Desafíos del tren llamado “La Bestia”
La Bestia es el nombre con el que los mismos migrantes, gracias al boca a boca en aquel México-traspatio, bautizaron a cualquier tren en el que viajan como polizones en su intento por cruzar los más de 5.000 kilómetros entre las mexicanas fronteras sur y norte. La Bestia es eso, bestial, colosal. Una locomotora que tira de entre 30 y 50 vagones de más de una tonelada –cuando están descargados de granos o cemento–. Un gusano de acero que se contonea para todos lados y chilla mientras avanza por el México más apartado, el interior del interior. Las vías del tren son la columna vertebral del México de ejidos y pequeños municipios, de los cerros, de la periferia de los Estados. Las vías del tren cruzan muchos de los lugares donde el Estado ha dejado de ser Estado y el crimen organizado se ha entronado como tal a plena luz del día, sin timidez.
En los últimos meses, el Gobierno mexicano ha desvelado poco a poco su estrategia para distanciar a La Bestia de sus montadores. Ha enviado a policías y militares a custodiar las estaciones del tren. La única oportunidad de que los migrantes suban al lomo de La Bestia mientras ésta no se mueve ni chilla es en esas estaciones, antes de que la locomotora junte en una sola línea los vagones y se interne entre el monte. El Gobierno, a través de la secretaría que dirige Chong, anunció otra decisión: el tren irá más rápido. Es, dijeron, “una política dirigida a la protección de los derechos de los migrantes”. Más claro: que La Bestia corra más rápido es sólo para proteger a los que se cuelgan de su lomo. Así, el Gobierno mexicano cree tener la panacea contra La Bestia y sus montadores: velocidad y vigilancia.
El Gobierno mexicano conoce muy poco a La Bestia y menos aún a sus montadores.
En el sur de México, en una ciudad fronteriza con Guatemala llamada Tapachula, hay un albergue para migrantes mutilados. El albergue no es gubernamental. Estuve en ese albergue cinco veces entre 2007 y mediados de 2010. Nunca encontré en ese albergue a menos de diez personas. A cada una de ellas les faltaba un brazo, una pierna, o no les servía un brazo o una pierna. O las dos.
En uno de esos viajes, en 2009, encontré a un nicaragüense. A él, en 2006 el tren le arrancó una pierna. La Bestia puede morderte de varias formas. A él lo mordió de la forma clásica, él experimentó la mordida más tajante. Mientras viajaba en el techo de uno de los vagones por el sur de México, se armó el alboroto entre la multitud de polizones allá arriba. Llegué a ver trenes con más de 500 personas arriba. El tren aminoraba la velocidad. En realidad se trataba de un vehículo atorado en las vías de un pueblito de Chiapas, pero cuando el rumor llegó a la cintura de La Bestia, el obstáculo se había convertido en un operativo del Instituto Nacional de Migración (INM) y la Policía Federal Preventiva (PFP).
Los migrantes, con toda razón, consideran a los agentes de esas dos instituciones como motivos para correr. No sólo porque son quienes pretenden detenerlos y deportarlos, sino porque entre los caminos del indocumentado, las autoridades se han ganado la fama de depredadores. He documentado casos de bandas de secuestro y extorsión de migrantes formadas por agentes de la extinta Policía Judicial. Escuché a dos adolescentes guatemaltecos que vieron cómo policías del municipio de Coatzacoalcos, en Veracruz, devolvieron a una casa de secuestro de Los Zetas –ese grupo criminal fundado por militares de elite en 1998– a un hombre que había escapado de ese lugar y, olvidando huir había ido a denunciar que en la casa quedaban rehenes. A los muchachos les contó el cuento una masa roja, amorfa, que esperaba en el cuarto de los secuestradores el momento de su muerte. Los muchachos salieron de la casa luego de que sus familiares enviaran en transferencias rápidas 500 dólares por cada uno.
El migrante de Nicaragua, en medio de todo aquel alboroto que ocurría en los techos del tren, a tres metros del suelo, terminó por pararse mal en una de las escalerillas que hay entre vagones y cayó. Cayó justo con medio cuerpo en las vías y medio cuerpo afuera. Casi logra salirse, pero una de las ruedas de acero de La Bestia alcanzó a masticarle la pierna izquierda y se la separó del cuerpo. El hombre, convertido en un harapo, fue recogido por pobladores del lugar o por migrantes –él no lo recuerda–, y fue llevado a un hospital público, donde lo curaron sin delicadeza y lo enviaron al albergue para su recuperación.
El hombre nunca se fue de México.
En 2010, en uno de mis últimos viajes en tren, volví a encontrar al hombre. Con una muleta bajo su sobaco izquierdo, y con su muñón vendado, trepaba al lomo de La Bestia en el municipio de Arriaga, siempre en el Estado sureño de Chiapas. Viajamos juntos hacia Ixtepec, Oaxaca. Dijo que en su país sólo podía imaginar más miseria. Dijo, sin una pierna, que seguía creyendo que en Estados Unidos estaba su oportunidad. Dijo que había utilizado el tiempo pasado para recuperarse un poco y entrenar sus movimientos para poder volver a montar La Bestia.
En resumen, un hombre sin pierna decide seguir en el tren. Un hombre sin pierna de Nicaragua que huye de la pobreza decide seguir en el tren. Un hombre de Nicaragua –no de Honduras ni de Guatemala ni de El Salvador, que aparte de ser pobres están entre los cinco países más violentos del mundo– consideró que su vida era tan miserable en su país que aun sin pierna seguiría a lomo de La Bestia.
Hay poco más que agregar sobre la determinación de algunos montadores.
El pasado mes de octubre, durante un evento en el zócalo de la Ciudad de México, coincidí con Alejandro Solalinde, el sacerdote que fundó el albergue para migrantes de Ixtepec, Premio Nacional de Derechos Humanos, y quizás el habitante del camino más célebre en México. Solalinde es un hombre al que he visto detener La Bestia con su carro. Fue en agosto cuando el Gobierno mexicano empezó su intento por prohibir La Bestia. Le pregunté a Solalinde casi dos meses después si lo habían logrado. Solalinde rió. “Hacen sus operativos –dijo–, pero la gente siempre se sube. O lo hace en Ixtepec o lo hace más adelante con el tren caminando”.
Los migrantes perseguirán a La Bestia a toda costa. Eso está comprobado desde 2005 y es una lección que los funcionarios mexicanos rehúsan aprender.
El sur de México es la zona de La Bestia por excelencia. El tren tiene sólo dos rutas. Una que sube más cerca del Pacífico y otra que lo hace más cerca del Atlántico. Ambas se juntan en Veracruz, y una sola línea viaja hasta el Estado de México, el sobrepoblado y enorme anillo que abraza la Ciudad de México. Desde ahí, el tren sale en al menos cinco diferentes direcciones rumbo a la frontera norte, una vastedad de 3.100 kilómetros.
En octubre de 2005, el huracán Stan hizo destrozos en el sur de México. Arrasó, entre muchas otras cosas, con varios puentes férreos del primer tramo que La Bestia recorría cerca del Pacífico. Entre la frontera con Guatemala y Arriaga, un municipio a 282 kilómetros, La Bestia tuvo que dejar de moverse. Arriaga se convirtió en el inicio. Nada terminó, sólo empezó en otra parte. Los migrantes centroamericanos no dejaron de llegar. Los montadores de La Bestia no dejaron de montarla. Caminaron los 282 kilómetros. Se movieron a tramos en transporte público y a tramos entre la maleza para llegar hasta Arriaga. Y entonces, nació uno de los íconos más nefastos del camino del indocumentado por México: La Arrocera.
Con ese nombre se conoce un tramo en el municipio de Huixtla, antes de llegar a Arriaga, donde las vías del tren han sido cubiertas por la hierba. Antes hubo ahí unos silos para almacenar arroz. Ahora, sólo queda el esqueleto de esas estructuras. Los migrantes, para huir de los controles migratorios de carretera, se internan en esos montes y utilizan las vías en desuso como su guía para llegar hasta La Bestia.
La Arrocera fue desde 2005 hasta el día de hoy –aunque con menor frecuencia– el principal punto de asaltos, golpizas y violaciones sexuales por parte de pequeñas bandas de atracadores a los migrantes que cruzaban esos montes. Entre 2007 y 2010 visité una y otra vez esa área de México o esperé en Arriaga las historias de los recién llegados. La crónica sobre ese lugar terminé por titularla: Aquí se viola, aquí se mata.
No hay números, en este camino casi nunca hay números, porque el verbo de los que lo atraviesan es migrar, es huir, es esconderse, es desaparecer. Sin embargo, cualquier voz que sepa del camino en México sabe de La Arrocera, de sus violaciones. A Arriaga llegaban hombres sin un centavo que habían sido desnudados en La Arrocera para que no escondieran ni una moneda. Llegaban mujeres silenciosas, ensimismadas. Llegaban y montaban La Bestia para continuar su viaje.
En Arriaga vi partir trenes donde no cabía un migrante más.
282 kilómetros de maleza y violencia no detuvieron a los migrantes en su búsqueda de La Bestia, pero el Gobierno mexicano ahora cree que lo hará casi por decreto. Lo hará sólo porque custodia algunas estaciones del sur o porque lo prometió en una conferencia de prensa repleta de periodistas que en muy pocos casos visitarán el camino.
El Gobierno mexicano muy probablemente será el padre de otras Arroceras.
Poner más policías. Ocupar a más policías. Al parecer, muchos gobernantes de este pedazo del mundo creen que esa es la solución a muchos problemas. En esto de la migración, así lo creyeron los gobiernos del norte centroamericano que con sus planes Mano Dura –o Escoba, o Cero Tolerancia, o Puño de Hierro– creyeron que acabarían con el problema de las pandillas. A día de hoy, ese problema que expulsa a miles de personas de la región significa cifras como la de El Salvador de 60 mil pandilleros en un país de 6,2 millones de habitantes. Así lo creyó Estados Unidos, que entre diferentes planes –Hold the Line, Gatekeeper, Jump Star– implementados desde 1994 hasta George W. Bush incrementó la Patrulla Fronteriza de 10 mil a 18 mil agentes. Así lo creyó el actual presidente Barack Obama que, por ejemplo, en cinco años ha deportado a más salvadoreños de los que Bush deportó en sus ocho años. Así lo creen ahora mismo el Gobierno mexicano y el secretario Chong, con sus quién sabe cuántos cientos de policías y decenas de operativos alrededor de La Bestia.
Fue Wilber, un veinteañero hondureño, quien en marzo de 2009 me enseñó cómo montar La Bestia cuando estaba en marcha. Me enseñó en las vías de Ixtepec, donde entrenamos hasta que creí haber aprendido. Luego fallé en mi primer intento en Las Anonas, un pueblito cerca de Arriaga. Hice todo lo contrario a lo que habíamos ensayado el joven y yo. Wilber era un guía, no era un coyote profesional que lleva a migrantes porque conoce el camino y cobra hasta 7000 dólares por el viaje hasta cualquier ciudad de Estados Unidos. Era un guía, un migrante atrapado en el camino, que no subía a Estados Unidos porque una reentrada como indocumentado lo mandaría a la cárcel, y no bajaba a Centroamérica porque... Hay muchas razones para no hacerlo. Ya estando ahí, atrapados, los guías llevan familiares, amigos o migrantes que conocen en el camino, y a los que piden 100, 200 dólares o poco más. Wilber era experimentado. Cuando por las noches en las vigilias en las vías pegaba su oído al metal, podía predecir en cuánto tiempo más o menos llegaría La Bestia.
Recuerdo lo que me contó en una ocasión sobre un mutilado por el tren.
“Yo vi cómo a uno el tren le pasó encima de la pierna –dijo Wilber–, porque no pudo agarrarlo cuando ya iba corriendo. Pero como no iba tan rápido, le dio tiempo de verse la pierna cortada y de meter la cabeza debajo de la siguiente rueda. Pues sí, si iba a buscar un trabajo allá arriba es porque no ganaba bien abajo, y ya sin una pierna, ¿qué iba a hacer?”.
Algunos funcionarios tienen que entender que hay viajes que por el momento no tienen marcha atrás.
Revista Ñ - 21 de noviembre de 2014