Un nuevo consenso de Washington

Gabriel Merino


El Consenso de Washington ha muerto. A pesar de que en América Latina muchas fuerzas políticas e intelectuales aún no se hayan enterado o les duela reconocerlo, en Washington quedan pocos adeptos a las ideas neoliberales más puras —aunque es cierto que también hay mucho camuflaje. Cotizan a la baja la llamada “ortodoxia” neoclásica, la creencia de que cuanto más desregulación mejor, o sobre la eficiencia y eficacia de los mercados autorregulados. También las utopías globalistas que emanaban de Wall Street y Londres.

¿Viva un “Nuevo Consenso”? Eso busca impulsar la administración de Joseph Biden y algunos de sus cuadros principales. Veamos de qué se trata.

El quiebre de la hegemonía estadounidense no quiere decir que sus fuerzas estatales, sus grupos de poder y sus fracciones de capital dominantes de escala global, no constituyan todavía el principal polo de poder en el escenario mundial, aunque en un acelerado declive relativo. En esta nueva etapa histórica de “caos sistémico” —crisis del viejo orden mundial, disputas entre grandes potencias, estancamiento económico y transición sistémica— dichas fuerzas intentan recuperar la hegemonía o, al menos, evitar el ascenso de los polos emergentes y el acelerado cambio en el mapa del poder. Y para ello deben plantear una reconfiguración estratégica acorde a un nuevo escenario.

Este intento de reconfiguración estratégica, que a nivel estatal apunta hacia adentro de los Estados Unidos, con serios problemas de integración a nivel político y social, como también hacia afuera, puede leerse con total claridad en un reciente discurso del Asesor de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, Jake Sullivan, quien propone abandonar el viejo “Consenso de Washington” de los años 90’ y forjar un Nuevo Consenso ante el fracaso y las consecuencias negativas del anterior.

Sus palabras sintetizan bastante bien algunos de los ejes centrales del proyecto político de la administración demócrata y de las fuerzas políticas liberales de Occidente,. Estos ejes se vienen desarrollando desde la administración de Barack Obama post quiebre de económico mundial a partir de la crisis de 2008-2009 y cobraron un nuevo impulso con la administración Biden.

En otras palabras, lo que quiero decir es que no se trata sólo un discurso de coyuntura de un funcionario de ocasión o ejes de un relato para reconstruir la legitimidad perdida por el llamado establishment, sino que dichas ideas están en relación a algo más profundo: se trata de un replanteamiento estratégico de las propias fuerzas “globalistas”, cuyo proceso de elaboración tiene ya varios años, aunque sus resultados sean magros, debido a la naturaleza de las propias contradicciones que contiene.

Vaciamiento industrial

Uno de los planteos centrales del discurso de Sullivan es que, al igual que denuncia el Trumpismo, “la base industrial de Estados Unidos ha sido vaciada”. Y que además, en relación a dicho vaciamiento, se “erosionó la competitividad en tecnologías críticas que definirían el futuro”. Esto, obviamente, presenta un gran problema estratégico para el viejo hegemón.

Para entender el problema estratégico que se plantea me tomo el atrevimiento de volver a citar un párrafo del general chino retirado Qiao Liang, autor del famoso libro “Unrestricted Warfare [Guerra Irrestricta]” publicado en 1999, de una entrevista que le hicieran en 2020 durante la Pandemia y publicada en español por Dangdai.

“[Estados Unidos] ha abandonado su industria manufacturera de gama baja y se ha transformado gradualmente en un país de industrias fantasmas. Si el mundo está en paz y todo el mundo está en paz con los demás, no hay ningún problema. Los EE.UU. imprimen dólares para comprar productos de todo el mundo, y todo el mundo trabaja para los EE.UU. Todo eso está muy bien. Pero en caso de epidemia o guerra, ¿puede un país sin industria manufacturera ser considerado un país poderoso? Aunque los Estados Unidos sigan teniendo alta tecnología, dólares y tropas estadounidenses, todas estas cosas necesitan apoyo en términos de fabricación. Sin la manufactura, ¿Quién apoyará a su alta tecnología? ¿Quién apoyará a su dólar? ¿Quién apoyará al ejército estadounidense?”.

Frente a ello, Sullivan enfatiza en la centralidad de la inversión pública para el desarrollo, denostada en el auge neoliberal, y apunta sobre una cuestión que se enfrenta (por extrema necesidad) a uno de los principios sacrosantos de los exégetas del gran capital: los mercados no necesariamente asignan el capital de forma eficiente y productiva. Una verdad evidente en el capitalismo histórico, que se exacerba en tiempos de financiarización, y donde ahora el “rival sistémico” —China con su modelo de “socialismo de mercado”—  tiene una ventaja crucial al tener en el núcleo de su economía grandes conglomerados estatales. Estas empresas, junto con un sistema financiero dominantemente público y una burocracia muy eficiente que ha alcanzado un nuevo nivel en su capacidad de gestión, permiten a Beijing contar con una enorme capacidad  planificación estratégica para el desarrollo, para orientar la inversión en función de objetivos y necesidades fundamentales, a la vez que juega bajo la restricciones de eficiencia que impone la lógica de mercado. Según algunos autores, se desarrolló en China una “economía del proyectamiento” con ventajas claras sobre el capitalismo occidental.

Probablemente ello lleve a Sullivan a afirmar que: “La visión de la inversión pública que había dinamizado el proyecto estadounidense en los años de la posguerra -y, de hecho, durante gran parte de nuestra historia- se había desvanecido [para Sullivan ahora eso ha cambiado]. Había dado paso a un conjunto de ideas que defendían la reducción de impuestos y la desregulación, la privatización por encima de la acción pública y la liberalización del comercio como un fin en sí mismo. Toda esta política se basaba en un supuesto: que los mercados siempre asignan el capital de forma productiva y eficiente (…) Nuestra capacidad industrial -fundamental para que un país pueda seguir innovando- ha sufrido un auténtico golpe.”

Obviamente que, como el propio Sullivan reconoce, esto tampoco es tan así. Es decir, en los países centrales, a diferencia de los periféricos, las políticas neoliberales se aplicaron sin dejar de fortalecer capacidades estatales estratégicas, como en el ámbito de la defensa y la seguridad o impulsando el desarrollo tecnológico. Como él reconoce,  “Incluso cuando el término ‘política industrial’ pasó de moda, de alguna forma siguió trabajando silenciosamente para Estados Unidos, desde DARPA (Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa) e Internet, hasta la NASA y los satélites comerciales.” Además, tampoco se puede olvidar que más allá de ciertos relatos ideológicos “emprendeduristas”, después de 1945 y durante la etapa dorada de la hegemonía estadounidense, entre el 45% y 60% del gasto en investigación y desarrollo en EE.UU. provino del Estado.

Así y todo, los números que arroja Sullivan para sostener sus argumentos y planear la necesidad de avanzar hacia otro nivel de impulso estatal —hacia lo que él denomina una Estrategia Industrial Estadounidense Moderna— resultan contundentes: EE.UU. produce sólo el 4% del litio, el 13% del cobalto, el 0% del níquel y el 0% del grafito, lo cuales son los minerales fundamentales de la transición energética en curso (que incluye la fabricación de vehículos eléctricos). En contraste, más del 80% de los minerales críticos son procesados en China. También observa que Estados Unidos fabrica ahora sólo alrededor del 10% de los semiconductores del mundo (China 15%), y la producción -en general y especialmente cuando se trata de los chips más avanzados- se concentra geográficamente en otros lugares.

A ello podemos agregar que, a pesar de la promocionada Tesla, la ventaja de China en la rama de vehículos eléctricos es contundente: el mercado chino de EVs es el más grande del mundo (prácticamente la mitad) y son sus propias empresas las que lideran con un 36% la producción a nivel global. Este último punto está relacionado con otro de los desafíos que menciona: “la aceleración de la crisis climática y la urgente necesidad de una transición energética justa y eficiente”, que en realidad parece estar siendo liderada por los países principales de Asia Pacífico —quizás de la misma forma que Occidente dominó la energía proveniente de los hidrocarburos (carbón y petróleo) cuando conquistó la cima del poder mundial.

Cambia todo cambia…

En Argentina se llegó a hablar de “Juan Domingo” Biden (en referencia a Juan Domingo Perón) por el acento del mandatario estadounidense en cuestiones como la necesidad de recuperar la industria nacional, tener un movimiento sindical fuerte como elemento central en la lucha contra la desigualdad y para recuperar la clase media, o por considerar a la inversión pública como herramienta fundamental para el desarrollo. Con claridad, una perspectiva opuesta a los lineamientos neoliberales y que va mucho más allá de la famosa “Tercera Vía” con la que el globalismo de fines de los años 90’ intentó un cierre hegemónico neoliberal con matices socialdemócratas, adoptando cierto reformismo en materia de derechos humanos, ambiente, género y cuestiones étnicas, pero sin tocar la ortodoxia económica.

Si el progresismo liberal se entusiasmó con Biden, el conservadurismo nacional lo hizo con el magnate Donald Trump por su anti-globalismo, su nacionalismo occidentalista reaccionario y la política de protección industrial “neohamiltoniana”. Sin embargo, y más allá de que cada quien busque legitimar su propia posición, el problema es que cuando se mira al Norte perdiendo de vista la cuestión centro-periferia, el lugar que ocupa cada actor en el sistema mundial y la naturaleza estratégica de dichas propuestas en el escenario actual, se pierde necesariamente la perspectiva y se termina festejando lo que en verdad quizás debería (pre)ocuparnos. Es decir, la clave es tener una mirada nacional, como afirmaba Arturo Jauretche, para evitar quedar atrapados en las antinomias entre globalistas y nacionalistas, entre liberales y conservadores del Norte. De lo contrario, seguiremos yendo al almacén con el manual del almacenero, aunque a diferentes mostradores.

Es probable que en este fenómeno en los Estados Unidos se exprese el movimiento pendular que observa Karl Polanyi en el capitalismo histórico: la oscilación entre etapas históricas de expansión del mercado y de la acumulación desenfrenada del capital, que impulsan procesos de descomposición del tejido social y comunitario y tienden a poner en crisis los fundamentos propios de la sociedad, frente a los cuales emergen reacciones contrarias de protección de la sociedad produciendo etapas que tienden a proteger el tejido social. También este movimiento puede corresponderse con un péndulo del lado del capital, entre momentos de impulso de la “oferta” y momentos de impulso de la “demanda”, de acuerdo al ciclo en que que se encuentre. Pero lo que resulta clave para nosotros en el Sur, es que ese movimiento pendular en el centro puede estar acompañado, al mismo tiempo, de una exacerbación del saqueo de la periferia para contrarrestar el declive o sostener las luchas hegemónicas.

Hacia 1925, en una Gran Bretaña en declive, con un imparable proceso de financiarización, desindustrialización y creciente malestar social, Keynes decía que: “No puedo permanecer insensible a lo que creo que es la justicia y el sentido común; pero la lucha de clases me hallará del lado de la burguesía ilustrada (…) En el terreno económico esto equivale a buscar una nueva política y unos nuevos instrumentos capaces de controlar y adaptar el juego de las fuerzas económicas, a fin de que no se opongan abiertamente a las modernas ideas de Justicia y estabilidad sociales”. Como él mismo señala, lo que intenta es una nueva respuesta hegemónica por parte de la burguesía ilustrada, que se diferencia tanto del trabajadores y sus luchas, como de la burguesía No ilustrada, aquella que no entendía el camino hacia el abismo en el que se insistía al no poder ver más allá de sus intereses corporativos. Tampoco proponía desarmar el imperio ni aplicar el keynesianismo más allá del centro metropolitano, sino avanzar en una reconfiguración imperial.

Lo que resulta muy claro de las palabras de Sullivan es que hay “un nuevo entorno definido por la competencia geopolítica y de seguridad con importantes repercusiones económicas”. Y esta es una clave fundamental de este Nuevo Consenso, en donde sobresale la idea de impulsar una Estrategia Industrial Estadounidense Moderna (la industria era cosa del pasado en las mal llamadas sociedades “post-industriales”), la cual está muy relacionada con la propuesta de la Secretaria del Tesoro Janet Yellen de avanzar hacia una Economía del Lado de la Oferta Moderna. La otra clave es que hay un fuerte problema interno a partir del incremento de la desigualdad y la caída de la clase “media” trabajadora, que horada la legitimidad política del régimen y alimenta una profunda grieta. Ambas cuestiones están articuladas.

En otros términos, el consejero de Seguridad Nacional entiende que Estados Unidos se dirige hacia el abismo si no abandona la estrategia neoliberal, en un mundo que atraviesa una etapa de competencia estratégica entre Estados y una exacerbación de la concurrencia Inter-empresaria, con un desplazamiento del poder del Atlántico Norte hacia Asia Pacífico e Índico —donde sobresale China. Y en buena medida, intenta sugerir que Estados Unidos debe adoptar ideas propias del llamado desarrollismo asiático. También entiende que el problema es que el mundo emergente no sólo ya no acepta las reglas escritas por el Norte Global y el Occidente Geopolítico sino que está construyendo sus propias reglas.

Problemas del Nuevo Consenso

Para problematizar la dramática relación entre la voluntad e intención de los actores y las condiciones históricas existentes, con sus tendencias fundamentales, resulta útil usar como ejemplo el intento de Hillary Clinton de impulsar una nueva Ruta de la Seda con centro en Afganistán cuando era Secretaria de Estado de Obama y ese país de Asia central estaba invadido por la OTAN y aliados. En los papeles sonaba muy bien, pero hoy nadie se acuerda de dicha propuesta mientras que la Iniciativa de la Franja y la Ruta lanzada por Beijing en 2013 ya suma más de 150 países y se ha convertido en uno de los ejes de la globalización con “características chinas”.

En esta línea, el Nuevo Consenso de Jake Sullivan y los intentos de reconfiguración estratégica de las fuerzas globalistas pueden sonar bien, pero chocan frente a importantes problemas.

El primero, es el ciclo de estancamiento económico relativo y financiarización en el que se encuentra Estados Unidos y el Norte Global —en contraste con la expansión real China y Asia Pacífico. Si no cambia esa condición estructural, no hay ninguna posibilidad de encabezar una estrategia regional. En este marco, además, resulta difícil que el gran capital, donde prima la búsqueda de ganancias, aumente masivamente la inversión industrial y productiva dentro de los Estados Unidos y en los países del G7, salvo en aquellos eslabones en el que son competitivos globalmente. Además, este plan implicaría que los propios globalistas (ex) neoliberales se enfrenten al gran capital financiero transnacional, es decir, al sujeto que expresan. Ello requiere algo más que incentivos. Por otro lado, hay que ver hasta dónde pueden llegar los niveles de dichos incentivos, como los de protección industrial, que aumentan los costos internos. Y ello implica reforzar la política hacia adentro, lo cual se contradice con el intento por recuperar el lugar de conducción de la economía mundial —espacios en los que va a seguir avanzando China. Tampoco es tan sencillo intentar desarmar las cadenas globales de valor, lo que llevaría a una profunda estanflación mundial, agudizando las tendencias actuales.

Por otro lado, este tipo de política hacia adentro, como ya vimos con Trump, lleva a chocar con los países del Norte Global, los Estados aliados. Las fuerzas globalistas apuntan a una geoestratégia que procure construir un Gran Occidente, una unidad geopolítica del Norte Global representado en el G7 para enfrentar el desafío sistémico de los poderes emergentes, como vimos en una nota anterior. Pero el problema es el lugar a ocupar por los “aliados” o “protectorados prósperos” de los Estados Unidos, que desde hace más de una década están pagando costos cada vez mayores de la falta de autonomía estratégica.

Como observa el propio Guideon Rachman en un artículo del Financial (6/6/2023) sobre el discurso de Sullivan, los aliados de Washington temen justamente que lo que no estuvieron sobre la mesa del consejero fueron sus intereses, más allá de haber sido nombrados con retórica insistencia. Un ejemplo son los suculentos subsidios por cientos de miles de millones de dólares establecidos en la Ley de Reducción de la Inflación resaltado por Sullivan, que perjudican claramente a Europa y Japón, aunque estén abiertas las negociaciones para amortiguar los costos. Otro ejemplo es el mayor gasto que deban hacer en defensa para sostener la guerra mundial híbrida contra los centros emergentes, pero que fluye hacia el complejo Industria Militar del Pentágono y debilita aún más los grados de autonomía relativa.

Además, el problema es que la persecución de los objetivos de los EE.UU. perjudiquen más aun los intereses de los propios aliados, como se observa en torno al conflicto en Ucrania: están haciendo un enorme negocio las empresas de armamento estadounidense y la industria gasífera (que hace años buscaba ser el gran abastecedor de gas a Europa en detrimento de Rusia) pero ello es a costa de buena parte de la competitividad de la industria alemana o de una mayor integración estratégica del continente.

En este sentido, también preocupa la política de guerra híbrida contra China y las enormes presiones de Washington a sus ‘aliados y socios’ para que las adopten en detrimento de sus intereses. Ya analizamos en una nota anterior cómo los europeos y Japón resistieron contra la política de “desacople” (decoupling) para implementar la de “disminución de riesgos” (de-risking), que recoge por ahora el propio Sullivan. También presionaron para ello las propias transnacionales estadounidenses, que analizan como algo catastrófico para sus intereses un posible desacople con China que representa casi una quinta parte de la economía mundial.

Por otro lado, un Norte Global más “unido” frente a las tendencias declinantes, con Alemania y Japón soportando los costos de su condición de “protectorados”, generará mayores preocupaciones y tensiones para el Sur Global, presionados para avanzar en alineamientos que van en contra de sus intereses. Más allá del lanzamiento de  iniciativas como la Asociación para la Inversión y la Infraestructura Global (Partnership for Global Infrastructure and Investment—PGII) o el relanzamiento de los organismos financieros multilaterales para que actúen verdaderamente como bancos de desarrollo, lo cierto es que la política real del Norte Global sigue enfocada en buscar disciplinar a los emergentes bajo los parámetros del Consenso de Washington —como claramente se observa en el FMI—, que el propio Sullivan critica y advierte sobre sus consecuencias.

El discurso de Sullivan apunta a crear un Nuevo Consenso de Washington, en contraste con el de los 90′ que estableció los lineamientos de la globalización neoliberal. Pero si el primero expresó el auge del mundo unipolar, este intenta ensayar una respuesta al declive relativo. Y por más que Sullivan apunte hacia otro lado, suena más parecido al “Estados Unidos Primero” de Trump, que a un retorno del desarrollismo de la posguerra. En el mejor de los casos, si llega a tener un relativo éxito a nivel interno  probablemente ello sea inversamente proporcional a su capacidad para reconstruir su papel de hegemón, por las contradicciones que ello conllevará con sus aliados tradicionales y, más aún, con los países del Sur Global.

Al igual que el trumpismo, el asesor demócrata proclama ahora volver a impulsar la industria, proteger y subsidiar sectores estratégicos, recuperar la “clase media” trabajadora, aumentar inversión pública como herramienta clave para el desarrollo productivo y sostener la guerra tecnológica con China en nombre de la seguridad nacional. Ahora estamos viendo cómo el neoliberalismo y la ortodoxia “librecambista” y “derregulacionista” no sólo fueron abandonados por las fracciones industrialistas retrasadas y los grupos de poder asociados, sino también por las fuerzas globalistas. Toda una expresión de la crisis de hegemonía.

- Gabriel Merino, Sociólogo y doctor en Ciencias Sociales. Investigador Adjunto CONICET - Instituto de Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales, UNLP. Profesor en UNLP y Universidad Nacional de Mar del Plata. Miembro del Instituto de Relaciones Internacionales y Co-coordinador de "China y el mapa del poder mundial", CLACSO.

 

Avión Negro - 13 de julio de 2023

Noticias relacionadas

Claudio Katz. En el primer semestre del gobierno se reforzó la apuesta antipopular de la clase dominante, pero...
Plan Fénix. Nuestra economía se ha caracterizado, en las últimas décadas, por su insuficiente tasa de inversi

Compartir en