Matanza en Carolina del Sur

Rafael Cuevas Molina
Decir que el racismo está flor de piel en los Estados Unidos es llover sobre mojado. Permanentemente, la comunidad afroamericana viene siendo agredida de las formas más brutales. Algunas de ellas han sido documentadas, sobre todo las que involucran a las fuerzas policiales, y circulan profusamente por internet. Hay protestas e indignación, es cierto, pero no lo suficiente. Se trata de un problema nacional que debería ser abordado con mucho mayor ímpetu.

Es posible que este racismo del siglo XXI haya sido alimentado y catapultado por la frustración que sienten sectores de norteamericanos blancos, que piensan que están siendo desplazados de los espacios de dominio “natural” que el color de su piel les proporciona. La llegada a la Casa Blanca de Barak Obama y la creciente presencia de inmigrantes provenientes de América Latina habrían coadyuvado a esta situación.

Hay, también, otros factores. La comprensión de los conflictos con grupos radicales de origen árabe como un choque de civilizaciones, que se asocia a un modo de vida y a un fenotipo distinto al “blanco” occidental es otro de ellos.

Sería una percepción de amenaza proveniente de adentro, el sur y el oriente. Amenazas por todas partes. De hecho, los Estados Unidos han hecho de la amenaza a su seguridad nacional uno de los bastiones de su modo de ser nacional desde los tiempos de la independencia.

Donald Trump mostró a las claras en días recientes, en su discurso de lanzamiento como candidato presidencial, en donde calificó a los mexicanos como traficantes de drogas y violadores, la virulencia que puede alcanzar ese racismo del siglo XXI en los Estados Unidos.

Pero más virulento ha sido un muchachito de apenas veintiún años que en Charleston, Carolina del Sur, acaba de cometer una masacre de afroamericanos en una iglesia protestante. Llegó, compartió con ellos durante una hora y luego los mató profiriendo consignas racistas. Los mató con un arma que le había regalado su padre en su cumpleaños.

La norteamericana es una sociedad enferma. Buscan y persiguen por todo el mundo a personas a las que catalogan de terroristas y que consideran que son un peligro para su seguridad, y no se dan cuenta que el terrorismo lo tienen adentro, entre ellos mismos. No son morenos, barbudos ni hablan árabe. Como el niño asesino, son rubios y de ojos azules, y cuentan con el beneplácito o la indiferencia de muchos. No solo de los norteamericanos.

Cuando dos jóvenes árabes incursionaron en el semanario satírico Charlie Hebdo en París y cometieron una matanza similar, miles salieron a las calles con la etiqueta #YOTAMBIENSOYCHARLIE. ¿Dónde están ahora todos ellos? ¿Dónde la etiqueta #YOTAMBIENSOYNEGRO circulando viralmente por las redes sociales e impreso en pancartas? No son solo los estadounidenses los indiferentes, los racistas, los que ven naturalmente al mundo dividido entre ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda.

Lo que este muchacho norteamericano ha hecho en Carolina del Sur es tremendo y condenable, pero no echemos todas las culpas sobre sus hombros de veinteañero. El racismo, que en él ha alcanzado cotas inhumanas, está presente en todas partes y en todos nosotros.

No se trata de dispersar las culpas, sino de aceptar que el racismo es un problema que sigue estando presente en nuestras vidas y por el que tenemos que trabajar todos para que en algún momento desaparezca.

Con Nuestra América - 20 de junio de 2015

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