Basta de comernos amagues


Hace décadas que venimos denostando la vocación del neoliberalismo de imponer un discurso único en materia económica, dentro del cual es aceptable opinar y fuera del mismo nos acarrea la calificación de ignorantes.

El punto es que venimos perdiendo por goleada.

Una y otra vez se cuestiona el discurso único, pero se discute políticas referenciándose en ese discurso.

En este documento me referiré a una política en particular, donde cometemos el error referido. En el futuro, con criterios similares podremos discutir el papel de las inversiones extranjeras; la importancia del déficit fiscal; el control de la inflación; el papel del Estado en la prestación de servicios o en la producción y varias cuestiones más.

Hoy apliquémonos a la forma en que enfrentamos la consigna neoliberal que sintetiza: “Primero producir y luego distribuir; nadie puede distribuir lo que no se produjo”.

Esa consigna fundamenta la necesidad de cuidar, promover, estimular hoy a los dueños de capital, porque ellos producirán más bienes y servicios que luego podremos compartir entre todos.

La respuesta popular es que ese momento posterior nunca llega naturalmente, por sí mismo. Por lo tanto, la distribución de los frutos debe ser forzada desde la política pública, con impuestos especiales a los que más tienen, para atender a los que menos tienen, con obras que mejoren su hábitat o con subsidios que mejoren su bolsillo.

Esa discusión se ha arrastrado por décadas. Es la evidencia, lamentablemente, de la facilidad con que las trampas caza bobos de los conservadores, nos dibujan la cancha y nos llevan a callejones sin salida o groseramente ineficientes.

En rigor, hemos aceptado mansamente aquello de primero producir y luego distribuir; solo apelamos a una propuesta instrumental algo diferente, reclamando distribuir distinto.

Es necesario entender, desde otro enfoque, – nuestro enfoque – que la mejor forma de cambiar la distribución de los frutos es modificar los escenarios de producción. Si queremos desconcentrar el destino de los resultados, no hay modo más eficaz de hacerlo que agregando actores a la producción. Esto no impide el hecho obvio de analizar los mejoresescenarios para definir una estructura impositiva.

Este no es el debate que desea el neoliberalismo. No quiere debatir cómo se produce.

Por eso, justamente por eso, este es el debate que hay que dar.

El axioma neoliberal instalado en la conciencia colectiva es que todo tiene economía de escala; por lo tanto, no hay que oponerse a que algún emprendimiento crezca al límite que pueda, porque eso asegurará menores costos para la empresa y mejores precios para sus clientes.

Esto tiene dos flancos débiles, que lo convierten en falso: Uno, cuasi académico, es que el óptimo de una organización no se encuentra en su máximo, porque superado un cierto nivel de complejidad, desde las líneas de comunicación a la forma de tomar decisiones y los movimientos de materias primas y productos finales pierden eficacia y los costos aumentan en lugar de disminuir.

El otro, eminentemente político y social, no encuadrable totalmente en textos de economía, es que el aumento de peso relativo en una actividad cualquiera genera poder creciente. Poder para eliminar competidores; para influenciar a los consumidores; para condicionar y hasta extorsionar a los trabajadores; para presionar a cualquier gobierno en busca de beneficios diferenciales de todo orden. El beneficio empresario es directamente proporcional al ejercicio de ese poder. Tiene poco que ver, a su vez, con la dimensión tecnológica, con la calidad de la gestión, con la baratura de los costos o conceptos similares. Centralmente, depende de la capacidad de condicionar a los otros.

La concentración y el gigantismo, como lo muestra la experiencia contemporánea de cada día, poco y nada tienen que ver con la capacidad de construir un mundo mejor para todos.

Especialmente, queda en claro que el poder de influenciar las conductas de trabajadores o consumidores o gobiernos conduce sistemáticamente a que la corporación que tiene ese poder extraiga beneficios de los demás, deteriorando su calidad de vida.

La solución no es otra que recorrer el camino inverso. Desconcentrar, diseminar el conocimiento, generalizar la financiación, estimular la formación técnica de los trabajadores, evitar bloquear las iniciativas de personas o grupos interesados en producir bienes o servicios de cualquier naturaleza. En lugar de pocos productores con multitud de consumidores; propender a acercar el número de productores al número de consumidores.

Todos a trabajar.

En lugar de una megaempresa láctea, centenares de medianas y pequeñas unidades dispersas por el país. Lo mismo con cualquier alimento, con la indumentaria, con la generación y utilización de energía renovable.

En lugar de grandes empresas constructoras a las que se encargue el desarrollo de barrios completos, una Corporación Pública de Urbanización, que habilite lotes para vender en cuotas modestas y que permita la autoconstrucción individual o a cargo de cooperativas. Cada comunidad de cada rincón nacional produciendo una fracción importante de los bienes y servicios que necesita para su mejor calidad de vida. Una imagen perfectamente factible que se ha ido alejando en la medida que el discurso único ha machacado sobre funcionarios, ciudadanos, medios periodísticos, obligando a que seamos cronistas de su fracaso, que es nuestro fracaso. En lugar de “primero producir y luego distribuir” es “todos a producir”.

- Enrique M. Martínez, Instituto para la Producción Popular

 

produccion popular (IPP) - 25 de julio de 2020

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