuerda– fue elaborado gracias a un proyecto financiado por un organismo estatal, la US National Science Foundation.”
Retrocedamos un momento. Como ya señalamos, el PRO ha elegido el discurso de la igualdad de oportunidades como el gran paraguas conceptual bajo el cual inscribir su programa de gobierno. Un enfoque típicamente liberal que apuesta al progreso por vía del esfuerzo individual de las personas (a lo sumo de las familias), más que a la construcción colectiva de bienes públicos. Y que sintoniza con otros rasgos del macrismo, como las apelaciones al budismo que tanto irritan al progresismo nac&pop y que, en la versión de moda, es menos una religión dogmática que un conjunto de enseñanzas y técnicas para alcanzar la felicidad: una búsqueda también personal. El emprendedorismo, surgido como corriente de la economía práctica y el management no por casualidad en el mismo lugar que el budismo new age, es decir la Costa Oeste de Estados Unidos, es la cara más virtuosa –historias individuales de éxito– de la muy liberal apuesta a la igualdad de oportunidades.
Por eso la cuestión es casi filosófica. Uno de los rasgos fundamentales de la figura del emprendedor, el que le permitió recargar de legitimidad al oxidado arquetipo del empresario capitalista, es su capacidad para conciliar sin desajustes aparentes una imagen aspiracional hecha de sueños e ideas con la pura y dura búsqueda de plusvalía. El emprendedor, en efecto, actúa guiado por un ideal más elevado que la simple persecución del lucro, aunque hasta donde sabemos ninguno ha renunciado a sus millones. A ello contribuye el hecho de que operan casi siempre en el sector de los servicios, la información y el conocimiento, donde la propiedad de los medios de producción resulta menos decisiva y donde las tradicionales relaciones de explotación suelen quedar veladas bajo vínculos laborales más flexibles y diversos. Como el emprendedor no es exactamente un empresario y como es verdad que suele portar un cierto romanticismo innovador, la división capital/trabajo, que está en la base de cualquier relación capitalista, queda disimulada bajo una superficie aterciopelada que acolchona los conflictos propios de la economía de mercado, comenzando por los sindicales, que suelen emerger cuando la empresa crece hasta punto tal que su gestión exige un enfoque más clásico: cuando el emprendedor, por así decirlo, se transforma en empresario.
Llevando las cosas al extremo, el notable filósofo coreano Byung-Chul Han llama la atención sobre la capacidad del capitalismo neoliberal para generar sujetos que se autoexplotan (4). Al final –escribe– es el neoliberalismo, y no el comunismo, el que elimina la lucha de clases, aunque no como consecuencia de una victoria proletaria sino por vía de la individuación de las responsabilidades. “Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda al sistema. En esto consiste la especial inteligencia del régimen neoliberal. No deja que surja resistencia alguna contra el sistema. En el régimen de explotación ajena era posible que los explotados se solidaricen y juntos se alcen contra el explotador. En el régimen de la autoexplotación uno dirige la agresión contra sí mismo. Esta autoagresividad no convierte al explotado en revolucionario, sino en depresivo”.
Mi tesis es que la apuesta al emprendedorismo tiene un límite. Por más empuje que tenga, el emprendedor no opera en el vacío sino en ciertas coordenadas de tiempo y espacio. En el caso que nos ocupa, es decir el de la Argentina pos-kirchnerista, esas condiciones restringen las posibilidades a un sector limitado de la población: pretender que un joven del tercer cordón del conurbano críe una vaca en el fondo de su casa, fabrique dulce de leche gourmet, lo envase con una etiqueta de diseño y lo exporte a Europa del Este, o que un campesino chaqueño que practica la agricultura de subsistencia deje el arado y se sumerja en su laptop a diseñar una puntocom, resulta, por decirlo de algún modo, excesivamente idealista. Sucede que los genios innovadores requieren inicialmente autoconfianza, talento y… capital, como demuestran sin ir más lejos las experiencias de Zuckerberg y Jobs, que en ambos casos contaron con unos miles de dólares facilitados por sus familiares o amigos para iniciar sus negocios, suma inalcanzable para la mayoría de los 40 millones de argentinos a los que Macri quiere convertir en emprendedores.
El peligro es concreto. Bajo un gobierno al que evidentemente le cuesta mirar más allá de su clase social, el discurso pro-emprendedor corre el riesgo de derivar en la inacción estatal respecto de su versión pobre, castigada y tercermundista, el cuentapropismo, que hoy “emplea” a uno de cada cinco trabajadores. Como el psicoanálisis y los viajes iniciáticos a Machu Picchu, el emprendedorismo es una apuesta que en el mejor de los casos se limita a la clase media.
1. Diego Pereyra, “Notas para una sociología de la cultura emprendedora”, en Simón González y Eduardo Matozo, Creatividad e innovación aplicadas al desarrollo emprendedor: experiencias de la Red Latinoamericana de Buenas Prácticas de Cooperación Universidad Empresa, Universidad Nacional del Litoral, 2013.
2. Jobs, de Matt Whiteley (2013), y La red social, sobre Zuckerberg, de David Fincher (2010).
3. Ernesto Seman en www.panamarevista.com
4. Byung-Chul Han, Psicopolítica, Herder Editorial, 2013.
Le Monde diplomatique Nº 202 - abril de 2016