Un satélite para mi país

Daniel Schteingart, Andrés Tavosnanska


Para superar los péndulos productivos y distributivos que han caracterizado la historia económica argentina, el nuevo gobierno deberá resolver la falsa antinomia entre recursos naturales, industria y servicios. Países como Canadá, Finlandia o Dinamarca confirman que es posible congeniar los tres sectores exitosamente.

El balance productivo de los últimos cuatro años es triste. Alberto Fernández asumió con un PIB per cápita y cifras de pobreza parecidos a los de 2007 y con un profundo retroceso en materia productiva. Salvo pocas excepciones (como el agro y los SBC –servicios basados en el conocimiento–), la mayoría de los sectores se contrajeron durante la gestión de Mauricio Macri. En particular, la industria fue uno de los más afectados, con un repliegue de la producción del 14%. Este panorama es doblemente grave si tenemos en cuenta que el período 2011-15 fue de estancamiento económico. De este modo, el país está a punto de culminar otra década perdida.

Sin embargo, hay luz al final del túnel. No olvidemos que, en 2002, el entramado productivo se encontraba en ruinas y poco después logró un dinamismo inédito en décadas, revirtiendo rápidamente el deterioro de fines de los 90. Para que Argentina pueda encontrar un sendero de desarrollo sustentable, la macroeconomía es fundamental. Pero también lo es la dinámica de nuestra estructura productiva. A continuación, nos centraremos en el punto de partida actual, para pensar algunas posibles estrategias de desarrollo productivo.

Cuatro dimensiones del desarrollo

Pensar en el desarrollo de largo plazo y en qué sectores se quiere fomentar implica analizar cuatro dimensiones fundamentales de nuestra economía. La primera es la externa: cuántas divisas nos provee (o nos ahorra) la existencia de un sector. Esta dimensión es crucial, porque allí se dirime el crecimiento y la estabilidad macroeconómica del país. La principal explicación de que Argentina haya perdido una década en materia económica tiene que ver con los dólares: hemos sido incapaces de lidiar con la restricción externa (la escasez de divisas que termina por generar devaluaciones que empobrecen al grueso del país y achican la producción).

La segunda dimensión es la del empleo: cuánto potencial tiene un sector para generar empleo y así generar inclusión social y movilidad social ascendente. Por ejemplo, la minería o la soja tienen un potencial mucho mayor en la primera dimensión comparada con la segunda, en tanto que muchas industrias mercado-internistas (calzado, indumentaria) en la segunda.

La tercera dimensión tiene que ver con la tecnología: cuál es el potencial que tiene un sector para impulsar el desarrollo tecnológico (y la productividad) del país y para derramar esos avances sobre otros sectores a partir de encadenamientos productivos. La dimensión tecnológica es fundamental, ya que sin modernización productiva y aumento de productividad es imposible ser competitivos con salarios altos. Por ejemplo, sectores como los SBC o las industrias con mucha intensidad de I+D (piénsese en la satelital, la nuclear o la farmacéutica) puntúan alto aquí.

Por último, la cuarta dimensión es la territorial y tiene que ver con cuánto potencial tiene un sector para desarrollar las regiones periféricas del país. Por ejemplo, el turismo –o ciertas industrias que emergieron con regímenes de promoción regional, como las manufacturas de San Luis– se destacan aquí.

El fallido Plan Australia

Son varias las causas que confluyeron en la crisis actual, aunque una muy importante es el modelo de desarrollo que adoptó el macrismo cuando asumió, y que se conoció como “Plan Australia”. La idea detrás de esta visión era que Argentina debía replicar el sendero de desarrollo australiano desde los 70 para acá. En particular, lo que le interesaba al gobierno saliente era el modo por el cual Australia había pasado de ser una economía semicerrada a una abierta, lo que le permitió seguir creciendo sostenidamente (Australia había crecido antes de los 70 y siguió haciéndolo después), fortalecer su especialización en materias primas y servicios complejos y soltarle gradualmente la mano a su industria, la cual había florecido a lo largo del siglo XX al calor de un modelo proteccionista.

Inspirándose en Australia, para el macrismo abrir la economía argentina implicaba una apuesta por los recursos naturales (agro, energía, minería e hidrocarburos) más algunos servicios (turismo y los SBC, como por ejemplo software). La industria, más que como la solución al desarrollo, fue concebida como “el problema”, y como un actor con alto poder de lobby para mantener un mercado interno cautivo a expensas de los consumidores y la competitividad nacional. Dado que la industria es heterogénea, esta acusación recayó sobre todo en aquellos sectores intensivos en mano de obra incapaces de competir con Asia (textil, confección, calzado o electrónica), y no sobre la agroindustria, vista con potencial para que el país pasase a ser “el supermercado del mundo”.

Pero Argentina no es Australia, y el macrismo pecó de excesiva confianza en su modelo de país. La Australia de los 70 tenía muchos rasgos diferentes a los de la Argentina actual, a los cuales el gobierno no prestó atención. Primero, cuando Australia tenía el PIB per cápita que tiene Argentina hoy (a fines de los 60), ya gastaba el 1,1% del PIB en investigación y desarrollo (con más del 70% financiado por el Estado). Segundo, Australia siempre fue un país notoriamente más igualitario que el nuestro. Tercero, Australia tiene una densidad demográfica cinco veces menor a la nuestra, lo cual le da una dotación de recursos naturales ampliamente superior. Cuarto, Australia gozó históricamente del apoyo geopolítico de Gran Bretaña y Estados Unidos, lo cual le permitió financiar cuantiosos déficits de divisas sin mayores problemas. Argentina, en cambio, invierte en I+D la mitad de lo que invertía la Australia de los 60, tiene muchos menos recursos naturales y es, en términos geopolíticos, un país irrelevante.

Del marketinero “Plan Australia”, sólo la parte destructiva orientada contra la industria fue exitosa. Los “sectores elegidos” también se vieron afectados por la incapacidad del gobierno saliente, dado que sufrieron las universidades públicas que forman trabajadores del software, las empresas de hidrocarburos con el cambio constante de políticas de precios y promoción, o el Instituto Nacional de Tecnología Agraria (INTA) por el desfinanciamiento. Al final, la apertura generó un déficit de cuenta corriente que superó el 5% del PIB, no llovieron las prometidas inversiones y el país pudo crecer sólo durante los pocos meses que duró la burbuja del endeudamiento externo.

Diversificación

Hace décadas que Argentina es volátil en términos macroeconómicos. En el largo plazo, este péndulo es pernicioso ya que genera incertidumbre y comportamientos defensivos que obstaculizan las inversiones, especialmente las de largo plazo en conocimiento. El resultado ha sido un crecimiento raquítico desde los 70.

Detrás de esta crónica volatilidad hay dos conflictos no resueltos. El primero es el péndulo distributivo: desde los 40, Argentina ha sido incapaz de mantener en el tiempo un rumbo distributivo sostenido, lo cual se ha plasmado en ciclos de distribución progresiva acelerada que terminan siendo insostenibles, y que dan lugar a ciclos redistributivos regresivos. Cuando el dólar se abarata, se produce una distribución más progresiva y los trabajadores ganan peso en el producto; cuando el dólar se encarece por medio de una devaluación, ocurre lo contrario.

El segundo conflicto no resuelto es el péndulo productivo, ligado a qué debe producir y exportar Argentina. Los ciclos progresivos en general han sido acompañados por modelos productivos que tendieron a fomentar la industria que vende al mercado interno y que descuidaron el frente exportador. Ahí ha residido su punto débil: financiar la mejora de vida de los trabajadores requiere de dólares, y si se hacen políticas anti exportadoras (como cerrar las exportaciones de carne) esos dólares menguan. Por su parte, los ciclos regresivos han tendido a ir de la mano de modelos productivos centrados en los recursos naturales y, particularmente, en el agro.

Una de las claves del nuevo gobierno será lograr suavizar tanto el péndulo distributivo como el productivo. El acuerdo social entre trabajadores y empresarios es fundamental para el primero; dejar de pensar que los recursos naturales y la industria son antagónicos es clave para el segundo. Si Australia es la versión idealizada de la especialización en recursos naturales, Canadá, Finlandia o Dinamarca aparecen como casos que muestran que es posible congeniar el sector primario con el industrial y los servicios exitosamente. A modo de ejemplo, Canadá está especializada en materias primas como hidrocarburos, minerales, madera y alimentos (pescado, trigo, oleaginosas) manufacturas (autos, aviones, fertilizantes o motores) y servicios intensivos en conocimiento (informáticos, financieros y empresariales). Algo similar ocurre en países como Finlandia o Dinamarca. En los tres casos, los países comenzaron especializándose mayormente en recursos naturales, y con el correr de las décadas se fueron diversificando hacia otros sectores, sin que ello implicara un abandono total de la especialización en el sector primario.

¿Hacia dónde ir entonces?

El éxito de Alberto Fernández depende de que las exportaciones crezcan rápido. Dada la estructura productiva actual, al menos el 80% de ese incremento tiene que provenir de la explotación de recursos naturales: por ello es clave la expansión de la producción agrícola, Vaca Muerta y la minería (incluyendo el litio). A eso se pueden sumar las carnes de vaca y cerdo, que tienen una gran oportunidad.

Alrededor de cada complejo exportador existe el desafío de reforzar los encadenamientos, mediante el desarrollo de proveedores especializados, en algunos casos, y el procesamiento de los recursos naturales, en otros. Por ejemplo, el complejo industrial y de servicios ligado al agro (con sus empresas de maquinaria agrícola, semillas, biotecnología, agrotech o fertilizantes) tiene mucho por aportar. El desarrollo de estos sectores –hoy incompleto– permitiría ahorrar divisas, generar empleo de calidad, desarrollar tecnología nacional y también economías regionales, satisfaciendo las cuatro problemáticas del desarrollo mencionadas más arriba.

De forma análoga, la industria de equipos para el sector energético tiene mucho potencial. Tenemos empresas que hacen turbinas, generadores, torres, transformadores, conductores, todas las partes fundamentales de los parques eólicos y represas hidroeléctricas. Con un marco regulatorio adecuado para la incorporación de nueva potencia eléctrica y la demanda que puede proveer YPF Luz, se podría dar el impulso necesario para desarrollar la cadena de valor.

Vaca Muerta hoy se desarrolla con el trabajo de cientos de empresas argentinas con altas capacidades. Con políticas de “compre nacional” desde YPF y en colaboración con Y-TEC el sector brinda una oportunidad única para desarrollar proveedores globales de la industria petrolera (como hizo Noruega). Asimismo, los excedentes de gas que surgen de Vaca Muerta podrían ser valorizados como combustible para los autos, traccionando la industria nacional de GNC. En un contexto en donde el precio de la nafta es prohibitivo para muchas familias, serviría además para bajar el costo de vida. Con la producción de gas en aumento, se podrían consolidar sectores industriales que demandan mucha energía, como la petroquímica, y exportar gas natural licuado.

En el complejo forestal , las millones de hectáreas plantadas de bosques permiten apuntalar la industria de la celulosa, donde el país ya tiene capacidades.

Otros sectores importantes son el turismo y los SBC, que hoy son muy competitivos gracias a los salarios bajos en dólares. El turismo es un gran generador de mano de obra y de  desarrollo regional; asimismo, el anunciado impuesto del 30% al turismo en el exterior genera un fuerte incentivo para el desarrollo local de un sector que cuenta con un gran potencial dada la diversidad cultural y la belleza natural (mucha de ella subexplotada) de nuestro país. Pero para desarrollarlo sosteniblemente es clave la inversión en infraestructura para mejorar la conectividad, instalar la marca país en el exterior y garantizar el cuidado paisajístico y ambiental.

Los SBC muestran dificultades para continuar creciendo luego de haber pasado la etapa inicial donde contaban con abundantes profesionales desocupados o desarrollaban tareas de menor productividad. En estos años no aumentó la matrícula universitaria de carreras asociadas, mientras que las instancias iniciales educativas profundizaron su crisis y políticas como el Plan 111 (para formar 111.000 trabajadores de la industria del software) han estado lejos de los objetivos planteados. En el corto plazo, su expansión dependerá de poder desarrollar estrategias de upgrading y de la vinculación con la industria local. En el mediano plazo difícilmente pueda desacoplarse del devenir del sistema educativo.

Otros sectores a impulsar son el satelital y el nuclear, ambos de alta intensidad tecnológica, y en donde Argentina ha probado capacidades de aprendizaje e innovación. Se trata de tecnologías en las que el Estado ha invertido mucho durante décadas y que controlan un selecto club de países. Los planes nucleares y satelitales han sido frenados y desfinanciados en los últimos años, obligando a revisarlos en el nuevo contexto, haciendo foco en la construcción del reactor Carem y el ARSAT 3.

Otro sector de alta tecnología donde Argentina tiene potencial y trayectoria es el biotecnológico. Con una industria farmacéutica local relevante y cientos de investigadores calificados se puede avanzar en la producción de biosimilares, aprovechando que están comenzando a vencer las patentes de algunos de los medicamentos de alto costo más vendidos a nivel mundial. De la misma manera, la industria 4.0 obliga al país a apostar a la industria de la automatización, servicios de ingeniería y bienes de capital que, combinados, pueden apuntalar la productividad industrial local y exportar servicios a la región. La aplicación de tecnología al uso de datos y la digitalización (servicios en la nube, redes/servidores, sensores, chips, etc.) permite mejoras sustanciales en las líneas de producción, en la logística y en la comercialización. La difusión de estas prácticas en la industria (y su extensión a otros sectores que van del agro a la salud, pasando por energía, logística y transporte) es fundamental para el incremento de competitividad que tanto necesita nuestro aparato productivo.

La industria automotriz y los sectores intensivos en empleo son dos de los sectores más afectados por la política de apertura comercial y la recesión de estos años. La industria automotriz atraviesa una profunda crisis producto de la desinversión de la mayor parte de sus principales empresas, que han decidido abastecer el mercado interno desde Brasil. Esta estrategia tiene que ser corregida por el gobierno, ofreciendo incentivos claros para que Argentina tenga más casos como el de Toyota, firma que ha apostado a la inversión de largo plazo con excelentes resultados en materia de exportaciones y desarrollo de proveedores. También el sector debe focalizarse en la producción de pick ups, SUV y utilitarios, ir hacia plataformas más eficientes y con proveedores competitivos. Para ello, es necesario que abastezcan no sólo al Mercosur sino también a otros mercados.

Por último, sectores tradicionales y empleo-intensivos como el de confección, calzado y madera se han retraído estos años y hoy están a la expectativa de recuperarse de la mano de un gobierno que les ha prometido reabrir las fábricas. En esa línea sería deseable enfocarse en los segmentos más intensivos en capital y diseño (lo cual implicaría expulsión de empleo no calificado en el largo plazo). Ello les brindaría mayores posibilidades de tornarse competitivos sin necesidad de tanta protección comercial.

 

Eldiplo N°247 - enero de 2020

Noticias relacionadas

Gabriel Sued. Sumido en la conmoción por la denuncia contra el expresidente, las distintas ramas de Unión por la...
Ramiro Gamboa. Matías Kulfas es economista de la Universidad de Buenos Aires, profesor universitario y, de 2019

Compartir en