A tontas y a locas
El discurso económico oficial desbarrancó. Por oficial se entiende no sólo al de los economistas de gobierno, sino al inmenso aparato mediático paraoficial y la casi totalidad de las consultoras de la city. La UTE que actualmente administra los destinos de la economía, como lo recordó el siempre humilde economista massista Roberto Lavagna, reflotó no sólo las políticas, sino también el discurso de la dictadura y de los ‘90 y prometió que, tras la sangre, el sudor y las lágrimas de las transferencias desde los asalariados hacia el campo y las finanzas, llegaría, sin mayor demora que un semestre, la buenaventura. Decían que bastaba apenas con la “salida exitosa del cepo”, la apertura del mercado financiero y el cambio de precios relativos.
Sin embargo, no había ninguna señal en el modelo económico iniciado, como tampoco lo había en la segunda mitad de los ‘70 y en los ‘90, que permitiera prever una mejora. Todo lo contrario, la recesión provocada fue de cajón. La descripción realizada por el oficialismo sobre el comportamiento que seguirían las variables macroeconómicas fue notablemente equivocada. Los errores cometidos fueron innecesarios en tanto existen instrumentos probados para no cometerlos: la teoría económica y la historia. Dicho de otra manera, las políticas aplicadas, en Argentina, en la China o en Europa; en la década del ‘40, en la del ‘60 o en el presente, conducen siempre e inevitablemente a una recesión. Y ni hablar de las políticas de endeudamiento en divisas sin la contrapartida de actividades generadoras de dólares para su repago.
A punto de terminar noviembre y de completarse el primer año de gobierno, la contracción de la actividad no se morigeró. La caída del PIB 2016 rondará el 3 por ciento con resultados todavía peores para los indicadores sociales; con aumento acelerado del desempleo y la pobreza, un sufrimiento social innecesario. Resultan llamativas las piruetas de los economistas profesionales para explicar por qué no se cumplieron sus previsiones falsas derramadas en infinidad de declaraciones. Las expresiones van del “desconcierto” a la “sorpresa”.
El economista chileno Fernando Fajnzylber explicaba a comienzos de los ‘90 que el crecimiento económico servía de “flexibilizador social” aun en el caso de que la equidad en la distribución del ingreso no mejorara. La razón, argumentaba, es que entre los más desfavorecidos un entorno de crecimiento siempre mantiene la esperanza en que “las cosas irán mejor”. Si el razonamiento intuitivo de Fajnzylber es verdadero y se induce una recesión con distribución regresiva del ingreso, la sociedad debería volverse más “inflexible”. Hoy el oficialismo comienza a enfrentar las consecuencias de haber creado expectativas falsas. Por ahora el oportunismo de algunos movimientos políticos que trabajan entre los sectores más informales contribuyó a aquietar un malestar que, sin embargo, se expande también entre los sectores medios y llega incluso a muchos sectores industriales que hasta hace poco se mostraban todavía entusiasmados con el oficialismo. El gobierno sabe que si en los próximos meses no se produce un cambio de tendencia en la evolución del PIB, el encantamiento que lo llevó al poder hace apenas un año podría estallar por los aires.
Por su parte, la oposición massista, la misma que dice que las políticas oficiales conducen al colapso después de haber brindado su apoyo a todas y cada una, propone profundizar todavía más las transferencias a la porción superior de la pirámide social por la vía de los cambios en el impuesto a los ingresos, mal llamado “a las Ganancias”, modificaciones que suponen un costo fiscal de 48.000 millones de pesos anuales, es decir; casi 5,8 veces más que el costo estimado de la “emergencia social”, unos 25.000 millones, pero en 3 años.
Mientras tanto, en el micromundo del policéfalo equipo económico pareciera que sólo existe la discusión banal por el nivel de la tasa de interés, cuando lo que en realidad entró en crisis es el aparato productivo. Sectores ideológicamente cercanos al gobierno se concentran en las críticas predecibles a la suba del déficit fiscal, mal leído como un aumento del Gasto y no como lo que realmente es, la consecuencia de la combinación letal entre contracción de la actividad y eliminación de ingresos. En paralelo, el azoramiento por una economía en caída libre, que no responde según lo esperado, dio lugar a las consultas con economistas de otras fuerzas. Si bien no existieron mayores resultados de estos encuentros, salvo la dura crítica solitaria de Lavagna, la sola existencia de las reuniones revela el grado de preocupación por el deterioro de las expectativas cuando se aproxima el año electoral. También la inseguridad conceptual.
El fracaso del primer año, en términos de agregados macroeconómicos antes que de transferencias, parece llevar a revisar la teoría. Por ahora se extiende entre los propios el consenso de la necesidad política de recurrir a lo que llaman despectivamente populismo, que no es otra cosa que la reactivación “kirchnerista” del consumo. La idea es rara. Parece decir, “hagamos populismo hasta ganar las elecciones de medio término y después sí apliquemos la política en la que realmente creemos”, que no es otra que el ajuste permanente, como si conseguido el objetivo electoral los problemas se despejasen o como si la política que no funcionó en 2016 mágicamente comenzará a funcionar en 2018, cuando además deberán sumarse los intereses anuales de 100 mil millones de dólares de nueva deuda y un clima social menos receptivo al discurso evangélico de la alegría.
Visto desde fuera, no está claro si se trata de un súper pragmatismo de corto plazo de la UTE gobernante, de laxitud de convicciones o de simple insolvencia técnica.
Suplemento CASH de Página/12 - 27 de noviembre de 2016