Un abrazo Marcelo
Era frío al primer contacto, nunca hostil pero distante. Se ablandaba sin embargo con el humor, gozaba del ingenio y nada le gustaba más --salvo el whisky y el básquet-- que un razonamiento inteligente. Era sobre todo un fanático de la argumentación racional, dispuesto a escuchar cualquier punto de vista si partía de una premisa correcta, si se desplegaba de una manera lógica y estaba bien fundamentado. No era, sin embargo, un hiperpragmático ni un posmoderno.
Desde sus primeros pasos en el periodismo profesional tras recibirse de economista en la UBA, Marcelo Zlotgwiazda defendió --en sus notas, sus libros y sus editoriales en radio y televisión-- la idea de una sociedad más justa, con más oportunidades, menos cruel con los pobres y los excluidos. Como en lugar de gritar “justicia social” prefería hablar de progresividad impositiva muchas veces podía pasar por indiferencia lo que en verdad eran un conjunto de ideas consistente y apasionado.
Hasta que Marcelo irrumpió con su voz singular, el periodismo argentino, anestesiado aún por la represión de la dictadura, enfocaba los temas económicos en términos de variables: tanto déficit fiscal, tantas exportaciones, tanta inflación. Como suele recordar Ernesto Tenembaum, Marcelo rompió con ese periodismo de planilla --hoy diríamos de Excel-- para ponerle nombre y apellido. Primero en las revistas El Periodista y El Porteño y después en Página/12, habló de corporaciones, embajadas, sindicalistas y, de una manera inconcebible hasta el momento, de empresarios. Encarnó la economía en personas y al hacerlo echó luz sobre los valores, los intereses y las miserias.
El éxito en la gráfica lo llevó naturalmente a la radio y la televisión, donde lo conocí hace diez años, primero como entrevistado ocasional de sus programas y después como columnista, en Radio del Plata y luego en C5N. Llevaba Marcelo ya tres década de protagonizar la primera línea de los medios audiovisuales, había ganado todos los premios posibles, había liderado el rating, lo habían censurado y había vuelto a empezar (en fin, había hecho todo lo que un periodista de éxito puede hacer) y sin embargo tenía un manejo notable del yo. No conozco un periodista capaz de manejar mejor el ego: tenía la autoestima necesaria para sentarse todos los días frente a un micrófono pero nunca caía en el narcicismo de los inseguros y los genuflexos.
A su estilo racional, Marcelo sabía tomar riesgos, usar su prestigio para que las autoridades del medio en el que trabajaba aceptaran una nota o una entrevista que interfería con alguna cosa. En el mundo del minuto a minuto, estaba dispuesto a ir contra su propia audiencia --o contra lo que se suponía que era su audiencia-- y arriesgar mediciones y público si le gustaba una idea. No era un kamizaze ni un provocador pero sí alguien que se aburría si tenía que decir todos los días lo mismo.
Llevaba años en el lodo de los medios y había logrado no enchastrarse nunca: aprendí mucho viendo cómo se manejaba en el día a día de la polarización y las operaciones, intercambiando ideas sobre tal o cual cosa, tratando de entender posiciones y buscando la propia. Lo guiaban sus ideas, su racionalidad y el rigor con el que encaraba las cosas. Y estaba dotado, en el mar de individualismos que es por definición el periodismo, de una tremenda generosidad. Exigente y desprovisto de paciencia para las imprecisiones, fue también generoso con los que trabajamos con él, nos abrió espacios, confiaba. Cuando Del Plata se desmoronaba y los pagos llegaban desordenados lo vi discutir a los gritos con un gerente de la radio para que le aceleraran el cheque a un columnista que debía las expensas.
Diez días atrás festejamos su cumpleaños. Hablamos varias veces después pero aquella noche fue la despedida. Estaban sus amigos de siempre, del colegio y de la vida, sus amigos del periodismo y por supuesto su familia de mujeres, a las que quería más que a nada. Lo busqué antes de irme, después de haber llorado a mares, pero no le dije nada: una década hablando varias veces por semana y no se me ocurrió qué decirle, creo que a él tampoco. “¿Te divertiste?”, me preguntó. “No”, le respondí. Se río y me agarró, dos fríos medio borrachos abrazándonos en la madrugada.
Página/12 - 16 de octubre de 2019