Unión Europea, una nueva decepción
La respuesta de las instituciones comunitarias llega tarde, tras varias semanas de avance incontenible de la enfermedad, la palpable (e irresponsable) actuación descoordinada de los gobiernos y la constatación del inicio de una recesión económica que, si antes del Covid19 se anunciaba, ahora es ya un hecho evidente. Y ello en un momento en el que podemos afirmar que, más que nunca, se necesita de la cooperación internacional para conjurar los peligros de una crisis global de alcance todavía desconocido.
Las instituciones y las políticas revelan su verdadera naturaleza y pasan la prueba o no de su utilidad social precisamente en los momentos difíciles. Desde ese punto de vista, el de la defensa de los intereses de la mayoría social, es desde el que abordamos esta reflexión sobre las actuaciones de una Unión Europea (UE) desnortada, superada por los acontecimientos y en franco proceso de descomposición.
Los medios de comunicación anuncian que, por fin, las instituciones comunitarias que rigen la UE han tomado nota de la gravedad de la situación. La Comisión Europea (CE) acepta el incumplimiento del Pacto por la Estabilidad y Crecimiento (PEC) y el Banco Central Europeo (BCE) abre líneas de financiación extraordinaria, ampliando su programa de compras de bonos corporativos y títulos de la deuda pública.
Algunos dirigentes políticos y responsables comunitarios han suscitado, asimismo, el debate sobre la posibilidad de lanzar los "coronabonos", abriendo la puerta, hasta el momento bloqueada, a la mutualización de la deuda pública mediante lo que se han denominado eurobonos. Estos, han sido rechazados en repetidas ocasiones por los ordoliberales que dirigen países como Alemania y los de su zona de influencia inmediata, como es el caso de los Países Bajos. Y ahora, más de los mismo. Cuando estamos cerrando este texto, el ministro alemán de economía ha descartado de pleno esta alternativa, con los mismos argumentos de siempre; pasando por alto la gravedad de la situación que supone para la UE, que exigiría una respuesta mancomunada de la misma.
En las reflexiones que siguen nos referimos especialmente a los dos primeros asuntos. En relación al PEC, la presidenta de la CE, Ursula von der Leyen, ha declarado que, dadas las circunstancias excepcionales que viven los países comunitarios, se autoriza su incumplimiento, limitándose a reconocer lo que la realidad ya ha dejado sobradamente claro. La reducción de la recaudación impositiva como consecuencia del desplome de la actividad económica y el aumento del gasto público para enfrentar la enfermedad hacen imposible alcanzar esos objetivos de déficit y deuda públicos.
Bienvenido, en todo caso, romper el candado de las políticas austeritarias, pues de esta manera los gobiernos disponen de un margen de maniobra muy necesario para enfrentar la pandemia, aunque insuficiente y temporal. Pero no podemos olvidar que la obsesión restrictiva de las instituciones comunitarias en el terreno presupuestario, además de ser un factor clave en el aumento de la desigualdad, además de haber socializado en los años 2008 y siguientes los costes de una crisis provocada por una industria financiera desbocada, además de haber atrapado a las economías en un bucle recesivo… además de todo eso, ha debilitado la capacidad de intervención de los poderes públicos, cuyas arcas están vacías y endeudadas, poniéndolos contra las cuerdas en una situación de emergencia como la actual. Un ejemplo dramático de esto lo encontramos en la degradación de la sanidad pública, incapaz por el momento de poner coto al imparable avance del coronavirus.
Por todo ello, en nuestra opinión, la posición de suavizar, en una situación tan adversa, los estrictos criterios presupuestarios establecidos por la CE y llevados a los tratados europeos y las constituciones nacionales, para recuperarlos más adelante, cuando la crisis haya sido superada, constituye una solución coyuntural ante la emergencia, pero no un cambio de rumbo, lo que supone un error de fondo.
La crisis ha puesto de manifiesto la necesidad de contar con un sector público potente, comprometido con las clases populares; del mismo modo que, más allá de la enfermedad, los grandes desafíos que tenemos por delante en materia de igualdad, sostenibilidad, democracia y decencia requieren una estratégica intervención del Estado. Lo que pone sobre el tapete la cuestión de deshacer el entuerto de las políticas neoliberales. En lo inmediato supone apostar por la sanidad pública, revirtiendo el proceso de desmantelamiento y privatización, así como por los servicios sociales. Pero también situar en el horizonte el desarrollo de lo público en banca, industrias farmacéuticas y biosanitarias, agua, gas y energía.
Y eso es incompatible con las políticas de austeridad presupuestaria y con la propia existencia del PEC, pero también con las políticas privatizadoras, la ausencia de una armonización fiscal y social. Como trasfondo de lo anterior hay que tener presente que la UE se ha construido sobre la estricta separación entre la política monetaria que radica "arriba", sin control político ni de los estados miembro, y la presupuestaria (y por tanto la social) que radica en los estados sometidos, a su vez, a restricciones. El PEC ni se puede ni se debe cumplir, ni ahora ni cuando toque reconstruir la economía tras el tsunami provocado por la enfermedad. Ese pacto, su contenido y su lógica, deben ser definitivamente cuestionados.
En lo que concierne al papel del BEC, hace bien poco Christine Lagarde, su presidenta, hacia unas desafortunadas declaraciones donde señalaba que la función de esta institución no era intervenir para reducir las primas de riesgo de la deuda pública de los estados, bendiciendo, de esta manera, el negocio y la especulación que los intermediarios financieros privados realizan a cuenta de esa deuda, lo que tuvo una incidencia inmediata en las primas de riesgo, elevándolas, especialmente de las economías más vulnerables, como la italiana.
Más recientemente, Christine Lagarde ha anunciado la puesta en marcha de un programa de compra de bonos públicos y privados por valor de 720 mil millones de euros, que vienen a sumarse a los 125 mil millones anteriores. Con dos objetivos fundamentales. Por un lado, atajar la subida de la prima de riesgo de la deuda pública (desdiciéndose a sí misma de lo dicho hace unos días); por el otro, proveer de recursos a los gobiernos, familias y empresas, que, teóricamente, se beneficiarán de unos tipos de interés más bajos en los préstamos otorgados por los bancos.
Lo cierto es que esta intervención (presentada como una respuesta extraordinaria ante una situación excepcional) no varía ni una coma la hoja de ruta marcada en los programas de compra de activos -flexibilización cuantitativa- que inauguró Mario Draghi. Dichas actuaciones, si bien es cierto que han apaciguado a los mercados, aminorando la prima de riesgo, han tenido sobre todo la "virtud" de proporcionar financiación en unas condiciones extraordinariamente privilegiadas a los grandes bancos y a las corporaciones.
Si el objetivo era que esa financiación llegara a las familias y empresas y que ampliara el margen de actuación de los gobiernos, el balance es de un rotundo fracaso. Ha sido utilizada fundamentalmente para recompensar a los altos ejecutivos y grandes accionistas, para la recompra de acciones con el objeto de aumentar el valor en bolsa de las firmas y para abrir líneas de crédito a empresas "zombi" que ya acreditan altos niveles de endeudamiento. El resultado ha sido un sustancial aumento de la deuda, especialmente la privada, la tendencia alcista de los índices bursátiles y el sustancial crecimiento de la desigualdad. En realidad, el BCE se ha movido, como siempre, en las coordenadas fijadas en su tratado fundacional, que prohíbe abrir vías de financiación directa a los estados, los cuales, ¡cómo no!, tienen que acudir a los mercados para cubrir sus necesidades.
Las instituciones comunitarias, precisamente para no cargar todo el esfuerzo sobre las espaldas de los presupuestos nacionales, tendrían que haber movilizado recursos a la altura del desafío que supone la pandemia. No lo han hecho y la respuesta de estos días beneficia a las oligarquías y en absoluto garantiza que el dinero llegue donde se necesita con urgencia. En este sentido, el BCE podría y debería haber adquirido deuda pública a tipo de interés cero, es decir sin coste para los gobiernos, y convertirla en perpetua, para facilitar la financiación extraordinaria que precisa la lucha contra la enfermedad. Eso sí que supondría inyección directa de dinero contante y sonante para hacer frente a la crisis sanitaria, humanitaria, económica y social presente.
No se trata sólo de falta de reflejos, del peso de la inercia institucional, de la ideología neoliberal que lastra todas las políticas comunitarias, de los prejuicios sobre las virtudes de la austeridad presupuestaria y del papel supuestamente neutral del BCE. Todo eso cuenta, por supuesto. Pero lo más importante a tener en cuenta, lo que permite explicar todo lo anterior, son los poderosos intereses que están detrás del PEC y de los programas de compras de activos: los de las corporaciones privadas que han convertido en mercado el sector público, los de los bancos que han encontrado un suculento negocio con la deuda, los de los ricos que han recibido recursos con los que seguir especulando en bolsa, los de los grandes accionistas que se apropian una parte de fundamental de los beneficios obtenidos en las empresas, y los de los grandes ejecutivos, que han mantenido sus retribuciones extraordinariamente elevadas. Esta es la "coalición de intereses" que gobierna Europa, estos son los pilares sobre los que se ha construido una Europa asimétrica que ha beneficiado, sobre todo, a las elites empresariales y financieras. Este es el cáncer que hay que erradicar.
Viento Sur - 26 de marzo de 2020