¿El movimiento obrero tiene quien lo escuche?

Luis Campos

Para algunos apareció como un protagonista inesperado de los primeros cien días del Gobierno de La Libertad Avanza, al demostrar una vez más su fuerte capacidad de convocatoria. La pregunta que abre entonces el 2024 es cómo hará el movimiento obrero organizado argentino para torcer el destino de un proyecto político que necesita destruirlo.

El movimiento obrero está frente a una encrucijada. En las últimas décadas acumuló mucha fuerza para resistir, pero no la suficiente para imponer un programa. Y aun si pudiera hacerlo, tampoco tiene del todo claro cuáles serían sus principales lineamientos. Si la gestión de Alberto Fernández puso de manifiesto la inexistencia de un rumbo político y económico para el mediano plazo que pudiese ser apoyado por las organizaciones sindicales, la presidencia de Javier Milei pondrá a prueba dicha capacidad de resistencia.

La huelga general del 24 de enero y, principalmente, la masiva movilización que se extendió a lo largo de todo el país muestran que los sindicatos siguen teniendo la capacidad de conducir la acción colectiva de los trabajadores y trabajadoras. También dan cuenta de sus límites: sus posibilidades de acción tienen un carácter eminentemente defensivo y desde hace mucho tiempo carecen de un proyecto político, propio o prestado, que les permita ofrecer algo que vaya más allá de acompañar el pobre comportamiento de la economía local. Para peor, la aliada histórica de la fracción mayoritaria del movimiento obrero, la pequeña burguesía cuya producción se destina al mercado interno, tiene un peso cada vez más irrelevante en el proceso de acumulación del capital tanto por la disminución del tamaño de la economía local como por los cambios de su inserción en el mercado mundial.

Los orígenes de esta situación deben buscarse en los cambios estructurales que tuvieron lugar en nuestro país en los últimos cincuenta años. Identificar el impacto de estas transformaciones de largo plazo en el mercado de fuerza de trabajo y las modificaciones en el sistema político, en particular en el lugar ocupado por las organizaciones sindicales en la estructura del Partido Justicialista, resulta útil para caracterizar los desafíos a los que se enfrenta en la actualidad el movimiento obrero.

El motor, con poca nafta

La situación de la clase obrera a nivel global experimentó un cambio profundo desde mediados de los años setenta. La ilusión de los treinta años gloriosos del capitalismo chocó con la realidad. Las derrotas de las huelgas mineras en Gran Bretaña y de los controladores aéreos en los Estados Unidos impactaron de lleno en los países centrales, mientras que en el Cono Sur las dictaduras militares expresaban, y a la vez potenciaban, los cambios en las relaciones de fuerza entre el capital y el trabajo que abrieron una etapa de retroceso para los trabajadores y trabajadoras.

En Argentina el período posterior a la crisis económica de 1975 se caracterizó por una relación de fuerzas objetiva crecientemente desfavorable para la clase obrera. El desempleo y la informalidad dejaron de ser fenómenos marginales del mercado de fuerza de trabajo y la estructura ocupacional experimentó profundas modificaciones, con una retracción muy fuerte del empleo en los grandes establecimientos industriales y un crecimiento de la ocupación en pequeñas unidades dedicadas al comercio y los servicios.

La rebelión de diciembre de 2001 se desarrolló en un contexto muy adverso para la acción sindical tradicional. El desempleo y el subempleo sumados rozaban el 33% y la informalidad entre los asalariados se ubicaba en torno al 45%. A su vez, en la industria manufacturera se habían perdido 700 mil puestos de trabajo en comparación con 1974, y los grandes establecimientos fabriles, que habían sido un terreno fértil para la acción sindical entre mediados de los años cuarenta y mediados de los setenta, eran una rareza.

Sin embargo, durante los años noventa surgieron algunas contratendencias que serían decisivas para la dinámica del conflicto social. Por un lado, el fortalecimiento de las organizaciones sindicales de los trabajadores y trabajadoras del sector público y otras vinculadas a sectores en expansión (en particular, el transporte automotor de cargas) y, por el otro, la consolidación de agrupaciones de desocupados, muchos de ellos vinculados a la privatización de empresas públicas y otros que daban cuenta de las transformaciones estructurales que se estaban produciendo desde hacía al menos dos décadas.

La historia está lejos de ser un texto escrito con anterioridad a los eventos que la componen. A mediados de 2001 era muy difícil prever que dos años más tarde aquel retroceso iniciado en los años setenta estaría en proceso de reversión, por cierto, parcial. El presente siempre es una conjunción de las determinaciones estructurales en el plano económico y del resultado de los conflictos sociales que sobre él se montan. Diciembre de 2001 y el proceso abierto con posterioridad dan cuenta de ello.

En las primeras dos décadas del siglo XXI el movimiento obrero se enfrentó a un escenario muy distinto. Entre 2001 y 2011, los asalariados registrados en el sector privado crecieron un 60,2% y en los establecimientos de más de 200 trabajadores este incremento fue del 70,4%, mientras que el desempleo se redujo sustancialmente. Las condiciones objetivas para la recuperación de la acción sindical tradicional estaban ahí, aunque sus límites también. En 2010 la suma de desocupados, asalariados no registrados, trabajadores por cuenta propia y trabajadores familiares todavía explicaba el 49,2% de la fuerza laboral, mientras que en 2001 había alcanzado el 63,8%. Este retroceso se debió a la caída de la desocupación, pero no a un cambio en la estructura ocupacional, en tanto no se modificó el peso de los asalariados no registrados y trabajadores por cuenta propia sobre el total de ocupados.

Luego de un período de crecimiento económico a “tasas chinas”, el movimiento obrero había vuelto a ampliar su base de sustentación, lo que le otorgaba recursos materiales y simbólicos. Sin embargo, su capacidad de acción estaba limitada a una porción de la clase obrera, mientras que un ejército creciente de cuentapropistas y asalariados no registrados miraban por la ventana el resurgir de las formas tradicionales de acción sindical.

A finales de 2011 las condiciones de posibilidad que habían facilitado este auge estaban camino a agotarse y en la década siguiente la economía volvió a experimentar un estancamiento que impactó en el mercado de fuerza de trabajo. En 2022 el PBI per cápita era un 8,9% más bajo que en 2011, el salario real del sector privado registrado había caído un 11,1% y el crecimiento de la ocupación se explicaba casi exclusivamente por los asalariados no registrados y los trabajadores por cuenta propia. Una vez más, los sindicatos volvían a enfrentarse a condiciones objetivas desfavorables para la acción colectiva, aunque el acumulado de la década previa todavía les ofrecía cierto margen de acción. En paralelo, las organizaciones que agrupaban a trabajadores y trabajadoras no insertos en el mercado formal de trabajo pasaban a ocupar un lugar cada vez más importante en la conflictividad social.

Bando perdedor

Las condiciones objetivas sobre las que se monta la acción colectiva de la clase trabajadora no explican por sí solas las características de dicha acción. Las mediaciones políticas importan y en ese sentido las organizaciones sindicales ocuparon históricamente un lugar importante en nuestro país, principalmente a partir de su relación con el peronismo y, a través de él, en la conformación de una alianza con una fracción de la burguesía local que destina su producción al mercado interno.

Esta relación nunca fue pacífica, como podrían atestiguar en los años cuarenta Cipriano Reyes y Luis Gay, o dos décadas más tarde Augusto Vandor. Sin embargo, luego del retorno de la democracia en 1983, el peso del sindicalismo en la estructura partidaria comenzó a diluirse paulatinamente hasta pasar a ser muy marginal durante los años noventa.

La profesionalización de los cuadros del partido y el deterioro del mercado formal de fuerza de trabajo enfrentaron a las direcciones sindicales a tres destinos posibles luego del triunfo electoral del peronismo en 1989: una integración subordinada, que incluía la participación en oportunidades de negocios abiertas con las políticas de desregulación y privatización del gobierno de Menem; una oposición de baja intensidad, esperando que en algún momento cambiase el panorama; o una resistencia a la intemperie. Entre estas tres alternativas se movieron los distintos agrupamientos sindicales durante los años noventa.

Un sector mayoritario de la CGT, aceptando el disciplinamiento producto de la hiperinflación y de las derrotas en las grandes huelgas en los primeros años del gobierno de Menem, se sumó como furgón de cola de la nueva gestión. Sin embargo, la formación de la CTA primero y luego la consolidación del MTA mostraron que aquella integración subordinada desde una posición de extrema debilidad también generaba resistencias dentro del movimiento obrero.

La modificación del escenario se produjo como consecuencia de la forma que adoptó la salida de la crisis del régimen de convertibilidad, y a partir de entonces, y con mayor fuerza luego de la asunción de Néstor Kirchner como presidente, los sindicatos volvieron a ocupar lugares de creciente importancia en la representación de los intereses políticos de los trabajadores. Para la clase obrera, cuyas formas de organización incluían a los sindicatos pero estaban lejos de agotarse en ellos, la rebelión de diciembre de 2001 fue un triunfo político que, sumado a condiciones objetivas muy distintas a las de los años noventa, posibilitó la recreación temporal de un bloque de poder en alianza con distintas fracciones de la pequeña burguesía local. El crecimiento económico sostenido y la recuperación acelerada del empleo y el salario real luego de la debacle de los años previos hacían suponer que era posible consolidar políticamente un “patrón de crecimiento con inclusión social”.

Sin embargo, el ciclo económico hizo de las suyas. En 2011 las condiciones sobre las que se había sustentado el crecimiento económico y del salario real en los ocho años previos habían desaparecido. Para entonces los superávits gemelos de comienzos de siglo habían desaparecido y la renegociación de la deuda externa generaba la necesidad de contar con un flujo de divisas constante para hacer frente a sus servicios. A su vez, el tipo de cambio real experimentaba una reevaluación, la capacidad ociosa en la industria había vuelto a niveles marginales y el salario de los trabajadores se ubicaba por encima de los niveles de los años noventa. Al sistema no le alcanzaban los recursos para seguir haciendo concesiones en el plano económico corporativo y los sindicatos las demandaron sin respuesta en el plano político. La ruptura entre Hugo Moyano, quien por entonces lideraba la mayor central obrera del país, y el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner simbolizó la incapacidad de procesar políticamente aquel agotamiento que impedía profundizar las estrategias distributivas frente a una producción que empezaba a mostrar signos muy evidentes de llegar a su límite.

Este conflicto contribuyó a la derrota del candidato oficial en 2015 y solo fue zanjado cuatro años más tarde, cuando las organizaciones sindicales se encolumnaron detrás de la candidatura de Alberto Fernández. Sin embargo, la victoria electoral volvió a echar luz sobre una debilidad estructural de la estrategia del sector mayoritario del movimiento obrero: la ausencia de un proyecto, o al menos de sus lineamientos generales, que vaya más allá de pujar por aumentos en el salario real, y la imposibilidad de encontrar fracciones de la burguesía que tengan un peso relevante en la economía local con las cuales poder recrear aquella alianza que, no sin conflictos internos, marcó la historia del país entre los cuarenta y los setenta.

El triunfo de Javier Milei en las elecciones de 2023 encontró a los sindicatos sin mayores fisuras en el bando perdedor y sin ningún tipo de instancia de diálogo con la gestión entrante. La debilidad del movimiento obrero para canalizar y representar los intereses políticos de la clase trabajadora parece haber llegado a su punto más alto desde los orígenes del peronismo a mediados de los años cuarenta.

Conflicto forzoso

Los desafíos que les plantea el gobierno de Javier Milei a las organizaciones sindicales se expresan en múltiples dimensiones. En pocas semanas la nueva gestión envió señales inequívocas: eliminó derechos de los trabajadores y trabajadoras del sector público y privado, impuso restricciones al ejercicio de la huelga, a la realización de asambleas en los lugares de trabajo, y al principio de ultractividad de los convenios colectivos de trabajo, y debilitó la capacidad de financiamiento de los sindicatos. Todo esto a la par de una intensificación de la criminalización y represión de la protesta social que incluyó reformas legislativas y un aval explícito a la aplicación de violencia por parte de las fuerzas de seguridad frente a manifestaciones en la vía pública.

La huelga general con movilizaciones masivas en gran parte del país apenas un mes y medio de asumido el nuevo gobierno solo puede explicarse como respuesta a estas medidas. Sin embargo, esta rápida reacción se da en un contexto extremadamente difícil para el movimiento obrero.

Por un lado, la consolidación de una estructura ocupacional que cuenta con un peso muy importante de los asalariados no registrados y los trabajadores por cuenta propia dificulta la articulación y el desarrollo de acciones conjuntas que vayan más allá de reacciones puntuales. Aun así, el espanto frente a la nueva gestión, muy superior al que había generado el gobierno de Cambiemos en 2015, hizo una gran contribución a la unidad del movimiento obrero. La proliferación de multisectoriales en los primeros meses del año da cuenta de ello, en un escenario donde persisten representaciones generales fragmentadas y en el que siempre está latente el riesgo de implementar estrategias de repliegues sectoriales.

Por el otro, los sindicatos también atraviesan un momento de debilidad en la relación de fuerzas políticas. Durante las últimas décadas se habían acostumbrado a formar parte de un proyecto liderado por otros, en el cual podían sostener sus demandas institucionales y obtener algunos triunfos económico-corporativos. En la actualidad ese proyecto parece haberse desvanecido y las organizaciones sindicales todavía cuentan con una fortaleza para nada despreciable, pero que resulta insuficiente para dar batallas en el plano económico y que no encuentra cómo ser canalizada en el plano político.

El nuevo gobierno los expone a una situación inédita. Por primera vez en más de ochenta años la fuerza a cargo del Poder Ejecutivo ha decidido no tener ningún tipo de articulación con al menos una fracción del movimiento obrero y, al mismo tiempo, promueve iniciativas que ponen en cuestión no solo los derechos individuales de los trabajadores y trabajadoras, sino también los poderes institucionales de las organizaciones sindicales. Los fuerza al conflicto, aun contra su voluntad. Los sindicatos se encuentran con el desafío de enfrentar al Gobierno sin que ello los exponga a derrotas similares a las que experimentaron a comienzos de los noventa, cuyos efectos se proyectaron en los años siguientes. Por cierto, Javier Milei no es Carlos Menem, La Libertad Avanza no es el Partido Justicialista, en la actualidad no existe un evento que haya generado el disciplinamiento de la hiperinflación de 1989, y hace treinta años no existían las redes sociales. Pero la posibilidad de encontrarse con conflictos a todo o nada en un contexto adverso se encuentra latente.

La fortaleza del movimiento obrero argentino siempre estuvo basada en su capacidad de organizar al trabajo en su puja contra el capital, contando para ello con un mercado de fuerza de trabajo donde el empleo formal supo ser la regla general y con una estructura organizativa caracterizada por ámbitos fuertemente centralizados y una presencia capilar a nivel de los establecimientos. Ello le permitió dar no solo disputas por reivindicaciones económico-corporativas, sino también conformar desde una posición de fuerza relativa una alianza política con las fracciones más débiles de la burguesía local que le sirvió para cristalizar triunfos institucionales y defenderse en momentos de baja.

Hoy las dos dimensiones están en crisis y se abren múltiples interrogantes. ¿Cómo se representan los intereses económicos de la clase trabajadora cuando una porción nada despreciable de ella está pendiente de la regulación del impuesto a las ganancias y otra igualmente importante pena por la falta de entrega de comida a los comedores o la falta de actualización del salario social complementario? ¿Cómo se da una disputa en el plano político cuando la fracción de la burguesía que históricamente fue aliada hoy está reducida a un peso casi insignificante? ¿Qué lugar les depara a las organizaciones sindicales, y a la gran mayoría de los trabajadores y trabajadoras, la consolidación de un patrón de especialización productiva donde el sector más dinámico de la economía local está orientado a la exportación de bienes primarios sin requerir de grandes dotaciones de fuerza de trabajo? ¿Cuál es el proyecto político y económico donde se insertarán los sindicatos en las próximas décadas? ¿Se puede seguir siendo la columna vertebral de un jinete sin cabeza?

La respuesta que el movimiento obrero y la clase obrera, en términos más generales, encuentren para estos interrogantes marcará gran parte de los límites y oportunidades de su acción en el futuro, en un escenario que hoy luce muy amenazante.

 

Fuente: Crisis - Mayo 2024

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